Vargas Llosa o el destino del novelista

Tenía al día 13 de abril por el acto fortuito de ser la fecha de nacimiento de Thomas Jefferson —el autor de una frase que preside más de una biblioteca: I cannot live without books—; de tres Premios Nobel de Literatura (Samuel Beckett, Seamus Heaney y J.M.G. Le Clézio) y la muerte de uno (Günter Grass), y también el cumpleaños de un genio del ajedrez, Garry Kasparov. Ese día celebraba en casa el mío (no sólo cumplen las celebridades, queda claro) con familiares y amigos cuando me llamaron para darme la noticia: había muerto Mario Vargas Llosa.

El último libro de Vargas Llosa que entró hace algunas semanas a mi biblioteca fue El fuego de la imaginación, su recopilación de columnas de prensa y ensayos que salió un par de años atrás por Alfaguara. Estuve un rato hojeándolo, releyendo algunos textos, leyendo otros por primera vez. Si lo menciono es porque, más allá de los impulsos del consistente comprador de libros que sigo siendo (todo lector es un adquiridor), algo tiene que decir ese acto sobre mis más resistentes filias lectoras.

Puedo hablar por aquel lector que fui —no estoy seguro siquiera de que seamos ya la misma persona—, y decir que el intelectual Vargas Llosa nos inspiró un modo de actuar ante los tiempos que vivíamos, el escritor nos inoculó la persistencia y también ejercicios de admiración hacia nuestros maestros literarios, y el hombre político nos condujo a poner la honestidad y la coherencia como principios anclados en la experiencia, aunque trasciendan muchas veces el estrecho marco de lo que hemos vivido. Yo estudié Periodismo, pero escribía poesía, y vi en Vargas Llosa que no había que especializarse en algo, sino sentir curiosidad por todo. Cuando me preguntan por qué abundan los libros de historia, ensayos sociopolíticos y biografías en mi biblioteca, siendo como soy un lector de ficciones, cosa que también de alguna forma le debo a él y a su saber novelístico, digo que porque me interesa todo, porque quiero todo, aunque no alcance la vida.

Aquel lector que llegó a los predios de una universidad cubana en 1992 y que había tenido noticias de que un novelista prohibido por “enemigo de la Revolución” se había postulado para las presidenciales peruanas y había perdido —alguna foto suya con rictus severo se colaba en algunas revistas de la época—, no había conocido todavía sus libros. Fue allí donde inicié un viaje tomando a Los cachorros como punto de partida —esos personajes tipo Pichula Cuéllar quedaban por mucho tiempo rondando— y concluyendo con la última carta leída en la antología de la correspondencia entre los cuatro grandes del boom, un viaje que quise prolijo y atento, y gracias al cual me hice de sus principales libros, nuevas ediciones la mayoría que viajaban de España hasta mi casa gracias a manos amigas.

La mayoría de esos libros quedaron allá en la biblioteca perdida o se los dejé a algún amigo. Poco a poco he ido recuperando algunos, pero ya no tiene tanto mérito, todo sea dicho, porque lo arduo era conseguirlos allá en medio de la censura, el acoso policial y las exigentes aduanas del castrismo. Todavía hoy el rencor le puede al paupérrimo establishment cultural allá en la Isla. He estado asomándome a sus principales medios en Internet. Veo notas sin autor en Cubadebate y Granma, asumo que la primera sea de la autoría o contaría con la aprobación del actual director de la Casa de las Américas, viejo conocido y verdadero censor. En ambos sitios perpetran lamentables obituarios que nadie les pidió y repiten las calumnias e insultos de toda la vida.

Tengo una veintena de libros suyos en mis estantes. En el centro de la mayoría de ellos está Perú, ese “país dormido sobre el que la ira de Dios se ha enfriado”, como escribió Werner Herzog. Nadie sabe qué habría sucedido si hubiera ganado la presidencia —hay un patrón que se repite en los últimos presidentes peruanos, van todos a la cárcel—, lo cierto es que nos dejó un testimonio memorable en El pez en el agua (1993), uno de los primeros libros suyos que, gracias a amigas españolas, pude obtener apenas un año después de que se publicara y que tanto circuló entre mi círculo de amistades de aquellos años en Cuba, ávidos esperantes de cualquier libro suyo que rompiera el cerco de la censura. Hablaba allí de sus años de formación, cimentaba unas memorias que dejó truncas y no sabemos si llegó a completar, ojalá que sí, siendo un escritor aplicado que jamás se distrajo de lo que dio sentido a su vida, pero también de los avatares de su campaña presidencial y donde por cierto menciona su ruptura con otro grande de la literatura peruana, Julio Ramón Ribeyro. Fue ese libro la expresión de un canto de cisne, había desaparecido para siempre el Vargas Llosa más político y se acabó imponiendo el destino del novelista.

Fue el más joven y el más ambicioso de todos los del Boom, y seguramente se dejó manchar la camisa por la política y la vanidad algunas veces. Pero había escrito unas novelas que hacen grande no sólo a quien las escribe, sino también a quien se sumerge en ellas e incorpora su poderosa galería de personajes a su particular retablo de afectos y desapegos. He tenido para mí, por ejemplo, que La ciudad y los perros, por su complejidad, por su hechura torrencial y su madurez, es la mayor primera novela que conocemos de un escritor en cualquier lengua en el siglo XX, si exceptuamos Los Buddenbrooks, mucho mayor que Retrato del artista adolescente, El viaje de ida, El extranjero, Fiesta, A este lado del paraíso, La paga de los soldados, La vida breve, Nada, El guardián en el trigal, Yawar Fiesta, Hijo de hombre, El señor Presidente

Nos vamos a cansar de leer toda clase de opiniones sobre él, su persona y su obra en estos días, algunos mostrarán su rencor, casi siempre que se cuestiona su deriva política se hace desde posiciones de izquierda porque no le perdonaron nunca el desafío que significó abrazar el liberalismo y renunciar a la comodidad del redil cultural hegemónico que ejerce la izquierda hoy, sobre todo en el mundo de la cultura. Se le ha poco menos que culpado por la ausencia de escritoras en el boom, se le ha criticado porque sólo se reunía con políticos y gente de la más alta élite intelectual y social, cuando en realidad fue siempre un escritor que vivió a todo dar y al final sólo estuvo comprometido con “la profunda verdad estética”, es decir, “la Verdad a secas”, como dijo de él Julio Cortázar en una carta.

En una carta de 1966, García Márquez le dice a Vargas Llosa que le sorprende la cantidad de material que usa en sus novelas, pues con lo que hay en La casa verde se hubieran podido escribir diez novelas. La clave para comprender estos dos destinos novelísticos, estas dos maneras de entender cómo narrar, aparece muy nítida ahí. El colombiano se reafirma en un modo de leer la tradición apelando a lo mágico-fantástico, a rituales del lenguaje, a diálogos pensados como sentencias en un cosmos a su manera complejo, pero lejos de ciertas exploraciones técnicas modernas de la novela. Para el peruano, en cambio, no hay disyuntiva: la novela es implosión técnica, modernidad urbana, eclosión de planos narrativos, largo aliento y dificultad. Pero también habría que recordar que a Vargas Llosa nunca le faltó humor: ahí están Pantaleón y las visitadoras, La tía Julia y el escribidor, y la denostada, aunque la disfruté mucho en su momento, Elogio de la madrastra. Para uno la novela es música, para el otro es arquitectura, cubismo.

Si todo el mundo está hablando de Vargas Llosa, de su legado, evocando cómo y cuándo leyeron sus libros, también sacando a pasear sus desencuentros y contradicciones, es porque alguien realmente importante nos ha dejado. También murieron no hace mucho Milan Kundera y Javier Marías, dos grandes novelistas europeos, y sin embargo no ha quedado tras ellos esta sensación de ausencia en la totalidad, de devastación en el abismo, de vacío en un reino en franca decadencia y caída libre, por no decir ya perdido, que es el de la literatura como universo de prestigio y en el que el consumo de ficciones leídas va quedando arrinconado por una lógica que opera más hacia las imágenes y menos hacia la palabra escrita. Ese universo se ha apagado todavía un poco más con su muerte.

3 comentarios en “Vargas Llosa o el destino del novelista”

  1. Vargas Llosa: el rey Midas del Boom. Me hubiera gustado escribir estas palabras. Sentí su muerte como la de un familiar muy querido, a quien uno no ve hace mucho tiempo.

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