¡Qué siglo el nuestro, donde hay tantos críticos y jueces, y tan pocos lectores!
Barón de Montesquieu
La Enciclopedia (1751-1772) de la Ilustración, que estuvo a cargo de Denis Diderot y Jean le Rond D’Alembert, fue el mayor hito cultural de aquella época. Además de sus pretensiones educativas y otros anhelos humanísticos, no pudo evitar esconder alguna que otra utopía como muchas de las enarboladas por la propia Modernidad. Aunque no vale confundir utopías con ideas o nociones de indiscutibles matices afirmativos, las cuales se amparan en auténticos análisis cuando no en verdades notadas. En su texto Modernos y posmodernos, su autor Tzvetan Todorov, desarrolla varias propuestas concernientes al periodo ilustrado, que calzan lo anterior hasta evocar el famoso compendio, de las cuales hay dos oportunas de recordar:
«La base del juicio moral es la universalidad en vez de la conformidad con la tradición y accedemos a los valores por medio de la discusión racional, no a través de un acto de fe».
Una conjunción disyuntiva acompañaría el pretencioso proyecto escrito —entre otras razones— para dejar en claro de qué trataba la obra Enciclopedia o Diccionario Razonado de las Ciencias, las Artes y los Oficios. Para no perder el hilo del Siglo de las Luces se invitaría a Charles Secondat, Barón de Montesquieu (1689-1755) a fin de que colaborara con el Diccionario de marras. Montesquieu, ya conocido por sus notables Cartas persas y El espíritu de las leyes, intentó escribir del gusto un ensayo que, por motivos de su muerte, no pudo concluir. No obstante, su nombre lo respaldaba: ya era considerado un clásico y su Ensayo sobre el gusto merecía publicarse. Mas, ¿acaso porque figuraba como un texto típico de la Francia ilustrada? Luego: ¿este texto no corría el riesgo de propagar una cuestión solo referida a las vivencias artísticas y estéticas de Montesquieu? O, con otras palabras: ¿no será el Ensayo sobre el gusto la ocasión oportuna que encontró el notable Barón para ensayar acerca de sus propias complacencias? Y si fuera así, representó para los partidarios de la Enciclopedia y representa ahora para el lector interesado la posibilidad de acceder a un(os) saber(es) aprehendidos y por suerte compartidos por el importante pensador francés. En honor a la verdad, no es poco lo que se ha enseñado al mundo desde la propia experiencia intuitiva y sensorial. Y el gusto —tanto natural como intelectual— aunque sobre todo este último, es muy diverso, incluso a fuerza de lo circunstancial y lo versátil.
Y, ¿cómo definir el gusto? Cualquier diccionario tiene su propuesta más o menos similar. Pero cuando accedemos a la obra de algún intelectual que lo ha contemplado como Montesquieu, entonces el lector puede permitirse una mejor aprehensión cuando no la esperada imagen del concepto. ¿Qué nos dice el contribuyente de la Enciclopedia en su Ensayo sobre el gusto? Pues este (el gusto) es «lo que nos vincula a una cosa mediante el sentimiento». Mas antes, en las primeras páginas del texto, el también sociólogo francés se refiere a la utilidad que ostenta ese sentido y, con ánimo de ser categórico y aclararse, termina proponiendo otras interrogantes a quienes lo leen; puesto que el gusto «no es otra cosa que la ventaja de descubrir con finura y con rapidez la medida del placer que cada cosa debe producir a los hombres». El saldo es el placer y las condiciones para llegar a él son la finura y la rapidez. Pero, ¿en realidad ocurre así en todas las personas? ¿Cuál es el gusto más «conveniente» para todos? ¿Cómo saber si el que sentimos es el que vale para enriquecer el espíritu? Y luego: ¿es el gusto mejor cuando se educa en la edad temprana o cuando después (por cuestionarnos cuanto venía agradando o disgustando) nos sumamos o abandonamos lo que la mayoría acepta o prefiere? Habría que ir a Kant, pero quien nos interesa ahora es el autor de Ensayo sobre el gusto. En todo caso, habría que atender a Voltaire, más contemporáneo de Montesquieu, quien, además de reconocer el estrecho maridaje entre el gusto sensual y el intelectual los diferencia hasta advertir el aprendizaje que amerita el gusto instruido. De ahí que plantee en su Diccionario filosófico:
«Puede reformarse el buen gusto en las artes mucho mejor que el gusto sensual, porque en el gusto físico, aunque se llegue alguna vez a querer las cosas que antes nos causaban repugnancia, es porque la Naturaleza deseó siempre que gustara a los hombres todo lo que les es necesario; pero el gusto intelectual exige más tiempo para formarse».
