Roy de pie, ante la ventana de su cuarto que ofrecía una visión panorámica de la Avenida San Miguel en la urbanización Santa Isabel, observó la frescura de la brisa vespertina, a pocos minutos del crepúsculo del atardecer. Pensó que era una hora deliciosa, decorada por el vibrante cielo rojizo de Piura, en el instante previo al entreluces. Envuelto en la tenue atmósfera iluminada por los postes de luz que empezaban a encenderse, Roy recordó la noche anterior pasada en la casa del poeta Alberto Alarcón en el barrio de Pachitea. Hasta allí había llegado con Sigfredo Burneo, su amigo querido y compinche de publicadas aventuras poéticas como las plaquetas Sueños de Ecce Homo y Niebla púrpura, a la par que, con Alarcón, Sigi lanzó El cuchillo entre los dientes. Y por su parte Alberto editaba la revista Papeles del payador. Dorados y hermosos días de aquella collerita de jóvenes poetas para quienes vivir significaba permanecer en esa sensitiva esfera del desatino llamada poesía.
Una formidable noche bien rociada de cervezas en casa de Alarcón, en cuyo frontis aguardaba al tiempo, impávida, sentada junto a la puerta de entrada, una anciana mujer de larguísimos y blancos cabellos sueltos hacia su regazo, vestida íntegramente de negro con la falda hasta el suelo y de edad incalculable, a la que Sigfredo llamaba impunemente Úrsula Iguarán. La fiesta comenzó temprano. El Negro Alarcón vivía allí con su esposa Nelly y sus menores hijos, entre los que destacaba la pequeña Lira. Y muy cerca, a la vuelta de la casa, moraba Matilde Ordinola, archiconocida maestra piurana, líder del SUTEP con quien Alberto mantenía una relación sentimental. En un aparte, Sigfredo le espeta al Negro:
—Qué pendejo, aquí tienes a tu mujer y al costado a tu amante.
—Shhh, suave, hermano, no te vaya a escuchar Nelly.
Y la fiesta seguía al compás de la salsa desde un radio a transistores, con Matilde danzando a todo dar, sin zapatos, envuelta en un ajustado pantalón lila y una pulcra blusa blanca que resaltaba su morenía. Roy se lanza al ruedo y tomándola de la mano la lleva por los vericuetos del endiablado ritmo de Héctor Lavoe y Willy Colón: “Pronto llegará el día de mi suerte / la esperanza de mi muerte / te juro que mi suerte cambiará / Ay, cuándo será”.
—Así que tú eres la famosa comunista —le dice Roy.
—¿Y tú qué sabes de eso? —replica ella con agresividad.
—Todo el mundo sabe que tú eres la principal agitadora del SUTEP aquí en Piura —insiste él. Y prosigue con una sonrisa:
—Pero eres la comunista más rica del mundo.
Entonces Matilde se planta en medio de la sala y a voz en cuello profiere:
—¿Quién es este loquito que primero me ataca y luego me elogia?
—A ver: que diga algo el patriarca de las letras piuranas —interviene Sigfredo.
—Salud, carajo —cierra el momento Alarcón levantando su vaso de cerveza en la mano.
Ese año de 1974, eventualmente algún atardecer, Roy fue a dar a una fiesta en el Country Club en cuyos jardines y terrazas chicos y chicas, entre murmullos y el trago que profusamente circulaba, se desplazaban hasta que Los Gatos Rojos del Chino Wong los ponían a bailar y Chela Ruesta cogía el micro —guapa y escotada— para cantar: “Y volver, volver, volver, / a tus brazos otra vez”, emocionando a la concurrencia con su grave y sensualísima voz. Paraba Roy en esos días con sus dos patas más cercanos: Oswaldo Angulo y Manuel Arrese, ex compañeros de colegio, vagando mañana, tarde y noche en el Fiat 600 que su padre le había regalado cuando ingresó a la Universidad de Piura —la Privada— y fumando marihuana hasta hartarse. Pero la actividad en la que ponía más atención consistía en dedicarse a escribir poesía y visitar a Sigfredo Burneo y —muchas veces juntos— a Alberto Alarcón, los dos únicos y solitarios poetas existentes en la Piura de aquel entonces. Siempre se sorprendía Roy escuchando el agudo sonido de la sirena de la fábrica de jabón, contigua a Santa Isabel, en los momentos más inesperados. O era de pronto el gran reloj de péndulo, instalado en una pared del comedor de su casa. Tal vez se le confundían. Salía entonces a la calle, se metía al Chechento y atravesaba todo Piura para llegar a la casa de Sigfredo en la calle Cuzco, a un paso de la Avenida Bolognesi.
