Citario de París

Citario. Deriva del latín «citāre» (citar) más el sufijo «-ārium» (repositorio), similar a «bestiario». Neologismo del siglo XXI, surgió entre los eruditos hispanohablantes de Bookish & Co., con raíces en antologías antiguas y florilegios. «Citario» se relaciona con libros medievales de lugares comunes (como de Erasmo) y proto-ejemplos del XIX, como «Familiar Quotations». Este «Citario de París» celebra la ciudad más literaria y libresca, la que es ella misma escritura e imagen de los tiempos.

Escritores, escultores, arquitectos, pintores y aficionados apasionados por la belleza hasta aquí intacta de París, queremos protestar con todas nuestras fuerzas, con toda nuestra indignación, en nombre del gusto francés mal apreciado, en nombre del arte y de la historia franceses amenazados, contra la erección, en pleno corazón de nuestra capital, de la inútil y monstruosa Torre Eiffel. ¿La ciudad de París seguirá por más tiempo asociada a las barrocas y mercantiles imaginaciones de un constructor de máquinas para deshonrarse y afearse irreparablemente? Pues la Torre Eiffel, que ni la misma y comercial América querría, es, no lo duden, la deshonra de París. Todos lo sienten, todos lo dicen, todos se afligen profundamente, y no somos más que un débil eco de la opinión universal, tan legítimamente alarmada. Por último, cuando los extranjeros vengan a visitar nuestra Exposición, exclamarán sorprendidos: «¿Cómo? ¿Éste es el horror que los franceses han encontrado para darnos una idea del gusto del que tanto presumen?» Tendrán razón si se burlan de nosotros, porque el París de los góticos sublimes, el París de Puget, de Germain Pilon, de Jean Goujon, de Barye, etc., se habrá convertido en el París del Señor Eiffel.»

Le Temps, 14 de febrero de 1887. Extracto de la «Protesta de los artistas», firmada entre otros por Ernest Meissonier, Charles Gounod, Charles Garnier, William Bouguereau, Alexandre Dumas (hijo), François Coppée, Leconte de Lisle, Sully Prudhomme y Guy de Maupassant.

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En París hay infinitas librerías; por todas partes se ven libros. La primavera en París es la estación más adecuada para el paseo lento, distraído, meditativo; la temperatura es clemente; el cielo, como casi siempre en París, nos muestra su ceniza, los árboles expanden su follaje en el ambiente dulce. Vayamos recorriendo los puestos de libros viejos a lo largo de los malecones del Sena. El río se desliza manso, de color acerado; entre la fronda de los copudos plátanos entrevemos lo gris del cielo. Tomamos un libro de un tabanco, lo hojeamos y lo volvemos a dejar. Alguna vez compramos un volumen que nos incita a la lectura.

(…)

En cualquier parte de París hay libros; no se desdeñan los libreros de nuevo de vender libros antiguos; casi todas las librerías nuevas venden libros antiguos. Y es rara la librería en París que no tenga en la puerta sus tabancos henchidos de volúmenes nuevos y viejos, donde el curioso puede escudriñar a su talante. Pobres lectores se ven que, en pie, con un libro en la mano, un libro que acaba de salir de las prensas, trataban de seguir leyendo, ahuecando con cuidado las hojas en lo que no está cortado. Libando como abejas en la flor —libando imperfectamente—, estos indigentes lectores pueden formarse una idea —idea fragmentaria— del libro que acaba de publicarse.

Azorín, Libros, buquinistas y bibliotecas. Crónicas de un transeúnte: Madrid-París (Fórcola Ediciones, Madrid, 2014)

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Maupassant desayunaba a menudo en el restaurante de la Torre, pero la Torre no le gustaba: «Es —decía— el único lugar de París desde donde no la veo». En efecto, en París hay que tomar infinitas precauciones para no ver la Torre; en cualquier estación, a través de las brumas, de las primeras luces, de las nubes, de la lluvia, a pleno sol, en cualquier punto en que se encuentren, sea cual sea el paisaje de tejados, cúpulas o frondosidades que les separe de ella, la Torre está ahí, incorporada a la vida cotidiana a tal punto que ya no podemos inventar para ella ningún atributo particular, se empeña simplemente en persistir, como la piedra o el río, y es literal como un fenómeno natural, cuyo sentido podemos interrogar infinitamente, pero cuya existencia no podemos poner en duda. No hay casi ninguna mirada parisina a la que no toque en algún momento del día; cuando, al escribir estas líneas, empiezo a hablar de ella, está ahí, delante de mí, recortada por mi ventana; y en el mismo instante en que la noche de enero la difumina y parece querer que se vuelva invisible y desmentir su presencia, he aquí que dos pequeñas luces se encienden y parpadean suavemente girando en su cima: toda esta noche también estará ahí, ligándome por encima de París a todos aquellos amigos míos que sé que la ven; todos nosotros formamos con ella una figura móvil de la que es el centro estable: la Torre es amistosa.

