La razón en la caballería

“La revolución –escribe Barthes en El grado cero de la escritura– fue, por excelencia, una de esas grandes circunstancias en que la verdad, por la sangre que cuesta, se hace tan pesada que requiere, para expresarse, las formas mismas de la amplificación teatral. La escritura revolucionaria fue ese gesto enfático que continuaba el cadalso cotidiano” (Barthes, 1953). De manera semejante, podría decirse que en Cuba la “salida de bramidos” de Martí continuó el incendio de la Guerra Grande –un incendio que había comenzado con la quema de Bayamo y se había expandido gracias a esa arma asoladora de los insurrectos que fue la tea incendiaria. En su discurso del 10 de octubre de 1889, afirmaba Martí: “Sí, aquellos tiempos fueron maravillosos. Hay tiempos de maravilla, en que para restablecer el equilibrio interrumpido por la violación de los derechos esenciales a la paz de los pueblos, aparece la guerra, que es un ahorro de tiempo y de desdicha, y consume los obstáculos al bienestar del hombre en una conflagración purificadora y necesaria” (Martí, 1975, p. 236).

Los carbones encendidos crepitan también en los Episodios de la revolución cubana de Manuel de la Cruz. Este gran panegírico de los héroes de la Guerra del 68 se escribió con la vista encandilada por el fuego. “Cúpome en suerte bosquejar el primero la épica leyenda, y lo hice entre rompimientos de gloria, como que de propósito compuse un libro de devoción patriótica, para que fuese a sacudir y a conmover el corazón cubano” (De la Cruz, 1967, p. 12), confiesa el autor en carta a Manuel Sanguily. En 1890, eliminada la censura por el gobierno colonial, el libro de Manuel de la Cruz venía oportunamente a funcionar como propaganda separatista, junto a libros como A pie y descalzo de Ramón Roa, aparecido en el propio 1890, y Desde Yara hasta el Zanjón de Enrique Collazo, publicado tres años más tarde, máximos ejemplos de eso que Ambrosio Fornet llamó “literatura de campaña”, que fue crucial en el debate de ideas de aquel lustro anterior al comienzo de la Guerra del 95.

Si Roa se proponía contar con crudeza los hechos en que había participado tras su desembarco por Trinidad, y Collazo proponer, por medio de su testimonio, una tesis sobre la causa que había conducido al Pacto del Zanjón, Manuel de la Cruz pretende otra cosa: atrapar, a través de la narración de algunos hechos singulares, el espíritu mismo de la Revolución. La unidad de los Episodios no está en la cronología ni tampoco en los personajes, sino en la poderosa imagen de una caballería mitológica: el mambí es “centauro ágil y brioso, moviendo la hoja flamígera” (De la Cruz, 1967, p. 66). Como cuadros de Caspar David Friedrich, las épicas escenas recreadas aquí son francamente sublimes: “El brigadier González Guerra coronó la altura. Perfilóse en la cumbre gigantesco y soberbio, como la efigie simbólica de nuestra caballería, como la imagen viva de la audacia y el valor de nuestros centauros, teniendo por pedestal la montaña orillada por el abismo y arrullada por los mugidos del río” (De la Cruz, 1967, p. 95).

Es por ello que, con los discursos de Martí, es el libro singularísimo de Manuel de la Cruz el que vendrá a conformar el núcleo de fuego del discurso independentista, su forma canónica. Si Roa y Collazo son meros “escribientes” –para usar la conocida distinción de Barthes–, Martí y De la Cruz son escritores. Aunque las escrituras de estos tengan también un carácter instrumental, propagandístico, hay en ellas, en el característico barroquismo del discurso martiano y en el preciosismo de Manuel de la Cruz, un “plus”, un exceso que mucho contribuye a transmitir la “fisonomía peculiar, distinta y propia de la Revolución”. Como hecha para ser pintada en las paredes de los futuros edificios de la República, esta imagen romántica, lírica de la guerra, es ciertamente distinta de aquella otra más prosaica de Collazo y Roa, quienes habían participado en la contienda. Muy a salvo del síndrome de Fabrizio del Dongo, Martí y Manuel de la Cruz perciben la guerra desde fuera, como un espectáculo. En los héroes del 68 vieron, como Hegel en los invencibles ejércitos de Napoleón, no ya hombres sino “la razón a caballo”.

