I
La biblioteca está siempre «sucia». Su idea misma es contraria no sólo al orden, sino a la pulcritud. Vivir es vivir en el caos. Aunque seamos esclavos de su limpieza, el polvo siempre está ahí, o bien sobre los libros o bien sobre cualquier esquina o pedazo de madera o metal que no alcance a estar cubierto de libros. En algún rincón de la biblioteca habrá un trapo o un plumero. De este último tengo uno de colores brillantes, suave al tacto, pero que uso poco.
Vivimos entre mínimas excrecencias de las que no queremos saber nada, no queremos verlas, las anulamos rápidamente. Pero están y estarán, pertenecemos a ellas, nos pertenecen. Un pasaje de la Utopía de Moro habla de que el oro servirá para fabricar orinales, y algún artista contemporáneo ha llegado a tomarle la palabra y ha fabricado un inodoro dorado para una exposición. El contraste entre oro y orina —nótese la proximidad fonética de ambas palabras— no es demasiado ajeno al otro, el que reúne polvo y biblioteca, aunque no pensemos una sin el otro.
Nuestra relación con el polvo de las bibliotecas es quizás nuestra única tolerancia realmente consciente hacia lo sucio en nuestras vidas, nuestra verdadera convivencia con la transgresión de ese orden purificador e higienista al que parecemos abocados ante el pánico generalizado hacia la enfermedad, caso Covid-19.
La sociedad nos vigiló, nos quiso saludables a la fuerza, con gel en las manos, cual cuerpos asépticos que debían guardar seis pies de distancia y caminar siguiendo unas flechas en los pisos de los supermercados. Quisieron que respondiéramos a los automatismos de una así llamada “nueva normalidad” que no es sino la negación de nuestro caos original y todo eso suena hoy como un ruido lejano, pero se vivió.
II
A veces he pensado que algunos fragmentos de la biblioteca son mi coartada para comportarme como aquello que no soy: un lector acrítico. En mi biblioteca hay libros de autores que no leo porque no me interesan ya o nunca me interesaron. Sin embargo, sus libros ahí están y son como el fuego fatuo de unos huesos olvidados. Son sobre todos autores cubanos y latinoamericanos —no hay ningún Bendetti, pero sí asoma algún Galeano, shame on me— en donde ya difícilmente me vaya a detener.
¿Por qué están entonces? Supongo que por la crónica incapacidad que sufro de no deshacerme de nada. O porque de pronto los necesitaré para comprobar un dato, una frase, un comienzo o un final. Son libros que (mal) acompañaron un segmento de mi vida (ya aquí habla el lector que en realidad soy, nunca acrítico) y merecen por alguna razón habitar entre las paredes del cementerio que he creado para ellos y los demás.
III
En los Cuadernos de apuntes de Martí me encuentro la referencia a William Brewster, uno de los peregrinos del Mayflower. Dice que llegó a las costas de Norteamérica con 245 libros y que no era, por cierto, el que más libros traía. Hombre educado en Cambridge, había aprendido griego y latín, y se dice que viajó incluso con su mesa de trabajo, que se exhibe hoy en el museo de Plymouth. ¿Qué saben de la verdad los que hablan contra los libros?, se pregunta Martí.
Me interesa mucho esta idea, no tanto de la fundación de una nación a partir de un cargamento de libros, que también, sino la de las mudanzas, el viaje con libros, sobre todo cuando éstos son como piezas de la vida de uno, capítulos de una biografía a los que solo uno da importancia. Estoy siempre rumiando estas cosas a partir de que cada mudanza a las que he sometido a mi familia ha sido una de libros.
Alguna vez escuché la anécdota de que el primer contrato universitario que firmó Emir Rodríguez Monegal para viajar a Estados Unidos incluía la cláusula de traer sus libros, pensando quizás aquellas autoridades académicas que se trataría de algunos cientos de volúmenes cuando en realidad se trataba de todo un contenedor. ¿Será apócrifa la anécdota? Quién sabe dónde podría verificarse.
Para un viaje de algunas cuantas horas me someto a varias semanas de embalaje y luego a varios días de desembarco y acomodo. La última mudanza, de Arkansas a Texas, me puso a hacer números: unas 125 cajas de libros, aunque es cierto que la mayoría eran esas cajas de vinos y bebidas no muy grandes que pedíamos en las licorerías de cualquier lugar.
Uno de los que me ayudó en el desembalaje al llegar fue un cubano de Sagua de Tánamo que lo más cerca que está de un libro es más o menos la distancia entre ambos polos, el Norte y el Sur, o entre la de aquel pueblito de Oriente y esta megaciudad donde vivo. Cada vez que me lo encuentro está siempre haciendo la misma historia: yo ayudé a descargar un camión de mudanzas donde venían 125 cajas de libros. Para asombro de quien quiera oírle.




