Una biblioteca se inicia siempre como un acto de pasión, antes de convertirse en un gran sacrificio. Me refiero solo a las bibliotecas personales, alentadas por alguien que, como pequeño demiurgo, las funda y alimenta a su imagen y semejanza. Las bibliotecas institucionales son otra cosa: su frialdad, su especialización, les presta el aire corporativo y desabrido de un directorio telefónico.
En mis años de estudiante recorría las librerías de viejo de La Habana y dentro de su público heteróclito hallaba con frecuencia a escritores noveles que buscaban Las flores del mal, Ulises o El juego de abalorios y si daban, tras muchas fatigas, con el Grial ante el que sacrificaban algunas veces necesidades elementales, aseguraban que tal adquisición era necesaria para forjar un gran proyecto literario que los daría a conocer. Los libros consagrados y vivos eran parte de la hoguera que nutriría su pasión literaria.
Muy diferentes eran otros clientes de aquellos comercios repletos de personajes novelescos. Se trataba de los coleccionistas. Casi nunca hurgaban en los estantes, sino que iban, con santo y seña, a conversar en voz baja con el encargado del negocio. En ellos casi nunca lo buscado tenía que ver con la grandeza literaria de un texto o con el aliento escritural que pudiera trasmitirles, lo suyo era la rareza de las ediciones. Unas veces perseguían el Libro de los ingenios, escrito en sus ocios trinitarios por el médico y hacendado advenedizo Justo Germán Cantero e ilustrado por Laplante; otras, las memorias de un juez olvidado o las confesiones de un senador funambulesco. Casi nunca procuraban títulos nuevos. Eran capaces de acumular en sus libreros veinte ediciones de la misma monografía o epistolario, sencillamente porque diferían en un par de páginas, o porque tal tirada, por reducida, otorgaba un valor fabuloso al volumen o quizá ostentaba el ex libris de un coleccionista legendario. Conocí a alguno cuya obsesión era acariciar las cubiertas en cuero repujado o cartoné como si fuera a lamer los ribetes dorados. Semejaban a las marquesas viudas que siguen comprando compulsivamente joyas, aunque desde hace mucho no aparecen por la ópera o por los salones mundanos y las encierran en una caja de seguridad, sin exhibirlas ni prestarlas. Listas para ser malbaratadas por sus herederos.
La mayoría de los que emprenden la fatigosa tarea de fundar una biblioteca personal sueñan con la inmortalidad de esta. Consideran que le han cedido su alma incorruptible y, por tanto, aunque ellos desciendan al Hades, estas continuarán infatigablemente con ese doble proceso de multiplicarse en número y a la vez ser cada día más selectas. Solo la piedad divina hace que no se enteren en el otro mundo del destino real de tales colecciones que suelen ser víctimas lo mismo de las crisis familiares, de la humedad, de los huracanes, cuando no de depresiones económicas o tormentas políticas. El destino de la biblioteca de Alejandría no fue más que la advertencia del paso del Ángel Exterminador por gabinetes más modestos.
Hay escritores que aparecen ligados a una colección que la memoria ingenua hiperboliza. Los biógrafos de Julián del Casal hacen énfasis en la influencia que ejerció sobre él tener acceso a la rica biblioteca de la familia de su amigo Ramón Meza. No hay por qué dudarlo, pero el poeta, en su desinstalada bohemia conservó, al parecer, muy pocos libros, lo que le permitía presumir de lo extremadamente selecto del conjunto. Que sepamos, otra vida errante como la de José Martí no tuvo como fondo estanterías rebosantes de volúmenes. En cada sitio por donde pasó dejó unos pocos y murió solo con una Vida de Cicerón en la mochila que seguramente no era su ejemplar preferido. Algunos ingenuos lectores de Lezama creen que no pudo forjar Analecta del reloj o Paradiso sin una biblioteca multiforme y pantagruélica y se apoyan en uno de los ensayos de La cantidad hechizada: “La biblioteca como dragón”. Tales exegetas tienen la ingenuidad de creer que las bibliotecas no solo atesoran un conjunto de obras ejemplares, sino que a cada escritor debe acompañar una que sea de su talla. De hecho, los volúmenes que han podido rescatarse y catalogarse del habitante de Trocadero no dan evidencia de que por su amplitud fuera siquiera una de las grandes bibliotecas habaneras de su tiempo y por otro lado muchos de los títulos que pudieron resultarle inspiradores no estaban en ella, sino que provenían de préstamos, de lecturas fragmentarias en el castillo de la Real Fuerza, o de su imaginación creadora a la que le bastaba un diente del dragón para disertar sobre la fisiología incendiaria del monstruo. Suponer que la obra lezamiana procede directamente de las emanaciones de una estantería particular, es como pretender que toda la creación literaria de Jorge Luis Borges tuvo como origen su condición de director de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires.