Algo de esa visión se retoma, décadas después, en Caballería (Raúl Corrales, 1960), una de las fotos emblemáticas de la Revolución de 1959. En ella se observa a un grupo de jinetes portando banderas cubanas cuando penetraban en un latifundio norteamericano intervenido en virtud de la primera Ley de Reforma Agraria. Hay un halo épico, una grandilocuencia en esa imagen que no encontramos, por cierto, en los Pasajes de la guerra revolucionaria de Ernesto Guevara. Si este libro testimonial no abunda en escenas de heroísmo, acá se trata de crear una imagen heroica de la guerra a posteriori. Más que un documento, la foto es casi una dramatización: la revolución convertida ya en espectáculo. Los caballos remiten al ejército zapatista durante la Revolución Mexicana, pero también, sobre todo, a los mambises cubanos.

La revolución crea a sus precursores; en su discurso del 1 de enero de 1959, ya Fidel Castro, que unos días atrás había pasado por Mangos de Baraguá, “veía revivir aquellos hombres con sus sacrificios, con aquellos sacrificios que nosotros hemos conocido también de cerca”. Son muchas las obras de los sesenta que destacan la continuidad entre las guerras de independencia y la lucha antibatistiana. Por ejemplo, en la obra de teatro El general Antonio estuvo aquí (1961) de Manuel Reguera y Saumell, el paralelismo es obvio: durante la guerra del 95 Antonio Maceo visitó la hacienda de doña Mariana; para evitar que cayera en poder de los españoles, la familia decide prenderle fuego; en el presente revolucionario, tras la visita del Comandante y ante el avance de las tropas de Batista, los descendientes de la matriarca piensan hacer lo mismo.

En otros escritos de la época la referencia a los mambises es menos explícita; algunos regresan a los textos de Martí y Manuel de la Cruz, no ya mediante la cita sino a través de la paráfrasis o incluso del plagio. Echan, así, nueva luz sobre aquellos textos canónicos del discurso independentista, que a su vez iluminan, “a la distancia de cien años”, la ansiedad de una escritura atravesada por eso que René Depestre llamó “el complejo de Sierra Maestra”. En la primera sección de Los condenados de plata, un fragmento de una novela titulada El año 59, que Carpentier no llegó a terminar, el protagonista afirma:

Ellos habían estado. Nosotros no habíamos estado allá, en las cimas, en los picos, cuya visión, tenida únicamente a través de tratados de geografía elemental, de libros ilustrados, se nos había quedado en nociones buenas para maquetas de configuraciones orográficas o de mapas de relieve. Ellos –esos que nos miraban sin mirarnos– habían medido las cumbres con sus pasos de hombres; habían dormido, sesgados, en las laderas, sabían de amaneceres distintos a los que se veían, abajo, en los llanos y en las tierras –tierras coloradas, tierras negras– que eran las de nuestros campos […] A veces se les interrogaba, cuando el atrevimiento era grande, sobre sus hechos, sus recuerdos, sus vidas. Ellos contaban, entre silencios, enlazando monosílabos, parcamente –acostumbrados a hablar poco–, de batallas aún recientes, de marchas agotantes, bajo la lluvia, de muertes de compañeros (de nombres mudos, para nosotros) caídos en la acción (Carpentier, 1972, p. 12).

