Dejé en tu buzón ‘Cartas (1920–1941)’

Hypocrite lecteur, mon semblable, mon frère, esta mañana deposité en tu buzón un libro que pesa incluso más de lo que aparenta: Cartas (1920–1941)  de James Joyce, publicado por Páginas de Espuma (2025), y continuación del primer tomo de 2023: Cartas (1900–1920). Un volumen que, en vez de ofrecer respuestas sobre el universo joyceano, contiene la vibración residual y mundana de un temperamento que vivió prosaicamente mientras todos intentaban leerlo desde sus geniales trampas narrativas.

Aquí no está solo el Joyce monumental, sino aquel que pelea con banqueros, traductores, médicos, editores, parientes, su hígado, la vista y el destino. El que escribe cartas como si fueran breves terremotos. París —con sus cafés, conspiraciones editoriales y entusiasmos de salón—, Trieste, Zúrich, Nora, Lucia con su “enfermedad irreversible”, Stanislaus, Pound, Eliot, Sylvia Beach, Harriet Weaver… todos orbitan esta correspondencia como testigos de una vida que se deshace entre gloria y penumbra.

Las cerca de 500 cartas aquí reunidas son migas de pan dejadas en un bosque sin salida. Algunas están escritas desde habitaciones baratas, otras desde la fiebre o el reconocimiento, pero todas rezuman esa mezcla inconfundible de ironía y desgaste, de cálculo y cansancio, de grandeza y podredumbre. La edición y traducción de Diego Garrido, detalladas y sobrias, les da a estas voces un marco preciso: lo justo para no invadir, lo suficiente para no perdernos del todo.  

Estamos ante un epistolario donde además resuena una inteligencia que se resiste a ser clausurada. Hay cartas en las que Joyce escribe como quien improvisa una música privada para oídos conocidos, pero sin renunciar al artificio. Ciertas cartas son ensayos menores, miniaturas especulares de sus grandes formas novelísticas. Epístolas que devienen fragmentos de oratoria desplazada, donde a veces el pedido más doméstico se recubre con el barniz de una sintaxis alertada por el estilo. Hay momentos donde la arquitectura emocional se vuelve visible. Un comentario sobre Nora, un exabrupto contra Irlanda, un silencio acumulado en torno a Lucia… Allí el lector entrenado puede entrever drama y estructura.

Hypocrite lecteur, escucha este fragmento de una carta a Robert McAlmon (del 11 de febrero de 1922):

Ulises se publicó el 2 de febrero, mi cumpleaños. Esa mañana le envié a usted un telegrama para comunicárselo y también para agradecerle su amable ayuda a lo largo del año pasado. Parece ser que esa misma mañana abandonó París, así que el telegrama debe seguir en su dirección porque aquí no ha vuelto. Solo se enviaron 4 ejemplares de Ulises la primera semana después de su publicación debido a un error en la cubierta. Puede imaginarse las escenas en la librería. Un desenlace inquietante. Por fin llegaron 80 o 100 ejemplares frescos, pero yo vivo aún sumido en un torbellino de embalajes y celos y tijeras y empaquetamientos junto a la Srta. Beach —con técnicas novedosas—. El Museo Británico ha pedido un ejemplar y lo mismo el Times: le recomiendo a usted que vaya a confesarse, porque el Día Final no debe andar lejos.”

 Y entonces está la última postal. Zúrich, 4 de enero de 1941. Joyce escribe en italiano a su hermano Stanislaus: direcciones, favores, un tono casi mecánico. Menos de diez líneas, ni una palabra de más. Días después, la peritonitis, el hospital y el entierro. Y lo que sigue en el libro resulta un réquiem polifónico: «Joyce en los ojos de sus amigos» es un cuadro cubista que nos revela un James demasiado humano —ese de “cabeza pequeña y comprimida y la nariz recta, [sin] labios”, al decir de William Carlos Williams—, y un Joyce escritor que, según Alessandro Francini Bruni, “estira el lenguaje para expresar vicios comunes de un modo tan desolador y despiadado que produce escalofríos” y donde “la lengua se convierte en dientes cariados”.  

Al final del volumen, se agradece el índice onomástico. Frío, ordenado, como si el mundo hubiera respondido a su última carta con una lista de nombres y un silencio prolongado. Uno cierra el libro con la impresión de haber asistido no solo a una vida, sino a su desgaste a través del lenguaje. El Joyce que hay aquí pide paciencia, salud, una lámpara buena, una tarde sin interrupciones y dinero, dinero y más dinero. Ergo, pide lo mismo que la literatura de verdad.

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Al mediodía, entre una entrega de Walter Benjamin y una breve discusión sobre las comas con un cartero jubilado que solo lee a Pascal, me crucé con Monsieur  Antoine Marigny, un coleccionista de relojes de bolsillo que insiste en que cada uno de los que posee está vinculado a una novela del realismo decimonónico. Me ofreció uno —pequeño, de cobre ennegrecido— a cambio de “algo de Joyce que no hable de nadie más que de él mismo”. Le leí este pasaje sobre él, de una carta de Sylvia Beach, fechada en 1927:

“Mientras tanto, me temo que ni yo ni mi pequeña tienda podremos soportar la lucha por mantenerle a usted y a su familia de aquí a junio, y por financiar el viaje de la Sra. Joyce y de usted mismo a Londres «con dineros tintineando en el bolsillo». Es una perspectiva muy aterradora para mí. Ya tengo muchos gastos suyos que ni se imagina, y todo lo que tengo se lo doy gratuitamente. A veces creo que no se da usted cuenta, como cuando le dijo a Miss Weaver que mi trabajo estaba «aflojando». La verdad es que, así como mi afecto y admiración por usted son ilimitados, también lo es el trabajo que acumula sobre mis hombros. Cuando está usted ausente, cada palabra que recibo por su parte es una orden. La recompensa a mi incesante trabajo en su favor es verle poner caras largas y oírle quejarse. Yo también soy pobre y estoy cansada.”

Satisfecho, Monsieur  Marigny me regaló el reloj y desapareció por la Rue Dauphine con la calma de quien ya vive fuera del tiempo. Ahora lo guardo en mi bolso, entre un Tractatus  subrayado y una carta que nunca pienso entregar.

 


[Imagen de portada: detalle de una fotografía de Gisèle Freund, 1938]

1 comentario en “Dejé en tu buzón ‘Cartas (1920–1941)’”

  1. José Prats Sariol

    Curioso, Pessoa no se fabricó ninguna heterónima… Pero Pablo puede repetir aquello de que quien no la debe, no la teme. Y Eloise es la cartera que soñamos.

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