Ensayo de carne y hueso (2)

Aristóteles se percató de las virtudes de la adversidad. Traducida y glosada, esa advertencia fue acogida por Horacio: La adversidad tiene el don de despertar talentos que en la prosperidad hubieran permanecido dormidos. Y siglos después, por Arnold Toynbee en su monumental Estudio de la historia. Jalonando el acontecer como novela, y de hecho instando a Tucídides a escribir la primera historia de Occidente, las guerras y las revoluciones reflejan violencia, una necesidad humana que suele tener, útiles o gratos, efectos imprevistos. La Eneida  narra uno: la mítica fundación de Roma. Otro, nada mítico, nos asoma con Ambroise Paré a la eclosión de la cirugía moderna. Y entre innumerables avances tecnológicos, valga este: dada la urgencia por descifrar el código Enigma nazi los ingleses desarrollaron la primera computadora analógica. De ahí también, aparentemente insólita, el parentesco reseñado por René Girard entre la violencia y lo sagrado; extrañeza que desaparece al recordar los rituales de sacrificio. Como las guerras y las revoluciones, las religiones y sus rituales repiten, religan: beber la sangre de Cristo y comer su carne en la comunión de hostia y vino; matarlo una y otra vez, regalándole los tres clavos y la corona de espinas, aunque haya muerto por nosotros o quizá por haber muerto por nosotros. Hay además sacrificios cuya violencia, personalísima, íntima, deja imborrables expresiones en la poesía, la música y el arte. Desde hace siglo y medio no se ha vuelto a perder de vista la oreja de Van Gogh, aquella sacrificada en vano por Raquel, cartílago ensangrentado que nos ha legado, como a un Cristo en dimensión conmovedoramente humana, el autorretrato del desorejado.

 

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Célebre verdugo de la revolución, oficio que heredó de sus abuelos y pasó a sus hijos, constituyéndose una dinastía sanguinaria paralela y al cabo más poderosa que la de los Luises, a la cual le puso punto final al guillotinar al XVI, Chevalier Charles-Henri Sanson de Longval —no me atrevo a cortar su nombre— se estrenó en el descuartizamiento de Damiens. Como parte de la rigurosa tortura previa, el reo fue quemado; en la mano derecha, la que empuñó el cuchillo para atentar contra el rey, con sulfuro; y meticulosamente vertidos en las tetillas, brazos, muslos y pantorrillas atenaceados, con pez ardiente, aceite hirviendo, plomo derretido y aceite y azufre fundidos. Tras la tortura fue entregado a Sanson, que lo castró y luego colocó los arreos a los caballos que se suponía cumplieran la tarea.

Despertando algarabía en la concurrencia, los caballos le arrancaron los brazos; sin embargo, tras muchos esfuerzos por zafarle las piernas, y pese al uso de otros dos caballos, no se logró dejar al tronco vuelto leña. Eso se hizo a cuchillo. Luego de la desmembración efectiva se le declaró muerto. No así: aquello todavía no era póstumo; tenaz, seguía con vida. Se decidió recoger al despedazado, vuelto trozos de carne, hueso y sangre coagulada pero aún vivo, para llevarlo a la hoguera, como exigía la sentencia. Lo poco que quedaba de Robert-Francois Damiens, reducido a cenizas, se echó al viento.

 

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Durante siglos se había criticado un castigo tan lento y cruel. Montaigne, por ejemplo, lamenta en el Libro tercero de los Ensayos  que injuriosamente desmembremos a un hombre vivo. Pero fue solo a raíz del espectáculo en la Place de Grève, de varias horas, que se exigió un cambio en las ejecuciones, pues por su dureza y duración habían flaqueado las fuerzas de todos los protagonistas, la de los caballos tanto como las de la víctima y los verdugos. Para aliviar el sufrimiento del reo y hacer eficiente el proceso, la mecánica debía ser más dinámica. La solución no se hizo esperar. El azar y la necesidad oportunamente dieron con la alternativa provechosa y profética: tajante, velocísima, la guillotina no solo cumplía aliviando el sufrimiento del condenado sino arreando las ejecuciones, como si se adivinara la urgencia de llevar la pena de muerte a una fase industrial.

 


[Imagen de portada: Castigo francés (G. 48) (ca. 1824-1828), de Francisco de Goya]

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