I
En una nota de George Steiner sobre un libro de Alberto Manguel encuentro la mención poco menos que peyorativa del lector de cómics como una suerte de no-lector. Steiner no apunta exactamente a un lector específico, sino que se refiere a esos miles de hombres y mujeres “que simplemente descifran los titulares de la prensa o le echan una ojeada a los cómics”.
La idea del historietismo como abaratamiento del acto de leer yo diría que es muy antigua, pero ¿de dónde proviene? Acaso de la infancia, de nuestros primeros pasos como lectores que se sienten atraídos por unos artefactos que conjugan textos e imágenes o dibujos. Guy Davenport ha recordado que el primer libro que leyó fueron las tiras de las aventuras de Tarzán. Entraríamos aquí entonces en un terreno donde serían necesarias ciertas precisiones que el mercado del libro ha delimitado bien, y perdonen mi didactismo: cómics para lectores infantiles y cómics para adultos.
Está uno tentado a pensar que muchas acciones adultas poseen la categoría de retorno a la infancia. Leer novelas gráficas y tiras cómicas no niego que puede tener algo de eso. No podría aventurarme a hablar ahora sobre cuánto ha crecido y se ha perfeccionado el historietismo para niños, pero sí me daría a explorar, y con gran placer, la riqueza de los cómics para adultos, esos que, a pesar de su cuidada hechura, a menudo encuentro muy baratos en librerías de segunda mano y también en línea.
Desconozco si la actual precariedad de las relaciones entre seres humanos y textos, es decir, de una supuesta decadencia del ejercicio lector, así como la incertidumbre que siguen rodeando al mundo del libro, ha redundado en beneficio del consumo de novelas gráficas. Puede que sí y deberíamos alegrarnos un poco por ello. Cuando visito bibliotecas públicas encuentro largos estantes, a veces en la misma entrada, dedicados a mostrar sus colecciones, pero en realidad suelo comprarlas a dólar entre los descartes o a 5.99 en librerías de segunda mano. El universo editorial en lengua española es todavía más descuidado que el anglosajón.
II
La primera novela gráfica que me hizo repensar todo mi andamiaje de lectura fue Clyde Fans (2000), la monumental serie del canadiense Seth (Gregory Gallant). Su historia compleja del entramado de relaciones de dos hermanos al frente de un negocio de ventiladores venido a menos por la llegada de los aires acondicionados no podría haber encontrado mejor continente que un libro cuyo concepto de imagen y color no dudo haya significado un antes y un después para Drawn & Quarterly, la exquisita editorial con sede en Montreal. Seth no es de prodigarse en lo verbal, su imaginario visual es mucho más profundo que el resto, grises, tonos claros de azul, espacios abiertos, una mirada melancólica.
La última ha sido Berlín (2018), del estadounidense Jason Lutes, un abarcador fresco de los años previos al ascenso de Hitler al poder en Alemania. La historia se centra en Marthe Müller, joven estudiante de pintura que viaja desde Colonia para asistir en Berlín a clases de arte. En el tren conoce al escritor y periodista Kurt Severing, con quien comienza una relación, aunque más tarde ella se enrola con una chica, también estudiante de arte. Aparecen esbozadas las numerosas contradicciones de la sociedad alemana de la época, el rearme secreto tras la debacle de la Primera Guerra, la tensión en las calles, el sectarismo de las izquierdas, el discurso comunista, el surgimiento del extremismo nacionalista y el antisemitismo.
Si en otras novelas gráficas he criticado el exceso de información, aquí Lutes podía ser menos elíptico y dejarnos saber un poco más sobre qué está pasando, a ratos se torna confusa la narración, en especial la subtrama de los músicos de jazz. El dibujo es en blanco y negro y las letras microscópicas. Casi cada palabra muere en un apócope.
En estaciones intermedias, el canadiense Guy Delisle, que es otra raza de novelistas gráficos, más en deuda con la tradición franco-belga, como confiesa en Factory Summers (2021). Su serie de los viajes (Jerusalén, Shenzhen, Burma, Pyongyang…), junto con Hostage (2017), son sus momentos más altos. Sus libros son autobiográficos o autoficcionales, con esos límites que nunca tendremos demasiado claros. La mirada de Delisle es siempre ingenua, como si nunca tuviera recursos para lidiar con una realidad que siempre nos superará, pero es más que eso, porque es el outsider, a veces distante y neutral, como se ve en la relación con su padre y con el environment bastante crudo de la fábrica.
He visto algunas malas reseñas del trabajo de Delisle en el sentido de que, en sus libros, y en este específicamente, “no pasa nada”, ese reproche tan común hoy. Es una forma de leer bastante pobre. Hay lectores que sólo pueden leer ladera abajo, montados en un slalon de historias y desconociendo que a ciertos autores no les interesa o no pueden narrar lo ajeno. Los estantes de novela gráfica en las principales librerías están repletos de material para esos lectores impacientes, ávidos de superhéroes y peripecias, lo contrario de cualquier asomo al universo de la novela proustiana.
Factory Summers ocurre en una fábrica de papel en Quebec City, a orillas del río Saint Charles, en el tiempo de la primera juventud de Delisle, cuando comenzaba a interesarse por la gráfica y el dibujo. Es un mundo cerrado, masculino, donde, entre consejos de cómo comportarse sexualmente cuando la mujer está embarazada (sexo anal es la primera recomendación), se ríen cuando se enteran de que al muchacho que encarna al autor le interesa el arte. Si Seth parece dios con traje y pajarita porque es inactual, Delisle lo que trasluce es no saber lidiar con lo actual. No conecto con un personaje si no encuentro en él la culpa de alguna fragilidad. Eso es Delisle.
