Berliozianas: ‘Bolero’ (1928), anatomía de un colapso delicado

Una marcha casi fisiológica, concebida en pleno delirio febril. Pensemos en el Bolero como aquel personaje enigmático que llega a una velada y se limita a repetir una única sentencia durante horas. Y para estupor de la concurrencia, nadie puede —ni desea— apartar la mirada. Idea sola, letanía única expuesta con la obstinación de un neurótico de alta alcurnia, cuyo ropaje orquestal evoluciona como un escándalo de salón revelado en susurros cada vez más audibles.

Compuesta por encargo de Ida Rubinstein para un ballet —créalo, la rusa pretendía danzar sobre esto—, la pieza avanza cual cortejo: calculada, inexorable, casi abstracta. Todo se inicia sobre el ostinato de un tambor que parece advertir: «La premisa es esta. No habrá otra. Y le aseguro que no la echará en falta». Luego se suman las maderas, las cuerdas, los metales, todos contagiados por la misma y estilizada monomanía. Aquí no hallaremos desarrollos temáticos, ni fugas, ni artificio alguno de variación. Solo un meticuloso crescendo de volumen, textura y tensión. La crónica de un arrebato sin catarsis, como si el clímax se cancelara por razones estrictamente estéticas.

Y era precisamente esa la intención de Ravel. En sus propias palabras, el Bolero es un ejercicio “sin música”, un puro mecanismo orquestal. Traducción: le estoy seduciendo con una arquitectura deliberadamente vacua, y usted, querido oyente, terminará por aclamarla de pie. Un experimento tan insolentemente exitoso que ha terminado por musicar desde piruetas sobre hielo hasta epifanías de dudosísimo gusto en la publicidad de perfumes.

Por supuesto, el desenlace resulta en detonación. Una modulación abrupta, casi una agresión armónica, como si el maestro de ceremonias pulsara un botón de pánico en mitad del trance colectivo. Al concluir, el auditorio queda suspendido en esa incómoda disyuntiva entre la ovación y la necesidad de un cigarrillo. El Bolero es la demostración de que la insistencia, cuando deviene metódica, se confunde con la hipnosis; que el deseo, para ser universal, requiere de un andamiaje implacable; y que una sola idea vestida con el debido lujo, puede someter a las masas —o, cuando menos, dejarlas al borde de un colapso exquisitamente orquestado.

En una ocasión, una señora se acercó emocionada a felicitarlo por la belleza de la obra y confesó entre suspiros: “Maestro, ¡qué maravilloso es su Bolero!… he imaginado todo un romance al escucharlo”. “Madame, usted se ha engañado. Es una pieza para orquesta sin música”, respondió el compositor con la cortesía de los indiferentes. Alejado de las explicaciones, Ravel llegó a odiar la fama repentina del Bolero con la misma intensidad con la que lo defendía como experimento. Cuando un director lo ejecutó a un tempo más rápido del indicado, Ravel dijo que aquello era una caricatura prematura de su propio funeral. Si bien desde el placer, el Bolero no deja otra opción que padecerlo.

 

 


Imagen: Wassily Kandinsky, Several Circles, 1926. Solomon R. Guggenheim Museum, New York City.

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