Este pasaje, ¿no recuerda a aquel de la célebre lectura en Steck Hall donde Martí se refería a aquella porción de cubanos para los que “la heroica resistencia de los revolucionarios era, a modo de sueño y de leyenda, lejana maravilla”? (Martí, 1975, p. 196). Continuaba allí Martí:

No tuvieron hijos bajo chozas fabricadas por sus manos, estallando el rayo arriba, y entorno los fusiles. No anduvieron desnudos por los campos. No aplaudieron a oradores que hablaban a la vez con la lengua y con el rifle. No hicieron por la noche la pólvora con que por la mañana habían de saludar valientemente el día. No sufrieron los dolores de Job. No los inflamaron los héroes con sus alientos. Los caballos que arrebataron del seno enemigo a un soldado que cumplía entonces con su deber, no pasaron, con carrera fantástica, a sus ojos (Martí, 1975, p. 196).

La imagen del caballo regresa una y otra vez en estos discursos donde, cada 10 de octubre, Martí contrapone la acción, junto a su auxiliar la palabra revolucionaria, a la mera palabra de los “políticos de papel”. En su arenga en Hardman Hall, en 1891, empieza diciendo que no viene a hablar “como gusanos” sino “a caballo”, y pronuncia una de sus célebres frases: “¡La razón, si quiere guiar, tiene que entrar en la caballería!” (Martí, 1975, p. 216). Esta reivindicación de la violencia revolucionaria se dirigía, evidentemente, contra los autonomistas, representantes de esa otra razón ya no poética sino esencialmente crítica, que argumentaba sobre la inconveniencia de una nueva guerra, proponiendo un camino más lento, menos traumático, hacia el autogobierno.

“La prudencia puede refrenar, pero el fuego no sabe morir” (Martí, 1975, p. 185), dice Martí el 10 de octubre de 1887. En sus discursos, un buen número de imágenes de resonancia bíblica y romántica expresan el sentido purificador que él atribuye a la guerra revolucionaria. Martí insiste en que es tanto el caudal de hazaña y patriotismo de “aquella década magnífica”, que los recuerdos de la misma no pueden morir. “Los que en comunidad vivieron […], en comunidad vuelven a vivir. Y los muertos entonces cobran forma” (Martí, 1975, p. 189). Los muertos aparecen una y otra vez en los escritos de Martí, desde aquella imagen terrible de La República española ante la Revolución cubana –los cadáveres de los caídos de la guerra que llenan el abismo entre España y Cuba–, donde se anuncia ya lo que, en muchos de los discursos pronunciados después del fin de la Guerra de los Diez Años, será el gran tema de la propaganda martiana: la presentación de la “revolución cubana” como lo que había sido según Michelet la Revolución para los franceses: una “leyenda de unidad nacional”.

En el discurso martiano, los muertos deben encarnar de nuevo. “El espíritu de los muertos pasa a alentar el alma de los vivos. Los viejos héroes, acostumbrados a la gloria, vuelven a buscarla. […] Ya cabalgan de nuevo los jinetes de hierro” (Martí, 1926, p. 342). Este motivo, el de la necesidad de recobrar los fantasmas de la pasada epopeya, aparece en uno de los escritos más singulares de todos los que abordaron el tema de los Cien Años de Lucha: el relato de Antonio Benítez Rojo titulado “Heroica”. “¿Por qué no desgranar hazañas junto a la hoguera del mito? ¿Por qué sepultar tanto fantasma ejemplar, por qué no soñarlos y delirarlos entre cueros y guitarras hasta sentir el calor que despioja el alma, que la cepilla y la lustra después de izarla de la cloaca, que la enrola bajo la pólvora, y el panfleto de la cruzada que le ha tocado vivir a uno?” (Benítez Rojo, 1976, p. 277), preguntaba ahí el autor, retomando no sólo la idea martiana de encarnar el espíritu de los muertos gloriosos sino también algo de la retórica inflamada de Martí. Este pasaje se encuentra al final de la primera de las dos secciones que componen el relato, las cuales ofrecen un contraste entre la vida contemplativa y la acción revolucionaria.

