María Negroni ha levantado un museo sin paredes en La idea natural (Acantilado, 2024), un mappa mundi en éxodo perpetuo hacia la escritura. Páginas que reúnen cuarenta y nueve figuras: una curaduría de espíritus, una taxonomía emocional de quienes se han dejado arrastrar —con una cuota de delirio— por el vértigo de nombrar las cosas.
Se trata, sin embargo, de algo distinto a una historia de la ciencia o un itinerario biográfico de naturalistas excéntricos. Este libro, como los Wunderkammer del Renacimiento, está poblado de maravillas, obsesiones y exactitudes inútiles que le dan sentido al mundo. Lucrecio, Paracelso, Humboldt, Nabokov: cada uno entra en escena como evidencia de una sensibilidad que persigue el misterio y, al hacerlo, revela la arquitectura secreta del mundo: la Letra.
Como recuerda la autora, citando a Buffon, “el discurso de la naturaleza es la naturaleza transformada en discurso”. De ahí el gesto que atraviesa el libro: se privilegia la lectura sobre la simple mirada. “Me interesa registrar los discursos elaborados sobre la naturaleza, sumergirme en los datos de una naturaleza escrita”. Esa es la clave. Lo vivo aquí se reconfigura en palabras; se convierte en archivo estético, categorización, forma. El entorno natural como estilo.
Negroni compone en lugar de narrar. La suya es una poética fascinada por la organización del saber. Su prosa, cargada de imágenes y guiños, resulta a menudo más lírica que informativa, más hechizo que explicación. En su estilo hay algo que evoca a las miniaturas japonesas: economía de espacio, intensidad de trazo y un cuidado por el detalle que convierte cada fragmento en un acto de contemplación. Como ella misma señala, se trata de “traducir, con palabras lisas, la complejidad del mundo. De encontrar en las enumeraciones un antídoto contra la ansiedad y el caos”.
Una muestra de esta poética puede encontrarse en pasajes —postales, viñetas— como el dedicado a Lucrecio, donde el poeta romano emerge como quien “alumbra un poema donde la ciencia cante”, un físico de lo invisible que torna la materia en visión lírica. En el de Maria Sibylla Merian, Negroni rescata a una mujer que en el siglo XVII abandona el matrimonio para dibujar insectos en Surinam, y la transforma en emblema de la hibridez radical: artista y entomóloga, marginal y pionera, “alguien que ejerce el arte de no pertenecer”. Y en el de John Cage, el compositor surge desde El libro de las setas más que desde la música, un tratado insólito donde naturaleza y lenguaje se confunden, “una micología del azar” que dialoga con la estructura del propio volumen.
Como en la mejor tradición de los ensayos que se desvían —piénsese en Walter Benjamin o en Montaigne— La idea natural avanza serpenteando; se permite digresiones que resultan ser, siempre, el verdadero centro. Cada retrato evoluciona hacia un gabinete de ecos, donde “las presencias que desfilan incluyen más que solo científicos o naturalistas. Hay también fotógrafos, pintores, ilustradoras, cineastas, alquimistas, escultoras, filósofos, revolucionarias, compositores, poetas y novelistas”. Estamos ante un libro que construye su propia botánica del lenguaje, donde predomina el reino de lo escrito sobre la mera observación: la materia viva, convertida en texto, se vuelve registro, metáfora. Y en ese gesto, Negroni comulga con quienes retrata: escribe la naturaleza en lugar de observarla.
Vladimir Nabokov —lepidopterólogo y novelista (en ese orden, como le gustaba que figurara en sus fichas biográficas)— interrumpió una vez una conferencia sobre literatura para corregir la clasificación taxonómica de una mariposa que alguien había mencionado al pasar. La historia, recogida con humor por sus alumnos, no habla solo del rigor del científico, sino de la devoción del escritor. Para Nabokov, una mariposa mal nombrada era una lesión en el lenguaje. En La idea natural, María Negroni recoge ese mismo impulso: el imperativo de no traicionar la complejidad de lo viviente. Y lo hace desde la escritura, ese otro arte de clasificar lo invisible.
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