Me estoy solazando con la memoria. He vuelto al antiguo barracón cañero en el que viví unos años cuando era un niño. Mi madre está tumbada sobre un catre de madera y poleas de goma, y lee en voz alta para mí. En los cuartos contiguos, separados solo por frágiles paredes de cartón o tablas de madera los haitianos y sus descendientes escuchan o hacen que escuchan y entienden, pero no hablan. Están cansados de las largas jornadas en los campos de caña preparando la cosecha.
Se escucha, eso sí, la dulce y pausada voz de mi madre que traspasa el barracón del que al otro día los cortadores y sembradores de caña saldrán con alguna historia en la cabeza. Es una Cuba que no puedo leer en los libros de muchos escritores insignes de mi país. En unos pocos sí.
Es un pedazo de Cuba que solo se ha quedado en mis oídos.
No ha entrado todavía la década de 1980 y mi madre –a lo sumo unos 36 años de edad– lee algunas tardes-noches La reconquista de Mompracem, fragmentos de La piel de Onagro o páginas saltadas a grandes trancos de Kazán, perro lobo, de James Oliver Curwood. Creo que me duermo entre los primeros alborotos que vienen de los cuartos de al lado. Risitas a veces, a veces una pregunta en su creóle suavizado ya con muchas palabras del español. Mi madre siempre atiende a las dudas de los más curiosos.
Los haitianos suavizan su creóle mezclándolo con un poco de español para poder comunicarse con mi madre. “Nena”, le dicen y entiendo que suena igual en las dos lenguas del Caribe que se cruzan en San Germán, a un costado de los cañaverales que a su vez están a la vera del Río Cauto. Se cruzan las lenguas que no conocen de política ni odios sino de las vidas prestadas que encuentran vida más allá de la literatura, en la lengua oral.
La lengua oral siempre encuentra una patria compartida.
Maquilí, Yebá, Licofén, Tití… fueron para mí nombres comunes y corrientes, los nombres de mis vecinos de infancia hasta que fui creciendo y entendí que eran los sobrenombres de algunos haitianos llegados a Cuba en la década de 1950 o poco después y que formaron mi entorno más cercano.
En algún momento de mi temprana infancia me enseñaron algunas palabras del dulce creóle para que los saludara al llegar de las fatigosas jornadas de los campos donde ardía la caña para ser cortada por brazos o maquinarias. Habré aprendido a decir ¡Buenos días! o ¡Adiós! o algún vocablo picante o insultante porque sí recuerdo que yo era el centro del coro que formaban para hacerme repetir aquellos dicharachos con los que se reían a carcajadas ante el niño de 4 o 5 años que les devolvía la magia de su propia lengua hablada lejos de la tierra que los vio nacer.
Dos décadas después Evaristo Lambert limpia zapatos cerca de Plaza de Marte, en Santiago de Cuba. Debajo del cajón con las botellas de tinta de varios colores guarda El hombre mediocre, de José Ingenieros. Un día en el que le hablo de una película que acabo de ver en el cine Cuba, me enseña el tomo gastado y untado de betún. Se lo leía unas tres o cuatro veces al año, dijo. Poco antes, cuando el llamado Periodo Especial, fue su libro de cabecera y salvamento.
Mi tía Eloína pone la radio desde las diez de la mañana hasta las dos de la tarde en Pilón, un campo de Cuba que está abrazado al Mar Caribe. Se trata de Radio Progreso, una emisora que transmite varias novelas de un tirón y en las que desfilan las obras de Chéjov, Shakespeare o Molière. También versiones criollas de amor imposible o alguna monserga política travestida de radionovela. Yo tengo 9 años y ella es la que me cuida por unos pocos meses debido a algún asunto familiar.
Mi tía me sirve los dos almuerzos: el que ha hecho con sus manos y el otro, el que sale de la radio nacional y por el que ella me pide que no haga ruidos. Pudiera perderse los diálogos inventados, para las vidas inventadas por William Faulkner, o la mano lúcida que nos regaló Las mil y una noches. Años después cuando un examante suyo la asesinó a puñaladas, uno de mis recuerdos y asideros fue escuchar los anuncios de las radionovelas. Parecía que ella salía de allí a saludarme en cada emisión con su vocecita de mujer pequeña.
Es 1994 y ya estoy en las clases de Literatura Universal en la Universidad de Oriente en Santiago de Cuba. Soy un flamante estudiante de la carrera de Letras. Me creo un flamante estudiante de la carrera de Letras, eso me creo, por eso me presento así dondequiera que voy entonces. La clase la imparte la profesora Serafina Prego Ducás y ante ella casi puedo recitar bocadillos completos de estas obras antes mencionadas salidas del prodigio de Tolstói, Chéjov o Virgilio. Debí parecer un chico con una abultada cultura libresca.
La memoria no me falla entonces, el sonido de las palabras dichas por mi madre y almacenadas por años en algún rincón oscuro de mi mente me hacen parecer un muchacho listo.
Y ahí, por lo menos una vez en la vida, tomo ventaja.
Es 1994 y yo no me he leído la mitad de esos libros por los que me están calificando como un chico sabihondo, pero mi oído sí. Los ha trasvasado de la mano de guionistas radiales, los comentarios de mi madre y los haitianos de los barracones cañeros y la voz dulce y queda de mi tía asesinada a puñaladas.
El resto de mi vida he intentado leer con el tono de aquellas palabras afiladas para mí, pero estoy a medio camino de esos gozos.
He leído mucho, he escuchado más. Los libros y las voces de la gente hacen un aspaviento para que las palabras giren en una ventolera ciclónica hacia mí y que yo no me pierda las historias que fueron inventadas para ser oídas.
Me gusta el gesto oral, el ruido de los libros.
[Capítulo de libro homónimo]
¡Estupendo, Luis Felipe, como Dios manda libro adentro! Alto discípulo en el claustro del Monje Louis.