En “El Hombre de la Poltrona”, que aborda la lucha antibatistiana, vamos conociendo, por medio de ese tipo de narración extremadamente densa y llena de flashbacks característica de los cuentos de Benítez Rojo, que el protagonista ha traicionado a sus camaradas de armas al negarse a ajusticiar a Leónidas María Fowler, un esbirro batistiano; poco después este ve por casualidad desde su auto a Mirna, la esposa de aquel, caminando por la calle, la secuestra y la viola, y de ahí nace una hija, ya una adolescente en el momento de la narración, que es el año de 1971. El Hombre de la Poltrona aparece siempre leyendo, en su apartamento típicamente burgués: es un “antihéroe moderno”. “Apestado de la ironía de los protagonistas contemporáneos, del cinismo estoico y paralizador que proclama la absurdidad del mundo como credo, desechará estratagemas y planes de ataque” (Benítez Rojo, 1976, p. 275). En su inacción está su pecado, y en él su penitencia, ese peso con el que tiene que vivir día tras día, sin que pueda evadirse mediante la lectura: la presencia de la hija ajena, el fracaso de su matrimonio. Al final de esta parte, el autor, quien ha intervenido una y otra vez en la narración, ofrece al lector la oportunidad de otra historia, donde se elija el “fragor de la epopeya”, y el héroe aparece, ya no sentado en su poltrona sino sobre una silla de montar.

La segunda parte es una recreación de la vida de Ignacio Agramonte, “El Hombre que Cabalga”. Benítez Rojo cita de Joaquín de Agüero y sus contemporáneos, el libro de Miguel Rivas Aguirre, el pasaje sobre el fusilamiento de Agüero el 12 de agosto de 1851, que Agramonte había presenciado de niño, llegando a mojar su pañuelo en la sangre del mártir. Más adelante, Benítez Rojo utiliza literalmente, aunque sin referencia alguna, amplios pasajes de “El rescate de un héroe”, uno de los Episodios de la revolución cubana donde se narra el legendario rescate del brigadier Sanguily por la tropa de Agramonte. Ahora bien, ¿por qué Benítez Rojo hace referencia al libro de Rivas Aguirre y no al de Manuel de la Cruz, que no es una fuente más, sino que ofrece el material mismo de varias páginas de su relato? ¿Por qué escribe que “resulta imprescindible el testimonio de las crónicas”, antes de incluir la larga cita de Joaquín de Agüero y sus contemporáneos(más de una página) y sin embargo pasa sin solución de continuidad al texto de Manuel de la Cruz, en los últimos “cuadros” que componen “El Hombre que Cabalga”?

Quizás se trate de llevar al límite la identidad con aquellos discursos fundacionales: no sólo, como afirmara Fidel Castro en su discurso del 10 de octubre de 1968, que “Nosotros, entonces, hubiéramos sido como ellos; ellos, hoy, hubieran sido como nosotros”, sino que escribimos igual. Esto es, la continuidad entre ellos y nosotros no aparece únicamente, como en otras obras clásicas sobre los mambises –la película La primera carga al machete (1969) de Manuel Octavio Gómez, la canción “El Mayor” (1973) de Silvio Rodríguez– a nivel temático, sino en el propio cuerpo de la escritura, en el texto mismo. El de Rivas Aguirre, publicado en 1951, es un libro de historia, mientras que el libro de Manuel de la Cruz es crónica viva de la revolución. Benítez Rojo no lo cita pero tampoco lo plagia, en el sentido burgués; lo encarna, de manera análoga a cómo según Martí había que encarnar a los muertos del 68 cabalgando de nuevo.

Significativamente, “Heroica” y los Episodios tienen en común un aspecto fundamental del discurso épico revolucionario: el lugar secundario, problemático, del amor. Además de doña Cirila, una mujer mayor que en “El rescate de un héroe” y en “Heroica” ayuda a los insurrectos, el único personaje femenino que aparece en el libro de Manuel de la Cruz representa la tentación de la carne y termina causando la muerte del mambí. En “El teniente Salazar”, un teniente herido es dejado por su compañero de armas al cuidado de su esposa, la sensual Rosa, quien, atraída por él, se le ofrece. Salazar se resiste pero al final cede a la tentación de la carne, para luego suicidarse de un tiro, única manera que encuentra de resarcir a su amigo por la afrenta inferida y recobrar su honor.

En “Heroica”, se deja muy claro que el amor, como la lectura, ha de ser relegado por la acción: “atrás han quedado Espronceda y los jurisconsultos, la delicia cotidiana de la pantufla y el sillón de mimbre, el paseo por la finca soleada. Aunque pronto se encontrará con la bellísima Amalia, sabe que las tardes en que labraba corazones en los árboles de Simoni no pueden volver: el amor también ha de quedar al fondo, un recuerdo inflamado” (Benítez Rojo, 1976, p. 296). En la parte del Antihéroe, el erotismo aparece viciado por la inacción del protagonista, que se significa en una sugerida impotencia sexual; en la parte del Héroe, debe quedar en segundo plano, “más allá del umbral que ha cruzado al galope”; hay potencia, pero esta debe invertirse únicamente en el combate.

En lugar del amor romántico, lo que anima los Episodios de la revolución cubana es el amor a la patria. El hilo que ensarta todos los relatos es justamente ese “patriotismo” que, al decir de Manuel de la Cruz, “a todo provee: él da habilidad, constancia, fuerzas desconocidas, instintos que maravillan, reemplaza al genio” (De la Cruz, 1967, p. 73). En los Episodios, la celebración del patriotismo se asocia, al igual que en los discursos de Martí, a la voluntad de narrar la revolución cubana como el origen de la nación. En medio del fragor del combate y de la sangre de los patriotas había surgido “la familia cubana”. La unidad nacional aparece representada una y otra vez: confraternidad de negros y blancos, de amos y esclavos, ya cubanos por la comunidad del sentimiento patriótico, del compañerismo de la manigua, de la identificación con el paisaje.

En este sentido, podría aventurarse que los Episodios de la revolución cubana jugaron el papel de lo que Doris Sommer, en su estudio de las novelas latinoamericanas del siglo XIX, ha llamado “romances fundacionales”, esas ficciones escritas tras las guerras civiles donde el amor de la pareja heterosexual simboliza la unidad nacional, más allá de diferencias raciales y sociales. Sólo que, en lugar de mezclar amor y patriotismo, en esas crónicas de la guerra que son los Episodios de la Revolución Cubana aquel adquiere absoluta prioridad sobre este; la unidad no se realiza en la unión sentimental sino en la convivencia en el campo de batalla, una comunidad que recuerda a la fraternidad viril celebrada por Malraux en los años treinta. Hay, por cierto, a cita del libro de Manuel de la Cruz en otra obra fundamental del canon de los Cien Años de Lucha, la escena de Lucía donde los mambises desnudos a caballo cargan contra los españoles, en la que esa fraternidad adquiere incluso un leve toque homoerótico (De la Cruz, 1967, p. 144).

Si, según propone Sommer, la literatura del boom cuestiona los romances fundacionales del XIX, revelando la violencia detrás del supuesto encuentro sentimental entre las madres y los padres de la nación, la literatura cubana contemporánea, como ejemplifica el relato de Benítez Rojo, lo que hace, en cambio, es repetir esos romances fundacionales de la guerra que contienen las obras de Martí y Manuel de la Cruz. Lejos de ser objeto de crítica, su aliento romántico y su retórica del heroísmo son amplificados, en un discurso que obviamente proyecta sobre el presente las querellas del pasado: los autonomistas, adversarios de la guerra del 95, son vistos como los padres espirituales de los contrarrevolucionarios del momento. En el prólogo sin firma de la edición de los Episodios en la Colección “Centenario 1868”, leemos:

Manuel de la Cruz, no exento de la influencia ecléctica de la época, con predominio de Hegel, Hipólito Taine, Renán y otros, participa en un movimiento esencialmente intelectualista, la mayoría de cuyos miembros no logra comprender, a cabalidad, la revolución que quieren Martí y Maceo; pero De la Cruz no se dejó arrastrar por ese movimiento tan ciegamente como otros contemporáneos suyos y por ello pudo ver con más claridad al Martí verdadero y la obra que se gestaba. Es cierto que su trinchera no estuvo en el campo de batalla con un fusil en la mano, pero la retaguardia también suele ser trinchera y más con una pluma viva entre los dedos. Por eso no es erróneo expresar que Manuel de la Cruz murió mambí, aunque no de “cara al sol”, radiante de tierra. No olvidemos su época, romántica y burguesa, aunque estos Episodios, a ratos, nos velen ese pensamiento (De la Cruz, 1967, p. 11).

Se trata, evidentemente, de una nota típica de aquellos años en que las editoriales cubanas no dejaron de someter a los clásicos –cubanos o universales– que publicaban a un férreo escrutinio ideológico. Este anónimo prologuista apunta, empero, acaso sin querer a un punto ciego de la escritura “testimonial” de Manuel de la Cruz. Como para Martí, para este los de la Guerra Grande habían sido “tiempos maravillosos”. ¿Cómo atrapar esa magnificencia en la escritura? “La idea predominante en la composición –escribe en el “prólogo del autor”– no ha sido otra que la de fijar el hecho, el cuadro o la línea, como la flor o la mariposa en el escaparate del museo, procurando reproducir la impresión original del que palpitó sobre el trágico escenario” (De la Cruz, 1967, p. 8). Una lectura atenta de este símil revela una cierta contradicción: ¿es acaso la mariposa en el museo una figura apropiada para la intención de “reproducir la impresión original del que palpitó sobre el trágico escenario”? De la Cruz parece querer salvar la distancia que separa a la mariposa disecada de la mariposa viva, el suplemento de la original, la “vida” de su representación escrita. Este “error”, en un símil donde el autor autoriza su trabajo, se deja leer como un signo de que precisamente la persistencia de esa distancia constituye a la escritura.

“Redactado sobre auténticos datos de actores y abonadísimos testigos, utilizando, además, la tradición oral” (De la Cruz, 1967, p. 17), Episodios de la revolución cubana puede considerarse, en efecto, como una escritura informada por la tensión entre la voluntad manifiesta de “reproducir la impresión original del que palpitó sobre el trágico escenario”, y lo que Lionel Gossman, en su estudio de la historiografía romántica, llama la “irrepetible unicidad e intraducibilidad” del suceso (Gossman, 1980, pp. 273-274). En este sentido, cuando Martí, en la elogiosa carta que dirige a De la Cruz tras la lectura del libro, afirma que “Leer eso, para todo el que tenga sangre, es montar a caballo” (De la Cruz, 1981, p. 482), no sólo celebra el éxito del autor en su objetivo de escribir un libro que “moviera el corazón de los cubanos”, sino que, en un sentido más profundo, reconoce el valor de los Episodios al referir la plenitud del deseo imposible que mueve a la escritura. Martí, lector ideal de Manuel de la Cruz, imagina la confusión entre la representación y lo representado; toca el horizonte vislumbrado por el romántico cronista.

Otra fue, significativamente, la opinión de Manuel Sanguily, según el cual la “imaginación visionaria e hiperbólica” de Manuel de la Cruz, que lo veía todo “con un vidrio de aumento”, había convertido “aquel drama humano” en “epopeya extrahumana” (De la Cruz, 1967, p. 12). Justamente, la visión “idealizadora” objetada por Sanguily era para Martí la clave de la ejemplaridad de la obra; la conjunción de lo que llama “su piedad patriótica y su arte literario” hacía de los Episodios un modelo para la escritura de la historia. La continuidad entre las dos guerras, esa que Martí veía amenazada en el libro de Ramón Roa, estaba plenamente asegurada en los Episodios, donde se dejan a un lado las contradicciones internas del bando cubano que ayudaron a dar al traste con la Revolución del 68, para celebrar aquella sublime epopeya cuya expresión, para decirlo con las palabras de Barthes, requería de la “las formas de la amplificación teatral”. Pues él mismo padecía de ese complejo de manigua, Martí capta del todo la nostalgia de la hazaña que late tras la apología de los héroes, evocados como modelo superior que difícilmente podría igualarse: “Ya nada nuevo podemos hacer los que vinimos después. Ellos se han llevado toda la gloria.”

