‘Horizon’ y Cyril Connolly

1

En octubre de 1939, Cyril Connolly, Peter Watson y yo planeamos una nueva revista, y una de nuestras tareas más difíciles fue elegir un nombre para ella. Connolly pensó primero en Equinox, con la cita del Fausto  de Marlowe, “Currite equi noctis” [Corred, caballos de la noche], en la portada. Sin embargo, Equinox  resultaba poco original y la cita bastante desalentadora. Durante algún tiempo sopesamos las posibilidades de Orion. Según recuerdo (aunque Connolly parece recordarlo de otra manera) elegimos Horizon  en un momento de desesperación, cuando saqué un ejemplar del Diario  de Gide de la estantería y mis ojos se posaron en la palabra horizonte, que aparecía con bastante frecuencia. (Pero cuando, hace poco, le dije a Connolly que este era mi recuerdo del origen del nombre Horizon, me miró con aire divertido y dijo: “Piénsalo de nuevo, Stephen. Si te esfuerzas lo suficiente, recordarás que lo primero que se te ocurrió fue ese nombre.”)

Insertamos algunos anuncios de un cuarto de página en los semanarios literarios. Doscientas o trescientas personas llenaron el pequeño formulario que formaba parte del anuncio, y esos fueron los primeros suscriptores de Horizon. Comenzamos a editar en el departamento de Bloomsbury donde yo había vivido con mi primera esposa. La secretaria y el gerente comercial usaban el largo escritorio negro con incrustaciones que yo había hecho construir en Hammersmith. Connolly se sentaba a leer los manuscritos en la silla editorial junto a la ventana, mirando de vez en cuando al cielo para ver si se acercaba algún avión alemán ya que durante ese período de la “falsa guerra” hubo constantes alarmas falsas, y esperábamos un bombardeo que demolería distritos enteros de Londres. Cuando llegaron las bombas tuvimos que evacuar, e irnos unas semanas a Thurlstone, en Devonshire.

El primer número de Horizon, que apareció en enero de 1940, tuvo una segunda edición en la que se corrigieron una o dos erratas. En su editorial para el segundo número, Connolly discutió la recepción que los críticos habían dispensado al primero: “En un rápido repaso al primer número, se ve que el editorial es evasivo y cauteloso, la poesía, anticuada (excepto Auden, que es oscuro), Priestley es Priestley, Grigson, rencoroso; Bates es Bates. Hay demasiados artículos políticos y, aunque está llena de cosas aburridas, la revista también resulta demasiado pequeña. Otra línea de ataque es conceder que el primer número resulta interesante, antes de añadir que es mediocre y resabioso. La tercera consiste en abandonar a su suerte el contenido y atacar su política o ausencia de política, ‘Horizon  está llena de cosas bonitas pero… ¿debe una revista estar llena de cosas bonitas? ¿No debería defender algo? ¿Estar animada por un propósito serio? ¿Ir a alguna parte?’”.

La política de Connolly era publicar lo que le gustaba. Esto incluyó, sobre todo en los primeros números, el trabajo de varios jóvenes poetas desconocidos, entre los que estaban Laurie Lee, W. R. Rodgers, Adam Drinan, Francis Scarfe y varios más, algunos de los cuales se volvieron después muy famosos. Pero preferir a los jóvenes sobre los viejos, apoyar un movimiento o seguir a un partido no era la función de Horizon. Aunque Connolly era inconsistente, enérgico, entusiasta, indolente, interesado y aburrido por turnos, defendía sus puntos de vista con pasión y, en general, con buen criterio; además, sobrellevaba las críticas adversas con una ecuanimidad que me asombró, porque sabía que, sobre todo en sus relaciones personales, se preocupaba mucho por agradar. Había días en que si le mostraba un poema de algún poeta al que creía digno de apoyo, me lo devolvía diciendo: “¿Estás seguro de que dentro de veinte años alguien querrá leerlo?”.En otras ocasiones, parecía mostrar un criterio más relajado. Sin embargo, lo cierto es que Horizon  siempre fue su revista.