Preparaban la plaquette de poesía Sueños de Ecce Homo, que fue comentada como Piura erótica en una nota del crítico José Miguel Oviedo en su columna “Las peras del olmo” del Dominical de El Comercio, para júbilo de Sigi y Roy, quienes poco tiempo después lanzaron Niebla púrpura, el nombre de una famosa canción de Jimmy Hendrix, en ocasión de una lectura de poesía realizada en el Club Grau a instancias de la oficina de Proyección Social de la Universidad Nacional de Piura. Los dos amigos publicaron también La peca de la jirafa editada por Roy con poemas de los jóvenes de Lima Armando Arteaga, Luis La Hoz y Oscar Aragón. De pronto el sol ya no brillaba con ese increíble ardor del mediodía piurano. La carretera principiaba a oscurecer con el descenso del crepúsculo. Iban rumbo al Siete y medio. Algún algarrobo sumaba su desaparecida sombra a la penumbra natural y un par de cabras solitarias corrían deglutiendo papeles sucios, abandonados por el viento. A esa hora empezaba a refrescar. Habían recogido a Ricardo Cevallos de su casa en la Avenida Tacna de Castilla. Llegaron. Roy cuadró el Fiat 600 a un costado. No era como cuando fue con Kiko y Jimmy el día de su santo: Diana echada de lado en calzón y sostén blancos. Las paredes rosadas. No podría saber qué pasaba por la cabeza de Cevallos quien decía es muy luctuoso lo que acabo de ver qué sufrimiento pobres mujeres pero Karina una negrota con su bikini raído de lentejuelas tú te la cachas primero no no mejor entra tú primero después Yovera como decía la Vaca Seminario en Quinto de media ya estaban allí con Sigi y Cevallos pero nos dedicábamos a mirar nomás Piura lejos podía meterme donde Charo la chiclayana qué rico de costado le gustaba y me daba un chape con sus ojos negros pintados guapa cuidado que te quemas hablaba Cevallos todavía quería meterse de cura lo visité en el Seminario de Trujillo y Jimmy se sacó la verga para orinar donde la Saperoco y de un camión le gritan qué buena pinga ¿Te gusta? contestó Jimmy pero ese día nadie cachó fue pura literatura.
Cuando Roy llegó a Lima, se sentía muy solo y deambulaba por el Cercado. Se metía a cuanta librería encontrara a su paso, le gustaba inmiscuirse entre la muchedumbre de la Avenida Abancay, el Parque Universitario y la Colmena. Vivía en la urbanización Villacampa, en el popular distrito del Rímac, sin conocer allí a nadie. Su vida consistía en salir a la calle y tomar el bussing de la línea 59-B para alcanzar la esquina del entonces Ministerio de Educación, entre Abancay y Colmena, y entregarse a la ciudad, gozando de su soledad. Así perdía el tiempo por las arterias del Centro. Curioso de todo lo que podría ofrecerle esa, a la sazón, desconocida e inmensa metrópoli, monstruo urbano que se ganó su corazón y le causó, poco a poco, una intensa fascinación. Entonces al volver a su casa escribía:
Lo que más me gusta es caminar, vagar, deambular por las calles del Centro de Lima, el Cercado; pero no me siento cercado, sino todo lo contrario: me percibo liberado, perfectamente libre, entregado a la multitud que llena totalmente la Avenida Abancay y avanzar entre ambulantes, tiendas, letreros comerciales, apagados avisos de neón y gente, más y más gente, apurada, nerviosa o tranquila, pero siguiendo la ruta de su incierto e ignorado destino. Muchedumbre anónima, marejada humana multitudinaria que recorre la ancha vereda de la avenida y llega —conmigo— a la esquina del inmenso edificio del Ministerio de Educación, y toma Colmena Izquierda, profusa de nuevo, repleta de transeúntes entre los que me envuelvo, inmiscuyéndome entre la masa compacta, en la que yo respiro alucinado por tanta cantidad de personas y dentro de la cual soy un número más, otro anónimo inserto en el tráfago de la ciudad, despistado, perdido y feliz de no ser nadie, de desaparecer en ese mar humano que me conduce a ninguna parte porque yo voy de un lado a otro, sin una meta fija, sino solo guiado por el placer de clavarme entre el río de las calles y avenidas, que se descubren para mí como el paraíso de mi más augusta y profunda soledad.
Estando en Lima, sabía que jamás volvería a vivir en Piura, su pueblo natal y donde creció hasta los dieciocho años, momento en el que empezó a irse a Lima durante el verano de 1974. Recordaba los veranos anteriores, aquellos de su pubertad y adolescencia, pasados en el balneario de San Pedro, atravesando el valle del río Bajo-Piura. Recordaba a las chicas de la playa. A las hermanas Coronado, Silvia y Blanqui, portadoras de infinita dulzura en sus ajustados biquinis juveniles. Pero sobre todo a Camiche Seminario, maravilloso cuerpo, fresca sonrisa, un poquito mayor, frisando los veinte tal vez, rubia piel canela bajo el solazo piurano incomparable; junto a Ceci Anticona, amiga de Roy, su única amiga, orillando su tímida soledad de entonces.
No sabía bien por qué le gustaba rememorar los veranos de San Pedro. Quizá, pensaba, porque solo allí, algunas veces, se había sentido ligero; sin esa pesadez en el cuerpo que lo agobiaba cotidianamente. O tal vez porque en la playa —como en ningún otro lugar— dejaba de sentirse un nerd, condición en la que se autopercibía todo el tiempo. De pronto recordaba la débil brisa de las noches en San Pedro, su calma intensa susurrando sobre las dunas del desierto de Sechura. El ondulante sentido del viento de súbito removía las aguas vibrantes del estero y la brillante superficie marítima emitía fuegos fatuos, reflejando las pulcras estrellas en la costera oscuridad silente del norte del Perú.