El sueño húmedo del desocupado lector

Dejo esto aquí sin emitir juicio alguno, más por pereza que por neutralidad. Se cumplen ya dos años de aquella performance en la que Luna Miguel leyó en público durante 48 horas consecutivas. En silencio. En pijama. Rodeada de libros, como un altar laico. El gesto fue observado, registrado, comentado… y luego rematado por el pelotón habitual de humoristas de teclado que sin dudas han leído demasiado. O demasiado poco. Nunca se sabe.

Una vez más, el acto de leer se convierte en instalación. Una liturgia para los conversos. Otra escena del eterno retorno del “mírame, soy la enfermedad”, solo que esta vez con un flexo, un volumen de Jane Eyre y una frasca de agua. Más que un homenaje a la lectura parecía una exhumación del lector.

Personalmente, tengo mis reservas con el mandato de leer como ejercicio espiritual o como disciplina de gimnasio intelectual. No soy tan anarquista como Aira, pero la promoción de la lectura como deber moral me provoca el mismo entusiasmo que una charla TED sobre el poder de los abrazos. ¿De verdad seguimos pensando que leer por leer nos salva de algo?

No existe escuela que enseñe el placer, y mucho menos el placer de leer sin utilidad. Borges lo dijo mejor: nos acercamos a los libros por alguna lealtad misteriosa. No porque alguien nos cronometre desde una silla plegable.

Lo interesante no fue tanto el performance como la reacción: un desfile de chistes perezosos y sarcasmo de saldo. Como si leer durante 48 horas fuera más ridículo que pasarse ese mismo tiempo escroleando videos de gente doblando camisetas en bucle infinito. Quizá el “y sobrevive” de aquel titular del diario español El País en su momento no alude al esfuerzo físico, sino al ataque de banalidad colectiva que le cayó encima.

A Luna Miguel la conocí por su traducción de El libro de Monelle, esa joya escrita por Schwob tras la muerte de una prostituta y que va, sí, sobre el placer. No el placer útil, sino el placer inservible, denso, de estar con alguien o con algo por puro deseo. Miguel es una lectora inquieta, consistente, con más libros encima que muchos de sus detractores tienen muebles.

Gabriel Zaid decía que, desde que empezó a leer, la vida le pareció una serie de interrupciones. Pues bien: esto fue lo contrario. Una interrupción a las interrupciones. Un retiro espiritual en clave WiFi. Y tal vez también un intento desesperado de pedirle al mundo que, por favor, calle un momento.

Quizá este performance fue simplemente el sueño húmedo del “desocupado lector” que invocó Cervantes con ironía y ternura. Y en ese caso, que se nos perdone lo solemne: algunos sueños merecen ser tomados en serio.

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