En su papel de editor era como un cocinero: cada número proponía un nuevo plato con un sabor nuevo. A veces los lectores manifestaban sus objeciones, lo encontraban demasiado ligero, o demasiado dulce, demasiado espeso o demasiado pesado, pero de algún modo Connolly había creado en ellos la necesidad de probar más cosas. O, para cambiar de metáfora, Connolly estableció una especie de coqueteo editorial con sus lectores, de tal manera que, en cierto sentido, compartía con ellos sus estados de ánimo, sus gustos, sus fantasías, su generosa entrega de sí mismo, todo eso combinado con su temperamental timidez.

Empezamos por invitar a algunos de los escritores vivos más conocidos a que nos enviasen colaboraciones. Uno de ellos, de fama mundial, respondió con un trabajo extenso y para nada indigno de él. Cuando ya estaba en pruebas, Connolly, al leerlo impreso, lo rechazó. En otra ocasión, estaba con él cuando un escritor se presentó con las palabras: “Sr. Connolly, ¿por qué no ha publicado un artículo mío que aceptó hace seis meses?” Connolly le ripostó: “Porque era lo suficientemente bueno para ser maquetado, pero no lo bastante para publicarlo”.

Connolly y yo no siempre estuvimos de acuerdo con la política de Horizon. Yo quería incluir más poemas de autores jóvenes de los que él estaba dispuesto a admitir. En parte quería hacerlo por principio, para tener “a los jóvenes de nuestro lado”; en parte me influyó el hecho de que tenía varios protegidos cuyo trabajo admiraba. También deseaba que Horizon  tuviera una política editorial más consistente y “responsable” sobre el mundo de la guerra y la posguerra, en lugar de su mezcla de quejas, sátira, nostalgia e incursiones ocasionales en los mundos proféticos de estrategas como el general Fuller o Liddell Hart, o de la psicología psicosomática. Mirando hacia atrás, ahora veo que si me hubiera salido con la mía habríamos sido concienzudos y moralistas, aunque sigo pensando que una buena revista debería poder tener una política claramente definida.

 

2

La fuerza de Horizon  residía en la vitalidad y la idiosincrasia de su editor. A mí, que empezaba a preocuparme por planificar la Gran Bretaña de la postguerra, defendiendo la democracia, animando a los escritores jóvenes, etc., me desconcertó encontrarme con un editor que mostraba muy poco sentido de la responsabilidad en estos aspectos. Sus editoriales eran brillantes, caprichosos, inconsistentes, a veces petulantes. Pero escribía con un estilo que en ocasiones era como una voz que pronunciase palabras melosas en latín; y cuando, por ejemplo, describía una anémona de mar sobre una roca vista a través de los planos distorsionados de las olas, yo veía el punto de aquel encanto suyo de la época de Thurlstone: sus salidas vespertinas, vestido con un jersey y pantalones cortos, armado de balde, red y pala, camino a los estanques de roca y arena a lo largo de la playa durante la bajamar, donde clavaba los ojos, mientras pinchaba el fondo arenoso con su red de mano. Al describir estas expediciones, Connolly era un magnífico imitador. Podía ser un camarón, un cangrejo o una langosta escondidos en la grieta de una roca, mientras describía sus intentos de atrapar uno.

Connolly es, creo, el mejor parodista vivo, un juicio con el que probablemente coincidirán los lectores de The Condemned Playground. Para él la parodia constituye una respuesta espontánea e inmediata que brota de sus labios veinte veces al día, con engañosa amabilidad. Por las tardes, en Thurlstone, escuchábamos las noticias de las seis. Con su refinada dicción, los locutores de la BBC citaban las declaraciones de los pilotos. “Le dimos (pausa larga) a los boches (pausa larga, seguida de tres palabras pronunciadas muy rápido) un muy buen (pausa larga) revolcón”. Tan pronto terminaba el informativo, Connolly continuaba, con la misma entonación del locutor de la BBC, haciendo el relato de su conflicto con un camarón.