En lo verbal no he leído nada mejor que Fun Home (Mariner Books, 2007), de Alison Bechdel, un coming-of-age en toda la regla. Más claustrofóbica en el dibujo, precisa en su uso del lenguaje, agresiva en la representación tanto del suicidio como de lo sexual, y con búsquedas y citas en lo literario. Las suyas son historias duras, complejas, nada complacientes ni con su tiempo ni con la vida que le ha tocado. El mundo como una secuencia que se eterniza entre mentiras, apariencias y secretos.
En cuanto a imaginación y mirada irónica y corrosiva sobre nuestros tiempos, reina Tom Gauld con su serie You’re all just jealous of my jetpack (2014), Baking with Kafka (2017), The Snooty Bookshop (2018), y Department of Mind-Blowing Theories (2020). Gauld tiene presencia diaria en redes sociales, colabora con revistas e ilustra libros. Hay en sus piezas una mirada irónica, pero sobre todo muy escéptica sobre el mundo libresco y su no-lugar en un mundo futuro. Nadie es mejor que Gauld en este tipo específico de cómic. No son novelas gráficas propiamente, sino viñetas independientes unas de otras, a cada cual más aguda, más ingeniosa e hilarante. Su nivel de juego e ironía es tan alto que pocos le llegan a sus talones.
III
El caso cubano
Dos novelas gráficas de tema cubano sobre las que llamo la atención: Goodbye, my Havana (Redwood Press, 2019), de Anna Velfort, y Worm: A Cuban American Odyssey (Metropolitan Books, 2023), de Edel Rodríguez.
No acabo de entender bien por qué las novelas gráficas de tema cubano sienten la necesidad de aplastar al lector con tanto texto, tanta explicación innecesaria. Una novela gráfica no tiene que ser un libro de historia, los hechos no requieren de puntillosas aclaraciones. No sería mala idea dejar al lector que, si le viene en ganas, use google, la wikipedia o la inteligencia antinatural.
Los libros que menciono se desarrollan en dos momentos particulares de la Cuba post 1959: la de Velfort transcurre en los años sesenta hasta su regreso a Estados Unidos en 1972, la de Rodríguez cuenta su niñez en los setenta hasta la salida con su familia por el Mariel en 1980.
En el caso de Veltfort, es probable que no haya, en el escaso apartado de novelas gráficas de tema cubano, una obra más detallada y abarcadora sobre los años sesenta, la iniciación sexual, la homosexualidad y las múltiples tensiones que se dieron a nivel intelectual en la sociedad cubana de la época. También hay mención, por cierto, a la división y la tirantez entre las diferentes facciones (trotskismo, maoísmo, estalinismo…) de la izquierda de aquel entonces.
Veltfort escribió y concibió un libro que no nos ahorra nada, quizás solo la erótica del roce de los cuerpos. Eso, que vemos hoy con normalidad en las novelas de Alison Bechdel, se extraña. En el centro de su testimonio está un mundo asfixiante, desprendido de todo sentido de la libertad y del impulso humano de indagar y cuestionar y desear ser libres para amar.
El libro es extenso y a ratos farragoso, pero disfrutable. El personaje de Veltfort asiste atónita a este triste espectáculo de un mundo demasiado opresivo en construcción. Ha sido llevada allí por sus padres, comunistas de Estados Unidos, siendo muy joven, y allí tiene su despertar sexual y político. Y creo que me gustó la novela precisamente por el personaje, porque está atrapada en un contexto convulso donde no pidió estar, porque a la vez que participa, a su modo, mientras va creciendo, intenta violentar ciertos límites (la propia manifestación de su sexualidad, el árbol de navidad en el salón de la Facultad, la música que escucha, etc.) y porque no se detiene ni a juzgar ni a sermonear ni a sentirse equidistante. Ese personaje es uno de los grandes valores de esta historia.
La novela de Edel Rodríguez cuenta en su primer momento la infancia del autor en Cuba y la salida por el Mariel en 1980, y luego la etapa estadounidense en la que la familia se establece en el sur de la Florida y Rodríguez se inclina por el arte y la arquitectura y viaja a NY a estudiar en la universidad. Los pasajes del éxodo por el Mariel no tienen desperdicio. El autor no se pierde en detalles superfluos y narra bien la agonía de aquellos días inciertos, cómo el Estado comunista se apropió de la casa, el carro y de cada pieza de ropa y equipo eléctrico que había en aquel lugar, y luego la llegada al campamento El Mosquito, donde pernoctaron bajo los árboles a la espera de poder salir hacia Miami.
Del concepto gráfico, el diseño de color y el dibujo nada que reprochar, reflejan a la perfección la naturaleza opresiva del régimen castrista, la manipulación emocional que ejerce un Estado despótico y del que el pasaje final de la confesión del padre (que a mí me ha parecido innecesaria, debo decir) es buen ejemplo. La novela termina en la página 246. A partir de ahí comienza una miniserie, la del activista Rodríguez, guerrero del antifascismo, héroe del grotesco en el «humor» político. Ya a esa altura el lector que soy se había dado por satisfecho.
Imagen: Martha Ma. Montejo.




