I
Un universo encerrado en un reloj de bolsillo. Una habitación forrada de corcho en el Boulevard Haussmann, donde escribía y corregía ad infinitum. Un cosmos en expansión, donde cada recuerdo deviene nebulosa distante, accesible solo por la curvatura de una magdalena mojada en té —ese tilo que Céleste Albaret quizás le preparaba en las horas insomnes—. Proust, cartógrafo de lo perdido y agrimensor de salones dichosos, traza su mapa con la sensación y la memoria involuntaria como brújula. Su materia, por supuesto, el Tiempo. Pero, ¿qué Tiempo? ¿El de la física, el t de Einstein, esa cuarta dimensión implacable que desmonta el universo newtoniano con la precisión de un relojero suizo? ¿O el de Bergson, la durée réelle, el flujo elástico de la conciencia, saturado del pasado, un eco de las propias reflexiones del filósofo que Proust leía con recogimiento y escuchaba en veladas parisinas? À la recherche du temps perdu no elige bando. Constituye un herbario de instantes, un experimento narrativo —con sus papeles pegados llenos de agregados y correcciones, testimonio físico del tiempo añadido, de la reminiscencia que se expande como un delta fluvial— donde las duraciones einsteiniana y bergsoniana colisionan y coexisten en un milagro artístico.
II
En este cuadro comparativo, el tiempo de Einstein mide la erosión de los cuerpos; ese reloj que Proust sentía escurrirse mientras luchaba para hallar las palabras que revelaran la esencia de un crepúsculo sobre el mar en Balbec. Corresponde al t de las ecuaciones, reversible en teoría, indiferente al trayecto de una mano que alcanza una taza, o al temblor de la suya al sostener la pluma en sus últimos días. En À la recherche du temps perdu, esta cronología física envejece a los personajes: Odette, de cocotte a dama venerable; Saint‑Loup, de joven radiante a recuerdo trágico condecorado póstumamente. “El tiempo, que no suele hacerse visible, había encontrado en ella la manera de manifestarse” (Le Temps retrouvé), escribe Proust sobre la transformación de Odette, marcada por la marcha inexorable de los años.
Esta manifestación temporal también se exterioriza en la matinée de la princesa de Guermantes, donde el Narrador, tras una larga ausencia, se encuentra con un desfile de máscaras casi irreconocibles, como si el Tiempo objetivo se hubiera ensañado en una venganza teatral. La otrora resplandeciente princesa aparece con sus cabellos —antes “brillantes como la seda”— que, “a fuerza de tornarse blancos, habían adquirido un mate de lana y de estopa y parecían grises como una nieve sucia que ha perdido su esplendor” (Le Temps retrouvé). Asimismo, el propio duque, antes arquetipo de la altivez, es apenas una sombra temblorosa de sí mismo. Bloch, irreconocible bajo su nueva apariencia de respetabilidad burguesa, o una Gilberte Swann cuya belleza se ha transformado en algo distinto, más terrenal, son otros trofeos del avance implacable de ese transcurrir que todo lo iguala.
Cada encuentro social en el París proustiano —ese que él recorría de noche, cual búho elegante, para luego disecar sus observaciones en la quietud de su lecho— resulta una colisión de marcos de referencia, un suceso cuya verdad depende del observador. Los Verdurin, faros de su propio océano, emiten juicios con la autoridad de un meridiano autoimpuesto, pero su simultaneidad es un espejismo, luz de una estrella muerta que aún vemos. La estructura narrativa de Proust refleja esta relatividad: la duración se pliega, los eventos se narran desde perspectivas múltiples, y el lector, como un observador einsteiniano, reconstruye el cronotopo de la novela. En el episodio de la magdalena, el Narrador describe cómo “un placer delicioso me invadió, aislado, sin noción de su causa” (Du côté de chez Swann), un instante donde el presente de la taza se superpone al pasado de Combray, a modo de punto curvado en las cuerdas del tiempo.
III
Si la temporalidad einsteiniana aporta la medida fría, Henri Bergson —primo por afinidad intelectual (y lejanamente familiar) del Narrador— ofrece la durée réelle: un intervalo cualitativo, heterogéneo, que no replica el tictac del reloj en la cocina de Françoise —esa Françoise inspirada en las sirvientas de Illiers, con su sabiduría rústica y su eventualidad campesina—, prefiriendo el flujo vivo de la conciencia. El pasado no se ubica «detrás»; reside «dentro», a la manera de las notas de la sonata de Vinteuil o como el afecto por su madre, Jeanne Weil, ancla constante en su existencia fluctuante.