La visión lírica de los Episodios alcanza su apoteosis en el momento de la muerte del patriota. Si Martí termina sus discursos evocando a ese ejército de muertos para que insuflen coraje y energía a los vivos, o insistiendo al pie de sus tumbas en el contrato con ellos firmado, la imagen de la caída en combate recorre el libro de Manuel de la Cruz. “Estábamos en tierra de Cuba, lejos de nuestros hogares, pensábamos en las lágrimas que bañarían las mejillas de nuestras madres, en los afectos que dejábamos para ir espontáneamente al sacrificio; pronto nuestra sangre teñiría la gallarda bandera de la patria que copia en sus colores el azul de nuestro cielo y la estrella melancólica de nuestros crepúsculos” (De la Cruz, 1967, p. 12). Aquí, la muerte es imaginada por los patriotas, ese nosotros que habla, a partir de una imagen cromática que, de alguna manera, la sublima, la estetiza. Una serie de transposiciones figuran la cohesión del grupo: la sangre, que de hecho tiñe la tierra, se vierte sobre el rojo de la bandera, con lo que se sella una especie de pacto inquebrantable entre los héroes y la patria, y entre ellos mismos, que longevaran uno en el momento sublime. No por azar se reafirma la motivación de la relación que une la patria a su icono: la bandera copia el cielo y la estrella de Cuba. En estos momentos, el paisaje no es ya sólo escenario, teatro donde los hombres actúan; hay un peculiar eros del paisaje que se solapa con el eros patriótico. El hombre, en el momento de su sacrificio, se confunde con él, trascendiéndose en una imagen total.

De la Cruz busca una y otra vez un efecto estético que puede acaso entenderse como forma de atrapar ese ‘otro’ que se aleja: “el drama múltiple, intenso y rebosante de vida”, y a la vez de lograr la identificación del lector, conmoverlo y moverlo a montar a caballo. Como para Martí, para De la Cruz de lo que se trataba era de imitar a los héroes. Podemos considerar, entonces, la escritura de los Episodios, que su autor llamara “fervorosa ofrenda”, como un intento de inscribir el cuerpo del que escribe en la sustancia misma de lo narrado. En el prólogo, señala el autor que manifestar los “afectos” por los mártires es “ganar honra”, que “ser idólatra en el fetichismo de nuestros mártires, eleva y depura la consciencia” (De la Cruz, 1967, p. 12). Honra y consciencia: justamente lo mismo que depara el heroísmo en el combate, si bien en menor grado. De alguna manera, el autor de los Episodios es, no ya escritor y escribiente, sino también héroe montado a caballo y dispuesto a verter su sangre. Escritura y hazaña se funden en el límite de la visión romántica.


[Ensayo publicado en Malos tiempos para la lírica, Casa Vacía, 2018]