Al gusto intelectual de Voltaire propone Montesquieu el gusto adquirido, que viene siendo lo mismo, pero con apariencia distinta. El autor de Ensayo sobre el gusto no pocas veces arremete en este texto contra esa otra gran lumbrera de la Ilustración que es Voltaire. Sin embargo, sus pensamientos se muestran convergentes en cuanto a conclusiones relacionadas con aquello que puede provocar el gusto. Mientras que para Voltaire el gusto intelectual no depende solo de la sensibilidad, sino de los conocimientos adquiridos. Y él diría más: que hay sensibilidad bien orientada hacia lo digno o meritorio porque ya se ha conocido a conciencia lo valedero. De manera que primero el saber; luego el sentir «adecuadamente» intelectual; para Montesquieu se impone la curiosidad. Ahora, ¿depende el gusto de la curiosidad o no será que curioseamos porque nos gusta alguien o algo? Y, ¿qué está primero: el placer o el gusto? ¿Qué responda el autor de las Cartas persas? El gusto está primero para Montesquieu.
De sus preferencias y rechazos, no solo de objetos y personas, y en la pluralidad de manifestaciones artísticas va este texto del Barón de Montesquieu y más: léase al respecto sus Pensamientos diversos; fundamentalmente, sus reflexiones acerca de la antigüedad y la modernidad. En De los antiguos se lee algo para nada modesto, aunque admirable:
«He estudiado mi gusto, por si era uno de esos gustos pervertidos; pero, cuanto más lo he estudiado, más he sentido que tenía razón de sentir como sentía».
Desde un principio, si opta por la lectura lineal (si bien este texto puede leerse de modo aleatorio), no se permita nunca el riesgo de la ojeada. Menos en los que considero dos apartados profundos, bellos y vigentes: «De la curiosidad» y «Del no sé qué». Aunque para ser ecuánime, Ensayo sobre el gusto no tiene casi ningún desperdicio: hay varias apreciaciones que se quedan en el tiempo del autor. Pero en general, el libro se disfruta de principio a fin.
Se habla y se pide mucho por la reorientación del gusto, que es como solicitar también su educación. ¿Cómo lograr lo anterior cuando discernir nuestra propia existencia, aun en la soledad, entraña acceder a verdades que con frecuencia nos cuesta admitir? ¿Qué decir, pues, del inicial o acostumbrado contacto con la obra estética y artística? El acto de discernir (valga el término de nuevo) amerita tanta formación como el propio gusto en sí. Es una realidad que cada cual tiene derecho de degustar cuanto le plazca y en el momento oportuno. Dicha realidad viene a confirmar, otra vez, la relatividad del gusto personal y artístico, así como sus circunstancias. Todo es fugaz pero no al extremo de no abogar por la perdurabilidad en obras y efectos. Más que por nombres y renombres, los dictámenes importan porque les asiste la soberanía del juicio entrenado en una extraña y a veces inefable mezcla de talento, trabajo e intuición. Admitámoslo ya: nos equivocamos porque nuestra condición humana es imperfecta. Sin embargo, la inteligencia es reconocible aquí y acullá, otrora y ahora. Así también el buen tino y gusto; por ejemplo, el de reconsiderar primero los méritos de un libro, luego cómo editarlo y después el proponérselo al lector medio y al más exigente. ¿Cuál si no ese el trabajo de una editorial que se respete?
Probemos y pongámonos todos en entredicho en cuestiones de complacencias. Ensayo sobre el gusto ayudará porque el pensamiento de Montesquieu aún es moderno. ¡Es un gustazo reconocerlo!