Las bibliotecas son desafíos, incitaciones, puntos de partida y a veces espejismos. Los auténticos escritores no coinciden con la lista de bibliógrafos de un país. Leyeron lo suficiente para producir algo nuevo, pero no vivían sujetos al libro como escribas que acumulan infinitos comentarios del mismo versículo. Es el caso de la mística Teresa de Ávila. Ella cuenta que en su celda juntó muchos libros de devoción en lengua castellana de los que se imprimían en su tiempo. El Santo Oficio, siempre afanoso de reprimir herejías, en un gesto hiperbólico de celo textual, en vez de separar el trigo de la paja, decidió prohibirlos y recogerlos todos. Quitó pues la superiora cada uno de los volúmenes a la monja castellana y esta creyó quedar sin fuente para la devoción y la escritura, pero en una visión contempló a Jesucristo que le decía: “Yo te daré libro vivo”. Y cambiado el estudio textual por la experiencia espiritual produjo los libros menos librescos del mundo, desde el relato de su vida andariega a la joya cincelada del “Castillo interior”, sin olvidar sus letrillas y coplas, donde se canta a las ansias de Dios como si se capeara a un toro de sangre andaluza en el ruedo del alma.
Escribo esto desde un sitio en Extremadura a donde la vida —esa que no cabe en libros— me ha traído. En mi casa de La Habana quedaron las dos habitaciones donde apenas cabía ya mi biblioteca. Esa que guarda los libros que me obsequiaron en mi niñez: La Edad de Oro, Platero y yo, Alicia en el país de las maravillas, aquellos que me regalaron en mi adolescencia, sea una Antología general de la literatura española pergeñada por Juan Chabás, el Amadís de Gaula, la Vida y escritos de Juan Clemente Zenea de Enrique Piñeyro y los que fui acumulando en décadas de búsquedas. De todos ellos, solo hoy me contemplan desde un magro estante de la sala del apartamento que he convertido en despacho, mientras esto escribo, las obras completas de San Juan de la Cruz, las de Santa Teresa publicadas por Aguilar, un ejemplar de Claros del bosque de María Zambrano que me regalaron poco antes de partir y una Biblia. Me consuela pensar que otros tuvieron menos para nutrirse. Y me alcanza la suficiente lucidez como para comprender que esa biblioteca que alimenté por casi seis décadas ya no volverá a mí. Aún si pudiera rescatar una decena de ejemplares sería siempre el recordatorio de lo perdido. Ahora es tiempo de encontrar el libro vivo. Válgame la Santa Doctora.
Hace pocos años concluí un conjunto de poemas que quise titular —sin percibir todavía el sabor profético de tal denominación— Las bibliotecas perdidas, pues así se llama el texto que lo cierra. Aquí lo pongo, en el agujero de estas y otras pérdidas, con la sensación de que ahora, en mi nueva vida, serán espiritualidad y fantasía las que deban guiarme, mejor que libros impresos.
BIBLIOTECAS PERDIDAS
Cuando yo no esté
dispersa los libros.
No tengas piedad
con los lomos indefensos,
la página marcada,
el ejemplar que me dedicaron
en un día indescifrable.
La mayor vanidad
es fundar una biblioteca,
como quien pretende
detener al mundo por media hora
o dar un orden
a la dispersión de tantas vidas.
Juntar libros es más grave
que juntar palabras
porque las palabras
son apenas escamas de la piel de Dios
desprendidas el día
que le escuece el espíritu
porque no comprende a los hombres.
Caen a tierra y su reflejo
que va del nácar al barro
deslumbra los ánimos febriles
y procuran con ellas
sacar de dos estaciones un rostro,
conformar el romance, el carnaval,
la tragedia recurrente como el tedio.
Es pecado emparejar y coser las palabras,
unas apretadas a las otras,
especies que escaparon al diluvio
con el que Dios borró una página.
Las bibliotecas son la ebriedad de la escritura,
el papel cosido como ídolo a lo cotidiano,
por eso un día arden o se dispersan
y nadie vuelve a juntarlas.
Se han hecho escamas un poco mayores
de la tristeza y el fracaso de Dios.
Para quien se nutre de palabras
solo es posible ser devorado
por una biblioteca
o combatirla con el ayuno
y las armas de la noche.
No me digas que Rilke, Mallarmé o Martí,
no insinúes que yo mismo…
Las mejores bibliotecas son las que se han perdido
y dejaron en su sitio unas ruinas
donde hace el amor la gente desesperada
o el viento arrastra entre las hierbas
los pergaminos chamuscados
junto a tantas preguntas
que no merecen —al menos en estos tiempos—
una respuesta formada por palabras.
Cuando me marche
escribe en la puerta de la estancia:
El pasado se descompone aquí
como los sueños.
Solo las páginas recordadas
merecen sobrevivir al sacrificio.
¡Bienvenido al club!