Tal como lo conocemos, tal como lo conoció la modernidad literaria e industrial, Baudelaire es el creador del poema en prosa. Arte moderno, urbano, y aunque subjetivo, aliado al rigor cartesiano, a una perfección casi matemática tanto en la novedosa visión como en la ejecución literaria. Tales son los ingredientes de la “nueva forma” recreada por el dandy francés, consecuencia de sus paseos por el París posrevolucionario, semiderruido y en reconstrucción por la furia modernizadora del barón Haussmann; un París –del Segundo Imperio de Napoleón III– convertido en puro límite, bello en sus escombros, en su destrucción –pensaba Baudelaire–; una ciudad que el poeta francés amó, sufrió y odió: una “capital infame”.
El poema en prosa, creación de los “pequeños románticos” franceses, viene del segundo momento romántico en la Francia de los años 30 del siglo XIX; esta vez, con una alta dosis de “frenetismo”, es decir, con una impronta gótica más acendrada. Más que Chateaubriand o Madame de Staël, y hasta el propio Victor Hugo, el precursor será Charles Nodier, bien nutrido de las sensaciones fuertes que aporta la literatura alemana e inglesa. ¿Sus autores principales?: Gérard de Nerval, Théophile Gautier, Petrus Borel, Alphonse Rabbe, Aloysius Bertrand… Estos “pequeños” escritores del XIX son aquellos que las vanguardias francesas del siglo XX han reivindicado como los más importantes de su momento.
Si por sus contenidos y ejecución estilística el poema en prosa antecedió al decadentismo y a las vanguardias artísticas en el siglo XX, en manos de Baudelaire lo decisivo no fue el estilo o la técnica literaria llevados a la perfección; antes bien, la novedosa forma de mirar –y ver– esta propia ciudad moderna, mecánicamente objetiva y, al mismo tiempo, subjetiva e interior. Es a lo que se refería Calasso cuando escribía que lo novedoso, en el francés, era aquella “cacería de imágenes sin principio ni fin, aguijoneada por el demonio de la analogía”. En otras palabras: la capacidad que tiene el escritor moderno de “ver”, pero solamente porque es un hombre desasido y sin ataduras dentro de una multitud que es fuente de vitalidad renovadora; un yo-piel (de creerle a Didier Anzieu) aunque cultivado en soledad; un hombre que deambula: un flâneur…
Así, la ciudad industrial, maquínica y racionalista, captada por la mirada del paseante, pierde su materialidad y se transforma en figura de lenguaje; pero, en el centro de ese lenguaje, lo que hay es un hueco por el que caen velozmente la ciudad, el lenguaje y hasta el propio escritor, lo que, además de anticipar el ocaso y nacimiento de las nuevas formas del movimiento literario decadente –del cual Baudelaire es uno de sus principales referentes–, nos recuerda aquel “destruir para crear” del científico y teórico fundamental del anarquismo, Piotr Kropotkin.
Es interesante observar, además, cómo, en su momento frenético, la concepción y escritura del poema en prosa coincide con el repliegue de una intelectualidad contestataria y decepcionada ante el fracaso revolucionario en la Francia posnapoleónica de los años 30; y luego, ya en Baudelaire, véase entonces la relación entre su redacción y el París revolucionario de 1848, donde el joven dandy francés tuvo una activa participación en las barricadas obreras, gritando contra su tutor legal, el general Aupick, a quien siempre odió por, supuestamente, haberle robado el amor de su madre, Caroline Dufaÿs, participación revolucionaria de la que después se apartaría con aristocrático desdén.
Más que una estética, en la pluma de Baudelaire el poema en prosa comporta una metafísica: brota de un sujeto extasiado ante “lo ejemplar”, ante lo intrascendente de esa ejemplaridad, de esas bagatelles expresadas en forma penetrante y ligera, dentro de un París ya plenamente bajo el signo de la administración centralizada, del capital y del consumo mercantil en todas sus esferas: cultura y trabajo, tiempo y espacio, e incluso el cuerpo humano. Nos cuesta creerlo, pero ese mundo sigue siendo el nuestro. De ahí su ya vieja originalidad y su tenaz pervivencia: su actualidad renovada. Aunque, por supuesto, el espacio social contemporáneo es más fantasmagórico aún…
Es de esa subjetividad vinculada al capitalismo que nace el poema en prosa; de ese hombre perdido, antihéroe, saltimbanqui y equilibrista, anulado dentro de una masa anónima que se prestará a tomar todas las venganzas posibles en el siglo XX, ya como fiel rebaño dentro de los totalitarismos de derecha o de izquierda. No es ocioso señalar que este es el mismo ser humano que anticipa Edgar Allan Poe en su cuento “El hombre de la multitud”. Y después, en el XX, retoma James Joyce en Retrato del artista adolescente y, con más plenitud, en Ulises.
Profundamente musical, esa prosa es melodía incisiva adaptada a los ritmos sincopados de una subjetividad fragmentada y responsable de los horrores políticos de los totalitarismos por venir: subjetividad criada y nutrida en el rencor y el resentimiento, y pronta a ser estudiada por el psicoanálisis y la sociología. Descomposición psíquica, estilística y social, que Baudelaire también anticipará –con plena conciencia, que eso es lo importante en él–: rotura del lazo y el compromiso social, independencia del individuo con respecto al conjunto.
Prosa con ritmo, sin embargo, capta más un choque momentáneo, un instante, que una fluencia temporal: captura más el spleen que el ideal… pero, de igual forma, transforma el spleen en ideal: transforma el aburrimiento, el tedio y hasta lo grotesco en obra de arte. De aquí que siempre –como a otros lectores de su obra– me ha gustado ver la lucha de Baudelaire bajo la luz de la frase final con que cierra uno de sus poemas en prosa: “El estudio de lo bello es un duelo en que el artista grita de espanto antes de ser vencido”. También lo anota Kafka, en una Europa ya en la recta final hacia el desastre: “El arte es un estar deslumbrado por la verdad. Lo único verdadero es la luz en el rostro monstruoso que retrocede”. ¿Quién no piensa en La balsa de la Medusa, de Théodore Géricault? ¿Quién no piensa en La barca de Dante, de Eugène Delacroix, amigo personal y pintor preferido de Baudelaire? Y, sobre todo, ¿quién no piensa en el ángel de Paul Klee? Aquel pequeño cuadro que para Benjamin –ya en pleno desastre– fue símbolo y cifra de la modernidad en su doble movimiento de creación y destrucción.
El poema en prosa es instante condensado en palabras: pura trascendencia o intrascendencia, según se quiera ver. Espíritu conciso, pero nunca prosaico; prosa vital, carnal y nerviosa: fundamento fisiológico de un texto –se ha dicho– que se concibe como tejido vivo, casi en descomposición. Ironía y juego a la vez; ironía que nace de la conciencia y el sentimiento de estar, al mismo tiempo, dentro y fuera del juego: única posibilidad que tiene la mirada de tomar saludable distancia.
En consecuencia, necesidad de un lector ideal –¿nosotros?– que establece una relación amorosa con el texto, en función de valorarlo e interpretarlo según su propia condición anímica. Texto –lector y ciudad– por ese proceso irresistible de mezcla y contaminación del que nos hablaba Benjamin, pierden su esencia, y es entonces que lo ambiguo pasa a ocupar el lugar de lo auténtico. Con un novedoso lenguaje, riguroso método cartesiano para tratar el idioma del cual, sin embargo, no van a estar excluidas palabras de la modernidad urbana e industrial, como son: quinqué, vagón, reverberación, ómnibus, etc. Baudelaire intenta dar la sensación de unidad entre lo transitorio y lo perdurable: obtener lo eterno de lo transitorio.
Es en esta paradójica alianza –como en sus mejores poemas– que Baudelaire continuó fiel a su destino de observarse con mirada acerada, con ironía mordaz: destino ejemplar del escritor moderno. Es como el dandy perfecto que fue, que Baudelaire se apropia de esa imagen haciendo un giro paradójico del espejo; despojándose de esa falsa máscara obtenida por la visión especular y de la imagen inventada e invertida de un reflejo. Así colocó su rostro de Narciso quemado “entre el papel sobre el que escribo y yo”. Así fijó la estela del “héroe literario” moderno, el escritor centrado, único sujeto y espectáculo dentro de su soledad: la víctima y el verdugo que dibujó en uno de sus poemas emblemáticos; mártir de una modernidad como proyecto siempre inconcluso que tuvo en sus poemas en prosa uno de los momentos más altos.