Mientras se nos hacía evidente el horror de las bombas, la mente de Connolly contemplaba fantasías de cosas peores por venir, y como cenaba a menudo con altos cargos, su imaginación se alimentaba de las sugerencias que le habían arrojado. Tenía un gran conocimiento sobre las armas secretas llamadas “sofás voladores”, “puros”, “lápices” y similares, mucho antes que los V-l o los V-2. A veces, el gastrónomo que había en él se fusionaba con el estratega militar que había escrito una brillante sátira sobre el tema “Cómo atrapar un tanque”, firmada por BearColonel Connolly; y llegó a especular con la idea algo ilusoria de que los alemanes nos gasearían con algo bastante inofensivo que nos dejaría inconscientes durante unos días, mientras ellos invadían. Cuando despertábamos de nuestro agradable sueño, veíamos, según recuerdo, camareros alemanes descendiendo en paracaídas, sirviéndonos bistecs para reconfortar nuestros cuerpos mientras nuestra hostilidad menguaba. Otra arma, cuyos efectos a veces él sospechaba que los alemanes usaban contra nosotros, era la transmisión de una nota alta, tan alta que en realidad nadie podía oírla, pero que, sin embargo, penetraba a través de nuestros cráneos, debilitando nuestras voluntades con su estridente e incesante monotonía.

En nuestra relación personal, Connolly y yo nos llevábamos bien porque, aunque la mayor parte del tiempo estábamos en armonía, sabíamos que había momentos en los que simplemente teníamos que dejar de vernos por un tiempo. Llegamos a una etapa en la que nos veíamos a través de los demás, pero nuestra transparencia era de las que apuntaba hacia algo mejor que las cualidades por las que cada uno era visto. Más allá de lo falso, el otro veía algo absurdo, y algo que podía ser respetado. A veces teníamos broncas, pero siempre las frenaba el toque salvífico del absurdo.

Doy un ejemplo de una de nuestras peleas periódicas. Un día Connolly me pidió que le diera mi parecer sobre una emisión dedicada a los poetas de la década de 1930, que él acababa de escribir para el Servicio del Este de la BBC. Leí su discurso con cierto asombro. Decía que las cualidades sobresalientes de los poetas de esa década eran su diligencia y su capacidad para publicitarse. El único del grupo en que podía encontrarse algo admirable era Auden.

Le devolví el manuscrito con algo de tristeza, diciéndole que me parecía excelente y que sin duda debía emitir el programa. Estaba decidido a no justificar su acusación de que yo me publicitaba tratando de influir en cualquier publicidad que quisiera darme. Después de esto, evité su compañía durante varios días, durante los cuales les hice saber a los amigos comunes lo molesto que estaba. Después de unos días, recibí una carta de Connolly diciendo que lamentaba que yo estuviera molesto, pero que había pensado que me daría cuenta de que su transmisión era “sólo para la India”. Al principio, la insinuación de que pensaba que a mí no me importaba nada lo que él pensara de mí si sólo se lo decía a los hindúes o a los británicos de la India, me impactó. Pero poco a poco el hecho de que este incidente fuera tan exquisitamente Connollyzado  me consoló y me divirtió. Porque vi que sólo en parte quería decir lo que había escrito. Se había permitido mostrarse displicente en una ocasión que no creyó importante. “Es sólo para la India” se convirtió después en una frase con la que a menudo me he consolado.

Una de sus características más encantadoras era su franqueza sobre los sentimientos propios. Podía estallar en cólera, expresar algún deseo casi inadmisible, decirte exactamente lo que pensaba de ti, pero todo con un aire de confidencia que reclamaba tu simpatía, incluso contra ti mismo. Detrás de cualquier cosa que hacía o decía se transparentaba todo su carácter como un paisaje, a veces hermoso (con estanques rocosos y valles), a veces encapotado por el mal tiempo y genial incluso en su malhumor porque mostraba cierta genialidad.