Para Bergson, el intelecto espacializa, deviene unidad de fosilización; la intuición, en cambio, se sumerge en la corriente del ser. En Proust, la memoria involuntaria encarna esta intuición: un tropiezo en las baldosas del Hôtel de Guermantes durante la citada fiesta de espectros —quizás evocando una escena de la infancia, una vulnerabilidad conservada intacta bajo capas de sofisticación mundana— desata una “felicidad que no había sentido desde Combray” (Le Temps retrouvé), una esfera temporal donde pasado y presente coexisten. Allí, el ruido de una cuchara contra un plato, el tacto de una servilleta rígidamente almidonada, o la lectura de un pasaje de François le Champi de George Sand, se convierten en portales, ofreciendo “un poco de tiempo en estado puro”, liberado de la sucesión ordinaria. Estas sensaciones, escribe, son “celestes”, pues anulan el presente y transportan a un punto donde pasado y presente coinciden, revelando una identidad más profunda y esencial del yo.
Ya desde el primer volumen de la novela, el sabor de una tisana, “como si toda Combray […] surgiera de mi taza” (Du côté de chez Swann), se revela —distante del punto en una línea— desde una singularidad que contiene la esencia de una vida destilada en sensaciones. À la recherche du temps perdu incluye esta temporalidad bergsoniana, pero no la adopta ciegamente; la pone en diálogo con el paso inexorable de la edad, ese que obligaba a Proust a sobornar al personal del Grand Hôtel de Cabourg para poder escribir hasta el amanecer.
IV
Mientras tanto, fuera de la torre de corcho, se preparaba la célebre controversia del 6 de abril de 1922 en la Société française de philosophie, donde Einstein defendió sus ecuaciones y Bergson la experiencia vivida. Proust —que podía gastar una fortuna en un óleo de Moreau o en agasajar al aviador Agostinelli, su secretario y chófer, cuya trágica muerte inspiraría páginas de celos y pérdida— ya había alcanzado un tiempo híbrido, sublime y contradictorio. Alude al devenir del reloj que marca la decrepitud de Charlus, cuya “figura, antes tan arrogante, se deshacía en el polvo del tiempo” (Le Temps retrouvé), pero también al no‑tiempo de la evocación involuntaria, donde un ruido de cuchara o un perfume —el de las flores de espino que tanto amaba— invalidan décadas. Este transcurrir proustiano se estira en las noches de espera por Albertine, se contrae en años de vida social y se quiebra en epifanías que, a modo de fallas en la matriz temporal, reconectan los yos fragmentados del Narrador.
V
Y no olvidemos el «yo». Para Einstein, el «yo» deviene observador en el espacio-tiempo; para Bergson, semeja una melodía en continuo cambio; para Proust, comprende una sucesión de yos estratificados como las capas geológicas de Balbec o los sucesivos apartamentos que habitó, cada uno con su aura y sus fantasmas. “No me reconocía yo el mismo cuando amaba a Gilberte que cuando sufría por Albertine” (À l’ombre des jeunes filles en fleurs), reflexiona el Narrador, separado por el tiempo físico que transforma y que a veces le impedía reconocerse en el espejo tras una noche de escritura febril. Pero el recuerdo espontáneo los reúne, revelándolos como presencias simultáneas en la conciencia expandida. En el final de Le Temps retrouvé, esta multiplicidad se resuelve en la vocación artística: “Mi obra, que debía fijar esos instantes dispersos”. La comprensión adquirida en la fiesta de Guermantes solidifica esta vocación: el arte es el único medio para aprehender la esencia de esas impresiones pasadas, para “traducir ese libro interior de signos desconocidos”. He aquí un artefacto donde las eras coexisten, una catedral escrita con la tenacidad de quien sabe que sus días están contados.
VI
En la Belle Époque, el tiempo constituía un campo de batalla cultural. Mientras Einstein reformulaba el universo desde su oficina de patentes en Berna y Virginia Woolf y James Joyce fracturaban la linealidad narrativa, Proust, desde su lecho parisino, no solo reflejaba estas tensiones, las fusionaba. El Narrador, desde el balcón de su interioridad —tan vasta como los salones que frecuentaba—, contempla un desfile temporal donde emociones extinguidas —esas estrellas lejanas— iluminan el presente con una intensidad que el «ahora» rara vez posee. Este experimento proustiano trasciende la ciencia y la filosofía. Einstein nos dio la física del cosmos; Bergson, la metafísica de la conciencia; Proust, con sus manías, sus rituales nocturnos y su devoción casi monacal por la letra, nos legó un universo narrativo donde ambos tiempos luchan y se reconcilian. À la recherche du temps perdu, lejos de resolver el enigma temporal, lo destila en un perfume de lis y un fulgor de nebulosas. En ella, la conciencia actúa como un reloj que, más allá de dar la hora, curva el pasado en su propio firmamento… Y el balcón desde el que el Narrador contempla este desfile del tiempo no se halla solo en su frágil atalaya interior: sucede en Berna, donde las ecuaciones miden el cosmos; en el Collège de France, donde la durée suelta su risa; y, sobre todo, en el número 102 del Boulevard Haussmann, donde un hombre de ojos almendrados escribe a contra péndulo, ahora mismo y aquí, su propia inmortalidad.
Hace muchos años una lectura no me atrapaba tanto.