Notas

  1. Martí, José. Obras completas, vol. 4, Editorial de Ciencias Sociales, 1975, p. 236.

  2. Martí, José. Obras completas, tomo 6, Editorial Calleja, Madrid, 1926, p. 342.

  3. De la Cruz, Manuel. Episodios de la Revolución Cubana, Instituto del Libro, La Habana, 1967, p. 66.

  4. De la Cruz, Manuel. Episodios de la Revolución Cubana, Instituto del Libro, La Habana, 1967, p. 95.

  5. De la Cruz, Manuel. Episodios de la Revolución Cubana, Instituto del Libro, La Habana, 1967, p. 12.

  6. Carpentier, Alejo. Los convidados de plata, Sandino, Montevideo, 1972, p. 12.

  7. Martí, José. Obras completas, vol. 4, Editorial de Ciencias Sociales, 1975, p. 196.

  8. Martí, José. Obras completas, vol. 4, Editorial de Ciencias Sociales, 1975, p. 216.

  9. Martí, José. Obras completas, vol. 4, Editorial de Ciencias Sociales, 1975, p. 185.

  10. Martí, José. Obras completas, vol. 4, Editorial de Ciencias Sociales, 1975, p. 189.

  11. Benítez Rojo, Antonio. Heroica, Arte y literatura, 1976, p. 277.

  12. Benítez Rojo, Antonio. Heroica, Arte y literatura, 1976, p. 275.

  13. Benítez Rojo, Antonio. Heroica, Arte y literatura, 1976, p. 296.

  14. De la Cruz, Manuel. Episodios de la Revolución Cubana, Instituto del Libro, La Habana, 1967, p. 73.

  15. Sommer, Doris. Ficciones fundacionales. Las novelas nacionales en América Latina, FCE, 2004, p. 167. En su estudio de Sab, de Gertrudis Gómez de Avellaneda, Sommer destaca los elementos comunes entre esta novela y otras novelas románticas latinoamericanas, para sugerir que a pesar de que Cuba se aleja del patrón general de la independencia en América Latina, hay “una coherencia cultural e incluso política en el proyecto literario/político de reconciliar las oposiciones, abrazar al otro, que va más allá de las diferencias históricas entre los países”. No obstante, el final infeliz de Sab, así como el aún más trágico de Cecilia Valdés, que Sommer analiza muy bien, me parece que apuntan más a la especificidad de Cuba. En esas novelas escritas antes de la guerra, cuando no existía un estado nacional, no hay aún romance fundacional, sino más bien una crítica acérrima de la esclavitud. Es sólo tras la abolición de la esclavitud, proclamada por la República de Cuba en Armas en 1868, que se hace necesaria la política del romance fundacional.

  16. De la Cruz, Manuel. Episodios de la Revolución Cubana, Instituto del Libro, La Habana, 1967, p. 144. Se trata del episodio “A caballo”, donde De la Cruz cuenta la anécdota de cómo una vez que fueron sorprendidos por los españoles bañándose en el río, “los desnudos caballeros cayeron sobre el enemigo como una racha”. Así describe De la Cruz la escena del baño: “Al lado de las bestias, las bronceadas y musculosas espaldas del mulato; junto al dorso de pulido ébano de vigoroso negro, la satinada piel del hijo de la ciudad, huesoso y nervudo, frente a la tostada y velluda del fornido campesino.”

  17. De la Cruz, Manuel. Episodios de la Revolución Cubana, Instituto del Libro, La Habana, 1967, p. 11.

  18. Gossman, Lionel. Between History and Literature, Harvard University Press, 1980, pp. 273-274. Se trata, en esencia, de la misma dicotomía que según Lionel Gossman informa la empresa del historiador romántico: “In many respects the tension between veneration of the Other -that is to say, not just the primitive or alien, but the historical particular, the discontinuous act or event in its irreducible uniqueness and untranslatableness, the very energy of “life” which no concept can encompass- and eagerness to repeat it, translate it, represent it, and thus, in a sense, domesticate and appropriate it, can be seen as the very condition of the romantic historian’s enterprise. For the persistence of at least a residual gap between “original” and translation, between “Reality” or the Other and our interpretation of it, is what both generates and sustains the historian’s activity, rather as the condition of history itself.”

  19. De la Cruz, Manuel. Episodios de la Revolución Cubana, Instituto del Libro, La Habana, 1967, p. 8.

  20. De la Cruz, Manuel. Sobre la literatura cubana, Letras Cubanas, 1981, p. 482.

  21. De la Cruz, Manuel. Episodios de la Revolución Cubana, Instituto del Libro, La Habana, 1967, p. 17.

  22. De la Cruz, Manuel. Episodios de la Revolución Cubana, Instituto del Libro, La Habana, 1967, p. 12.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio