Una Venecia de sombras

Brodsky viajaba en invierno a Venecia. Lo cuenta y explica a su modo en Marca de agua, pero también en sus conversaciones con Volkov.

Cuando es interrogado sobre el por qué de elegir siempre esa estación tan poco amiga del viajero, pregunta que para un ruso puede resultar insultante —en Rusia el invierno es un general de muchas guerras—, siente que no puede ser entendido. Elegir diciembre o enero tiene que ver con unas sensaciones, unas percepciones, zonas privadas de un imaginario. Habla del aqua alta, de los tonos grisáceos de las ventanas, el silencio y el manto matinal de los rostros de los recién casados, la estatua de Querini, viajero infortunado al Polo Norte… La respuesta que elige es desconcertante: “es como ver nadar a Greta Garbo”.

La clave habrá que buscarla en su diálogo con Volkov. Era en el receso de las clases de la universidad norteamericana donde enseñaba, el receso de las navidades, el mejor momento para hacer el viaje. Pero hay algo más. Brodsky menciona a un novelista francés, Henri de Régnier, hoy olvidado y que residió en Venecia. Tenía su casa cerca de la Salute, como Pound años después. Las novelas de De Régnier, traducidas al ruso por Kuzmin, se desarrollaban en una Venecia helada, invernal. Una iconografía posterior, realizada por la revista Life, completaría el trabajo.

Que Brodsky tuviera a la Garbo en mente debería confirmarnos que Venecia es toda ella un plató, una escenografía para cine. No sería desencaminado decirlo ahora, cuando hemos viajado en las postrimerías del verano y la Mostra ha traído a actrices y celebridades de todo pelaje. Una película de Almodóvar abrió las sesiones, y una francesa (Happening, Audrey Diwan) ganó el León de Oro, pero nada de esto nos distrajo.

Todo eso parecía estar ocurriendo en otro sitio, en un mundo paralelo, o en uno donde no teníamos cabida o tal vez éramos nosotros los que no teníamos tiempo ni interés en ello.

 

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La primera vez que delante de mí alguien habló de Venecia, apareció el nombre de Tintoretto. Eran los noventa, era yo muy joven, recién graduado de la universidad. Cierto escritor visitó la editorial donde yo trabajaba y le escuché decir que había viajado a Italia y se había escurrido al Véneto sólo para ver los frescos de aquel pintor. No era mucha la iconografía de la ciudad que yo había revisado en ese entonces y no sé por qué vine a imaginar que aquellos frescos estaban al aire libre, como si fueran murales.

Desde entonces, Venecia es Tintoretto para mí. Y Tintoretto es el pintor de los literatos, como decía Mary McCarthy. Era hijo de un tintorero de paños venecianos, de ahí quizá su austeridad, su hacer diligente. A diferencia de tantos pintores en la historia del arte, no era muy dado a los viajes. Nunca salió de Italia y ni siquiera se ha podido verificar si llegó a visitar la Capilla Sixtina.

Venerado por Velázquez, despreciado por pintores como Picasso, es profusa la lista de escritores que se han interesado en su obra y han escrito sobre él: de Aretino a Sartre, quien le dedicó un ensayo bellísimo y memorable; Vasari, Moratín, Gautier, Ruskin, Taine, Henry James, Wilde, Cunqueiro, Malraux, Thomas Bernhard…

No nos alcanzó el tiempo para irnos a todas las iglesias que muestran frescos suyos. Pero en el Palacio Ducal tuve mi gran dosis que fue sobredosis. Llegué al salón final casi a rastras por el efecto del jetlag y el cansancio de la caminata y las escaleras, era yo también un ángel desplomado, pero sabiendo que sólo aquellos salones, con sus paredes llenas de rostros y cuerpos, merecen ser llamados “espacios”, quizá “espacios-ríos”, que tanto movimiento y tanta luz oscura en aquellos cuadros me había dejado exhausto. Me había lanzado por fin a un canal de opacas aguas, me había dejado llevar por la corriente.

“Los Maestros Antiguos cansan rápidamente”, dice un personaje de Bernhard. Se habla allí de un banco de la Sala Bordone, puesto ahí para mirar y admirar el cuadro del “Hombre de la barba blanca”, el gran retrato, qué estatura de pintor, en un museo vienés.

Abrumado por esa totalidad, sobre todo la del “Paraíso” en el salón central, ahogado por tantas lecturas que me tiraban de los hombros, había braceado como no lo hacía desde hace tiempo, desde que supe que acumular años comenzaba a restarme energía, pero me destinaba a cierta calma, a ciertas asimilaciones.

 

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Hay una Venecia de sombras. Algunas veces los perros murieron de hambre y los hombres de plagas. En su busca llegó allí Théophile Gautier, la década quinta del siglo XIX. La isla de San Servolo acogía un manicomio, hoy convertido en museo. La manera en que Gautier cuenta esa visita en Venecia. Impresiones del viajero (Fórcola, 2015) es la de un Dante que se aventura en un viaje inverso, de la luz a la noche, del paraíso al infierno de la locura. “La fantasía de los chistosos sueños de Rabelais”, “el Apocalipsis transportado a la casa de las fieras”. Toda locura se expresa en singular. “Únicamente habíamos visto Venecia bajo su aspecto azul y rosa, con su mar plano centelleante en pequeños cuadros verdes, como en los cuadros de Canaletto, y no queríamos perder esa ocasión de verla a través de un efecto tempestuoso”. A la salida, cansado de buscar el espectro del bufón de triple cara, buen tiempo y el placer de la arena de Lido, el recuerdo de un lugar en el que Byron hacía a sus caballos galopar. Las mujeres, para desvestirse, se refugian “detrás de frágiles telas sostenidas por mástiles”. Para Gautier, Italia es el país del sol, pero el viaje comienza y termina en tormenta.

 

[Fragmento de Venecia inactual, Casa Vacía, 2022]

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