Ciencia y silencio: leyendo ‘The River’ en el siglo XXI

En uno de mis habituales paseos por las bibliotecas públicas americanas y sus estantes repletos de descartes, me encontré el libro The River, de Edward Hooper, del que nunca había oído hablar. Se trata de un volumen de casi mil páginas, publicado en 1999, que sostiene una hipótesis polémica sobre el origen del virus del SIDA.

El libro, riguroso en su investigación y casi obsesivo en el acopio de datos, propone que el VIH-1 —el causante de la pandemia de SIDA— podría haberse originado en el Congo Belga a finales de los años 50, como consecuencia del uso experimental de una vacuna oral contra la polio cultivada en tejidos de chimpancé. Esta idea, conocida como la hipótesis OPV (Oral Polio Vaccine), fue recibida con gran resistencia por parte de la comunidad científica. Lo sorprendente no es tanto que se rechazara —la ciencia vive de rechazos tanto como de hallazgos—, sino cómo se rechazó, y qué se dejó de investigar.

Tras cerrar el libro, no pude evitar seguir tirando del hilo. ¿Había sido refutada? ¿Qué ocurrió con las muestras? ¿Qué pasó con los científicos involucrados? ¿Por qué no se ha traducido The River al español?

Lo que encontré fue una historia que oscila entre el thriller epidemiológico y el drama institucional. En 2000, poco después de la publicación del libro, el renombrado biólogo evolutivo W. D. Hamilton —que no era un defensor directo de la teoría OPV, pero sí un firme creyente en la necesidad de someterla a prueba— viajó al Congo para recoger muestras biológicas. Murió al poco tiempo de regresar, víctima de malaria cerebral. Su muerte marcó simbólicamente un punto de inflexión.

Ese mismo año, un simposio organizado en la Royal Society se encargó de examinar públicamente la hipótesis. La conclusión oficial fue clara: no había evidencia de que las vacunas usaran tejido de chimpancé ni de que estuvieran contaminadas con virus simios. Caso cerrado. O al menos, eso parecía.

Pero si uno escarba un poco más, hay razones para mantenerse escéptico, no respecto de la teoría misma —que hoy parece desmentida por múltiples análisis genéticos y moleculares—, sino sobre la forma en que fue gestionada, desacreditada y archivada. ¿Por qué tardó tanto la comunidad científica en analizar las muestras originales? ¿Por qué hubo tanto silencio institucional previo a la publicación de The River? ¿Por qué tantos expertos que aparecen en el libro, muchos de ellos entrevistados con nombres y apellidos, decidieron más tarde minimizar su papel, relativizar sus recuerdos o desdecirse?

Al leer el libro, uno no tiene la sensación de estar ante una teoría conspirativa —aunque hay elementos que podrían tentarnos a verlo así—, sino ante una pregunta legítima que fue recibida con hostilidad institucional. La hipótesis OPV se desmorona, al parecer, por falta de pruebas: las vacunas no estaban contaminadas; el VIH circulaba en humanos antes de su fabricación. Pero lo que no se desmorona tan fácilmente es la crítica que Hooper deja flotando: la ciencia, como cualquier institución humana, tiene zonas ciegas, protege reputaciones, encubre errores y, a veces, silencia preguntas incómodas. Más aún cuando esas preguntas podrían implicar responsabilidades éticas en una catástrofe sanitaria global.

Un dato más inquietante: The River no ha sido traducido al español. No existe edición en nuestra lengua, ni siquiera fragmentaria, a pesar de que el libro fue nominado al Premio Pulitzer y a pesar de su importancia potencial para repensar el modo en que gestionamos la investigación científica y sus errores. ¿Es un olvido editorial? ¿Un síntoma de desinterés? ¿O la demostración de que ciertos libros, cuando interpelan demasiado de cerca a los poderes médicos y científicos, simplemente se dejan morir en silencio?

Como lectora disciplinada que soy, he leído muchos materiales sobre pandemias, de epistemología, de pensamiento crítico. He vivido, como todos, el largo túnel del COVID-19, sus vacíos de información, su avalancha de datos contradictorios. Y no puedo evitar leer The River desde esa experiencia: no como una teoría alternativa sobre el origen del SIDA, sino como un documento valioso sobre cómo la ciencia —sobre todo cuando se ve forzada a defender su autoridad institucional— puede llegar a comportarse como cualquier otra forma de poder.

Hoy sabemos que el VIH-1 probablemente pasó a los humanos entre las décadas de 1910 y 1930, quizá por contacto con sangre de simios durante la caza o la manipulación de carne silvestre en África central. Sabemos también que las cepas del virus muestran una diversidad anterior a los años 50, lo que parece descartar la hipótesis OPV como origen. Pero esa conclusión no invalida la inquietud de fondo: ¿qué otras verdades médicas están siendo silenciadas en nombre de una autoridad científica que se presenta como incuestionable?

Leer The River no es solo una inmersión en el misterio del origen del SIDA. Es también una lección sobre cómo opera el conocimiento cuando se ve enfrentado a su propia vulnerabilidad. Es un libro imperfecto, extenso, discutible. Pero también es un acto de coraje intelectual. Y, sobre todo, una advertencia: no siempre es el error lo que más cuesta a la ciencia, sino la negativa a mirarlo de frente.

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