‘El Gatopardo’ o una cierta predilección

Elio Vitorini, siciliano como Don Fabrizio, rechazó el manuscrito de El Gatopardo  creyendo que le hacía un bien a la humanidad, aunque quizás ni siquiera se lo leyó completo. Esa ventaja nos corresponde.

Su negativa quedó entre los grandes fiascos de la historia editorial de este mundo: adujo que la novela era demasiado estática, como llegada de otro tiempo y que estaba basada en estereotipos que negaban los avances de la Historia. Ah, la Historia, de ella se ríe (con tristeza) Lampedusa. La crítica tras la publicación vino a cumplir su parte en el ensañamiento: «una novela decadente y de derechas».

Lo interesante de todo esto es cómo ubicarla en el tiempo (fue publicada en 1958), respirando con pulmones de hierro al lado de sus contemporáneas, tenidas por más grandes, rupturistas y renovadoras en el siglo más espléndido y terrible.

Para no considerarse a sí mismo un escritor, eso han dicho, Lampedusa obra con escalpelo de maestro, hace un manejo magistral de los tiempos narrativos, la elipsis, la narración por episodios o fragmentos, y sobre todo nos pone bajo esa luz mortecina que envuelve a esos personajes fantasmagóricos a la espera de la muerte.

El arte del lamento se llama elegía, dice Juan Forn. En El Gatopardo  no hay lamento, reducirla a eso sería leerla demasiado mal, pero sí tiene algo de elegíaco, no tanto por un mundo perdido como por un estilo, una escritura, un modo de leer. Es fama que Lampedusa se propuso escribir la novela después de pasarse algunos días en un festival literario, entre escritores, en silencio y prestando oído, y comprobar que ninguno podría narrar lo que él narró.

La novela ha continuado su camino en el mercado con sucesivas reediciones, como esta que he leído en traducción de Ricardo Pochtar. Más recientemente, una de las más populares plataformas de películas y series la ha llevado a la pantalla con unas enmiendas muy próximas a lo inaceptable. No aciertan en la serie, por poner un caso, en la representación del personaje del Príncipe porque no da el espesor melancólico ni su mirada desencantada, escéptica y a ratos ajena, como a la deriva, que es lo que hace tan singular a la novela.

No fue la novelística italiana, llegada a nosotros desde los confines de Dante y Bocaccio, la que vendría a liderar la vanguardia europea en tiempos joyceanos. Eso no se discute. Pero uno siempre desea volver a ella como si sintiéramos una cierta predilección o como lector que retorna (cual Tancredi, sobrino del Príncipe) a un paisaje familiar del que le cuesta desprenderse. La razón ahora ha quedado clara.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio