Recién salido de la imprenta de Plon-Nourrit, el 28 de junio de 1922, Charles Du Bos envió a Marcel Proust su Approximations, primer volumen de ensayos de un total de siete que llegó a publicar entre ese año y 1937. Du Bos se lo dedica con tinta negra: “Pour Marcel Proust / accueillez, cher ami, ces pages”…, y la fecha: 3 de julio.
A cuatro meses de su muerte, obseso con terminar su obra y encamado casi las veinticuatro horas entre paredes forradas de corcho para ahuyentar los ruidos, resulta difícil creer que Proust leyera el libro. Céleste Albaret debió de recibirlo con la correspondencia del día (en el 102 Boulevard Haussmann, tal vez entre el martes 4 y el viernes 7 de julio), y:
- quizás nunca se lo dio a Proust;
- se lo dio y Proust ni siquiera lo abrió;
- se lo dio, y Proust leyó la dedicatoria, fue al índice y finalmente examinó por encima el ensayo sobre él —páginas 58 a 116.
¿Por qué descarto que lo leyera a profundidad? Ese ejemplar está en mis manos y no tiene ninguna marca de posible lectura sostenida; además, aún conserva algunas páginas sin guillotinar en el borde superior.
Este ejemplar se transforma, como todo objeto que toca el umbral de la muerte, en una reliquia en negativo. Es, en su silencio, una pieza litúrgica de la república invisible de los lectores que, aunque alguna vez se hayan estrechado la mano o cruzado palabras en una soirée, en el fondo solo se intuyen —como si el verdadero vínculo se tejiera no en el encuentro social, sino en la gravitación mutua de sus sensibilidades—.
Du Bos le escribe la dedicatoria a Proust como si Plotino le hubiera escrito a Platón, más por afinidad metafísica que por contacto material. Entre el papel y el corcho, entre Plon-Nourrit y el Boulevard Haussmann, se tiende una topografía de la no-conversación, de ese linaje de artistas cuya comunicación se asemeja más al eco que a la voz. Así, el libro se une a esa prosapia de artefactos latentes —como las tablas de Vindolanda, los códices de Herculano, los cuadros que Leonardo nunca pintó— que contienen más por no haber sido consumidos. Lo que Proust no leyó puede ser tan significativo como aquello que dejó escrito. Y puede que, como todo lector verdadero, haya preferido el deseo del texto al texto mismo.
Más allá del gesto y del libro (no) leído, el episodio parece salido del inventario que Mario Praz habría ordenado en su museo mental de afinidades morbosas: un crítico tan refinado como Du Bos, escribiendo con la pluma de un orfebre para un lector que ya era, en el fondo, un espectro. En ese París donde los salones daban paso a las cámaras acolchadas, la alta cultura ya se escribía como epitafio. Y este libro, dormido entre páginas sin cortar, tiene algo de objet trouvé, de reliquia literaria detenida en el instante exacto en que la intención tropieza con la biología. El gusto por lo no consumado, por lo bello interrumpido, atraviesa esta escena como una aguja de filigrana: Proust, símbolo de la memoria recobrada, queda aquí congelado en el acto de no leer, lo cual, para una sensibilidad justamente proustiana, resulta apenas otra forma de lectura más trágica, más fiel.
En su delirante carrera contra el tiempo, en sus últimos nueve meses de vida —asegura el biógrafo George Painter—, Marcel Proust solo tuvo fuerzas para ponerle el punto final a su temps perdu.
Casi, un sencillo casi: «Lo que Proust no leyó es tan significativo como lo que escribió». Por cierto, ambos entraron en el Curso Délfico, Pablo sabe: Qu´est-ce que la littérature?
Wow & wow!! ¿Por qué descarto que lo leyera a profundidad? Ese ejemplar está en mis manos y no tiene ninguna marca de posible lectura sostenida; además, aún conserva algunas páginas sin guillotinar en el borde superior.!!!