Connolly admitía a menudo que, por alguna razón, estaba irracionalmente celoso de mí y me suplicaba que hiciera algo para evitar las pesadillas que lo angustiaban. Una vez, durante la guerra, viajamos juntos a Dublín por invitación de la Sociedad Filosófica de la Universidad de esa ciudad. Connolly, que se quedó con John Betjeman, entonces agregado de prensa de la embajada británica, fue recibido por De Valera y entretenido por la intelectualidad francesa e irlandesa. A mí me enviaron al campo, a unas millas de Dublín, con un profesor y su esposa. Mis anfitriones eran encantadores e inteligentes, y no podría haber sido más feliz de lo que fui con ellos, pero sin embargo mi estancia no proporcionó una explicación racional para las angustiosas pesadillas que surgieron en la mente de Connolly, arruinándole (como se quejó) su sueño. Cada noche, después de sus cenas en la Embajada, lo atormentaban sueños en los que yo era recibido en brillantes reuniones a las que él no estaba invitado. Tiempo después me confesó que uno de sus peores temores era que algún día se imprimiera un retrato mío en un sello de correos, emitido por la UNESCO o algún otro organismo mundial, ¡que él tendría que lamer para poder franquear sus cartas desde algún lugar donde vivía en oscuro retiro!

Así que nuestra relación siempre rayaba en lo absurdo, más allá de la impulsividad suya y la mojigatería mía, cosas que nos irritaban mutuamente. En cierto momento, nuestra animosidad se disolvía en risas. Y, de cierto modo, esta risa fue quizás lo más serio de todo, y tal vez fue incluso lo que atrajo a los lectores de Horizon.

En 1941 decidí que la revista podía funcionar perfectamente sin mí, bajo la dirección exclusiva de Connolly. Continuó durante diez años, en total. Lo que pasaba era que la gente quería verlo, incluso si a veces se enojaban cuando él llegaba. Era como una persona que, por mucho que te moleste, te provoca interés, curiosidad, amor e indignación. Estuvo lleno de sorpresas como su Begging Bowl  [Cuenco de Limosnas], en que solicitaba regalos de los lectores para los escritores, o sus números dedicados a imprimir un solo relato, como The Loved One  de Evelyn Waugh, o The Oasis  de Mary McCarthy.

Hacia el final de esos diez años, en la segunda mitad de 1949, Horizon  mostró signos evidentes de cansancio editorial y, al completar la década, Connolly la cerró. Se despidió de su público con uno de sus editoriales característicos, que era una fina mezcla de ironía, acusación, arrepentimiento, nostalgia y encantadoras confesiones personales. El público tenía la culpa por no apoyar a Horizon  cuando habían apoyado tantas causas menos valiosas; los mejores escritores escribían guiones de radio y panfletos oficiales en lugar de dedicarse a la literatura; el editor estaba cansado; de todos modos, ninguna revista debía de durar más de diez años; probablemente Horizon  volvería a empezar de nuevo dentro de un año.

Se podrían dar muchas respuestas a todas estas acusaciones. Si Horizon  hubiera tenido una gestión más eficiente, habría perdido menos dinero; en realidad, no se ha hecho ningún gran esfuerzo en los últimos meses para animar a los mejores escritores a que colaboren con la revista; y, finalmente, un público considerable a ambos lados del Atlántico la apoyaba con devoción. Aun así, estos argumentos no habrían sido realmente adecuados, pues el clima público ya no era uno en el que Connolly pudiera trabajar con entusiasmo. La decadencia de un buen ambiente literario para producir revistas es sin duda parte de nuestra situación nacional. Al menos otras cuatro revistas han seguido el camino de Horizon  en 1950.

Cuando le llevé a Connolly las galeradas de mi autobiografía que incluían algunas de las páginas anteriores, me dijo: (a) que le gustaba mi libro; (b) que pensaba que debería haber más sobre él; (c) que hubiera podido ser mucho más desagradable con él si hubiera escrito más: de hecho, no había sido lo bastante desagradable. Dicho todo esto, señaló diez o doce pequeñas erratas que había corregido meticulosamente, sobre todo en la parte sobre España. Su generosidad en el aprecio, que siempre le permitía superar los sentimientos más mezquinos, en fin, su pasión literaria, me recordó aquella época en que lo visitaba al mediodía y lo encontraba tirado en la cama, viva imagen del hombre de letras que escribe de mala gana (aunque con poco más de cuarenta años había escrito cuatro libros mejores que la mayoría de los de nuestra generación), leyendo a Catulo o ansioso por discutir la métrica del poema de Tennyson “The Daisy”.

 


[Traducción de Ernesto Hernández Busto.
Este artículo fue publicado en la sección “Books and Men” de la revista The Atlantic, en diciembre de 1950.]

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