Stendhal a las puertas del siglo

Las profecías de Stendhal son las profecías de una esfinge al revés, de una esfinge que lejos de contener secretos, los devela o inventa. El hombrecillo regordete, de cerquillo frailuno, de abombadas mejillas, de manecitas tupidas, abre su libro y su camino al hombre Proust, y el enteco, el de mejillas sumidas, se entra por los cotos que aquel desmalezara. Donde Monsieur Brulard declara que toda su vida ha consistido en un esfuerzo para no tomar a sus ideas por la realidad, Marcelo no necesita preocuparse. Sabe que, si algo inventa, esa invención es tan orgánica con lo real, que de amputarla estaría amputándose un brazo o una media-pierna. Stendhal mata su color para que los resplandores no le deformen el mundo. Proust utiliza el fijo movimiento del muaré para espejearse mejor la realidad. Quien sirve menos falacias —si el del siglo que quiere asirse, por ojo de Stendhal, a lo objetivo con a medicamento postrero, o el del siglo que comienza por quedarse ensimismado ante un punto, bajo pupila de Proust, y de un salto reconstruye una gruesa marejada de realidad—, es cosa que nosotros, mientras seamos siervos de la primera mitad del siglo, no podremos discernir. Stendhal no alcanzó a ser veraz; su objetividad, entremezclada de contenida pasión, aparece fría y segura. Pero la hace fallar su objetivo un pequeño error: a las puertas del siglo, la realidad no permitía ya ser desollada sin oponer un gesto estremecido. Protegiendo sus últimos contornos salvaguardaba a la conciencia —contenida en ella como en un estuche— del derrumbe próximo inmediato. Lo que se empeñaba en ocultar, la propia estructura o harmonía cimera de su alma, era, para la realidad, el exorcismo lanzado a la monstruosa presencia que ya la socavaba. Cuando Stendhal quiere reducir una catedral a sus precisas medidas de número y dimensión, arroja, sólo a balbuceantes sabiendas, el más recio venablo. La realidad, en cambio, no podía ya exorcizarse del lastre que todo el sentimentalismo y la anárquica “vida interior” le acumularan encima. Los objetos —una pasión o la cinta de un sombrero; un sentimiento o el mostacho de un mariscal—, se efunden en un ámbito cualquiera con la misma precisión vagarosa que atomiza y dispersa, en el aire informe, a un sólido frasco de perfume. Bajo esa niebla, Stendhal, ceñudo e inquieto, ve fugarse a la siempre inasible, a la siempre efímera realidad. 

 

[Publicado por primera vez en la revista Poeta, N. 1, noviembre, La Habana, 1942.
Se ha respetado la ortografía original del texto.]

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio