Cuando comencé a leer regularmente, a principios de los ochenta, apenas aparecían libros extranjeros más o menos recientes. Entre los pocos —poquísimos— que podían hallarse —y que no fueran, claro está, del campo socialista— se encontraba, en librerías de uso, En busca del tiempo perdido. Fue aquel, probablemente, el último libro occidental que se vendió en Cuba. Pero la obra de Proust circulaba incompleta, pues el tomo IV de la edición Alianza —Sodoma y Gomorra— había tenido por destino un oscuro almacén. Alguien me dijo que fue hecho pulpa.
Sin conciencia de ello, este vacío parece alentar la memoria de muchos lectores del momento. Se trata de recobrar un tiempo perdido y a la vez prohibido, lo que quizás explique, más que ninguna otra cosa, el hecho de que fuesen Sade, Nietzsche, Wilde y Baudelaire —aderezados con el Kama Sutra— los autores más vendidos —por supuesto, en ediciones baratas— durante las últimas ferias. El Mal, siempre más allá…, al fin se abre paso. Este rastreo del Index se me antoja más inquietante que el resultado de cualquier encuesta oficial al respecto.
En épocas en que no existía el conato de mercado al cual asistimos hoy —en realidad mercado para turistas de paso y unos pocos cubanos con dinero—, otros libros foráneos corrieron parecida o peor suerte. Parte del producto confiscado durante la nacionalización de las librerías privadas jamás volvió a circular. Muchas bibliotecas personales fueron arrojadas en camiones y catapultadas sabe dios dónde. El maltrato, las quemas y el depósito en sótanos son la otra cara de la industria revolucionaria del libro, con sus largas tiradas que morirían luego de hastío. Pudiera decirse que, por cada uno de los 16 millones de ejemplares que ya en 1967 se habían producido, se extraviaba, sea por no circulación de ediciones extranjeras, o por desinterés y censura hacia las mismas, un buen tramo de la literatura y el conocimiento en general.
Es bien sabido que se publicaron decenas de clásicos, pero pasado 1970 la empresa dejó de estar a su altura, ajustándose al “nuevo lector” que fabricaba: el de policiales cubanos, héroes soviéticos y episodios mambises.
Se pudo leer, es cierto, a Mann, Kafka y Babel; pero solo pedazos de Joyce y Musil, al tiempo que se incumplía (aún se aguarda) con un tercer tomo de las obras de Freud. Y este déficit, extenso en otros campos —filosofía, sociología, etc.—, se acentuó según el vacío de contemporáneos se hizo mayor. La política consistió siempre en “salvar” clásicos contra autores modernos, arqueología contra cultura en debate, a la vez que más del 70% del producto era destinado a la educación, de acuerdo, como es lógico, con la ideología imperante.
En 1986, un poeta amigo fue destinado a trabajar en un almacén de libros censurados que había en la calle Aponte. Curioso desván, allí estaban recluidos los que no vencían los criterios impuestos por la censura, pero también aquellos de interés especial para el gobierno, que, claro, debía de estar informado. Cuando el amigo encendió la luz y vio la mina de oro se puso a temblar. Días más tarde sacaba, a cada tanto, sendas jabas cubiertas de desechos con los libros al fondo a buen recaudo y las dejaba junto al latón de la esquina; en ese instante, alguien les echaba mano y seguía de largo. El placer que esto producía no tiene comparación.
Yacían en aquel depósito montones de ediciones de Siglo xxi, Fondo de Cultura, Lumen, Seix Barral, Plaza Janés, etc., que, según se nos dijo, esperaban mejores tiempos. Paz, Beckett, Solzhenitsyn, todo Marcuse, Dorfles, Althusser, Foucault, Lacan, Xirau, Labastida, y otros que harían la lista interminable; incluso libros de autores cubanos, entre ellos Ese sol del mundo moral (Siglo XXI) y las tiradas completas de Fuera de Juego y Los siete contra Tebas. Pronto la gente se fue enterando y, lo mismo que en la ficción arltiana, se complotó un asalto. Armamos así, con aquel lote de obras prohibidas, nuestras pequeñas pero ya respiradas bibliotecas. Años más tarde, todavía pasaban de mano en mano, contribuyendo a la formación de muchos de nosotros, reforzada con las opciones de la Biblioteca Carpentier.
El mercado de ediciones extranjeras en Cuba asomó primero en ferias internacionales, estableciéndose luego en antiguas librerías y oficinas acomodadas al efecto. Grijalbo-Mondadori montó su espacio en el Palacio del Segundo Cabo, sede del Instituto del Libro, mientras La Moderna Poesía abría sus puertas con moderno y lujoso equipamiento. En este periplo “ilustrado” se ubicaron además, otras cuatro librerías —dos en dólares—, una biblioteca —donación del FCE— y los libreros de la Plaza de Armas. Convergían así la estrategia socialista (que asume el devenir del mercado de la utopía para financiar su producción) y el capitalismo sin más.
Al entrar a cualquiera de estas librerías —y lo estuve haciendo con ánimo de observador que rara vez consume— se tenía la impresión, un tanto extraña, de algo detenido. No se sabía, a ciencia cierta, si estábamos frente a un negocio en fase de prueba o ante una sucursal abandonada. En La Moderna Poesía, por ejemplo, durante casi dos años observé los mismos ejemplares en los mismos estantes, todo sin rotación o cambio alguno; eso sí, protegidos con tres y hasta más sellos magnetizados para evitar el robo por parte de, supongo, gente del patio. Al contrario de otras tiendas donde se menudean productos básicos, en ésta se puede hasta esquiar de tan despejados pasillos. Es obvio que un Bernhard en 15 y un Broch en 27 dólares —para no hablar de libros de medicina y de literatura científica en general— son incomprables, salvo a muy largo plazo. Aun así, lo más barato se vende: bolsilibros, la edición Ateneo de los reportajes de The Paris Review y ciertos Espasa Cape. Además, encuentran salida los best sellers y el paquete yoga-cocina-autoayuda-esoterismo, que, dicho sea de paso, fermenta la socialidad cubana.
Grijalbo-Mondadori, que comenzó también con precios prohibitivos, hizo en cambio no pocas rebajas. No obstante, pareció haber liquidado sus reservas, al tiempo que las ediciones locales —Ché, Afrocubanía, Identidad y tutti quanti— se fueron desplazando hacia el centro. La variedad se limitaba a ocho o diez títulos de Lumen, todo Umberto Eco, y otras cositas. De más está decir que faltaron —desde el principio y como arreglo entre las partes— una serie de autores no convenientes, de ellos unos cuantos cubanos que ésta y otras casas han publicado. Al caer los precios pude comprar una excelente novela del escritor ruso Vladímir Makanin, El pasadizo, por cierto uno de los últimos Siruela vendidos y, en mi caso, de los pocos aportes que me ha hecho el mercado, legalmente hablando.
Ahora bien, otro fenómeno —que no el mismo— es el de las ferias. Es ocasión para desembarazar una carga que, procedente de otras plazas, por lo general ha topado un límite de ventas; se expende más por menos, sin mucha ganancia, pero también sin pérdidas, además de que están en juego otros dividendos: contactos, contratos, etc. Una masa ávida es compulsada por el contexto, que brinda oportunidades discretas.
La XI Feria [del 2002] mostró a 53 expositores de 24 países, quienes esta vez ocuparon cerca del 40% del espacio en el ahora Parque Histórico Militar Morro-Cabaña, de tan siniestra memoria. Fondo de Cultura agotó breviarios (por uno o dos dólares) y, aunque la mayoría títulos con diez y hasta veinte años de publicados, se trató —para el lector— de un gran salto en el tiempo. Autores como Bloch, Wilson y Starobinski, para no decir Bobbio y Steiner, son aquí no solo actuales sino incluso futuros. Pero lo más buscado, claro está, eran los Sades y Nietzsches de Edimat, como otros ya aludidos. Adquirí, ya el último día, los cuentos de Nabokov (Alfaguara) por cuatro dólares. Ciertamente, se ahorra durante la temporada, se hace del sacrificio, o mejor dicho de la privación, un placer.
Y mientras tanto, desaparecen las oportunidades. No es, en definitiva, con el consumidor medio de la isla con quien se cuenta, sino con el extranjero de paso o radicado, e instituciones de cierta solvencia. A La Moderna Poesía acaban de surtirla; hay nuevos Anaya, Destinolibros, Galería Literaria, etc., pero el movimiento sigue siendo el mismo; es decir, saldrán tan lentamente como entraron. Sospecho que el futuro del negocio dependerá de cambios económicos internos que por ahora no se insinúan. A pesar de ello, el problema era adelantarse. Por lo pronto, la gente que lee —y la que no lo hace— se repliega hacia cotos de mayor realeza.
Y es que al salir de estos emporios se percibe, lo mismo que Casal en una crónica del XIX, un mundo en superposición: se pasa así de la fantasía (donde la mirada mariposea sin posarse) a la realidad como calco de Piranesi.
Buena crónica personal. Apenas cuatro precisiones: las ediciones príncipes de «Fuera del juego» y de «Los siete contra Tebas» sí fueron vendidas, al menos en la librería de la UNEAC. Son las que tengo. Hubo –hay ahora mismo– unos cuantos libreros que en sus casas compran y venden. ¿A Ambrosio Fornet lo botaron –trasladaron «cariñosamente»– por la publicación de «Un día en la vida de Iván Denisovich» de A. Solzhenitsin, en la heterogénea Colección Cocuyo. La Biblioteca Nacional tenía dos reservas: amarilla (Libros disidentes) y roja (pornográficos). Luego inventaron algo mejor: «Lo sentimos, está en préstamo especial». Carecemos de una historia del mundo del libro en la revolución (1959-2025).