Tras solo 30 años —o como quizá diría Joyce: “a blink in the wink of eternity”, o aquel tango de Gardel: “es un soplo la vida, veinte años no es nada”— el grupo de lectura más persistente del hemisferio occidental ha logrado lo que solo se creía posible bajo el efecto combinado de masoquismo, cookies y exceso de café: terminar Finnegans Wake.
Este club californiano, armado con diccionarios etimológicos, mapas oníricos y una paciencia que haría sonrojar a Penélope, se embarcó en 1995 en la lectura del texto más opacamente brillante del siglo XX. Su método fue sencillo: una página al mes, pausa para llorar, debatir, y volver a fingir que entendían. Y ayer, por fin, cerraron el libro. Literalmente lo cerraron, y se miraron.
Durante estas tres décadas, miembros del grupo han envejecido, mudado, reencarnado, y aun así persistieron. Algunos creen que el texto les otorgó capacidades cognitivas únicas; otros simplemente desarrollaron una habilidad sobrenatural para detectar cuándo una oración no tenía sujeto, verbo ni complementos.
Un miembro del club declaró: “Ha sido como intentar descifrar el sueño húmedo de un políglota con fiebre”. Otro añadió: “Probablemente ahora entendamos menos el inglés que antes de empezar”, mientras otra confesaba que aún no estaba segura si Finnegans Wake era una novela, una broma, o una receta codificada para sopa de mariscos.
Bookish & Co. felicita a este grupo por su hazaña literaria, su paciencia sobrehumana y valentía existencial. Ahora, con Beowulf en el horizonte (y sin subtítulos), el club planea relajarse.
Se rumora la apertura de una nueva convocatoria para la lectura de Finnegans Wake, matrícula gratis para un selecto grupo de escritores cubanos. Psicofármacos también gratuitos tras primer análisis.