Roland Barthes, La Torre Eiffel. Textos sobre la imagen (Paidós Comunicación, Ediciones Paidós Ibérica, Barcelona, 2001, traducción: Enrique Folch)

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La verdadera finalidad de los trabajos haussmannianos consistía en asegurar la ciudad contra la guerra civil. Quería imposibilitar cualquier levantamiento futuro de barricadas en París. Con esta intención introdujo Luis Felipe el pavimento con tarugos de madera. Y, sin embargo, las barricadas desempeñaron un papel en la revolución de Febrero. Engels se ocupa de la técnica de la lucha en las barricadas, Haussmann quiere impedirla de dos maneras. La anchura de las calles hará imposible su edificación y calles nuevas establecerán el camino más corto entre los cuarteles y los barrios obreros. Los contemporáneos bautizarán la empresa como l’embellissement stratégique.

Walter Benjamin, «París, capital del siglo XIX» (Iluminaciones, Taurus – Penguin Random House, 2018, traducción: Jesús Aguirre)

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Cuando comenzaron las obras de Haussmann en los bulevares, nadie comprendió por qué los quería tan amplios; de treinta a noventa metros de ancho. Solamente cuando la obra estuvo concluida, se comenzó a ver que estas calles inmensamente anchas, rectas como flechas, que se extendían a lo largo de kilómetros, serían las vías rápidas ideales para el tráfico pesado. El macadam, la superficie con que habían sido pavimentados los bulevares, era notablemente liso y ofrecía una tracción perfecta para las patas de los caballos. Por primera vez, jinetes y conductores podían lanzar sus caballos a toda velocidad en pleno centro de la ciudad. Las mejores condiciones de las calles no sólo aligeraron el tráfico previamente existente, sino que —como lo harían las autopistas del siglo XX a mayor escala— contribuyeron a generar un volumen de tráfico nuevo mucho mayor de lo que nadie, fuera de Haussmann y sus ingenieros, había previsto. Entre 1850 y 1870, mientras la población de la ciudad (con exclusión de los suburbios recién incorporados) crecía en cerca de un 25 por ciento, pasando de 1 300 000 a 1 650 000, el tráfico en el interior de la ciudad parece haberse triplicado o cuadruplicado. Este crecimiento puso de manifiesto una contradicción en el corazón del urbanismo de Napoleón y Haussmann. Como dice David Pinkney en su documentado estudio Napoleon III and the rebuilding of Paris, los bulevares «tuvieron desde el comienzo una doble función: llevar la corriente principal del tráfico a través de la ciudad y servir como calles mayores comerciales, pero a medida que crecía el volumen del tráfico, ambas cosas resultaban poco compatibles». Esta situación era especialmente incómoda y aterradora para la gran mayoría de los parisienses que iban a pie. El pavimento de macadam, fuente de orgullo especial para el emperador —que jamás iba a pie— era polvoriento en los meses secos de verano y fangoso cuando llovía o nevaba. Haussmann, que tuvo diferencias con Napoleón acerca del macadam (una de las pocas cosas por las que se enfrentaron) y que saboteó administrativamente los planes del emperador para cubrir toda la ciudad con él, decía que esta superficie requería que los parisienses «tuvieran un carruaje o caminaran con zancos». Así la vida de los bulevares, más radiante y excitante de lo que lo había sido jamás la vida urbana anterior, era también más arriesgada y aterradora para las multitudes de hombres y mujeres que se desplazaban a pie.

Marshall Berman, Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad (Siglo XXI Editores, México, 1988, traducción: Andrea Morales)

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Rimbaud, tan joven en el momento de las barricadas de la Comuna, no resistió a esta ilusión. París es la «ciudad santa», escribe, la «ciudad elegida», bendecida por el pasado, «la cabeza y ambos senos lanzados al Porvenir», es la comunidad que «la tormenta» (en este caso, las jornadas revolucionarias) consagró «suprema poesía» para siempre. La identidad de la metrópolis en exceso de sí y de la poesía, un exceso del espíritu sobre el lenguaje, encontró en esos versos de «París se repuebla» su expresión más sorprendente. Y, sin embargo, todo comenzó a cambiar. Este poema, o «Las manos de Juana María», que hablan de tanto entusiasmo, son contemporáneos al aplastamiento de la Comuna, que fue el último acto de reconocimiento mutuo, de solidaridad bajo el signo del futuro que haya conocido la multitud de París, reserva hecha de los días de 1944. Y cuando Rimbaud venga a vivir aquí, se sorprenderá, decepcionado, no se quedará, huirá hasta el fin del mundo con su amarga desilusión. «¡Que las ciudades se iluminen por las tardes! Mi jornada está hecha, abandono Europa», exclama en Una temporada en el infierno, mientras que algunas de las Iluminaciones, las que justamente se llaman simplemente «Ciudades», operan sobre la idea del lugar urbano una transformación extremadamente significante.

Yves Bonnefoy, El siglo de Baudelaire (Fondo de Cultura Económica, México, 2017, traducción: Carlos Riccardo)

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El «faubourg Montmartre», donde Flaubert sitúa el Art industriel y los domicilios sucesivos de Rosanette, es el lugar de residencia por excelencia de los artistas de éxito (en él por ejemplo residen Feydeau o Gavarni, que lanzará en 1841 el término de «lorette» para designar a las cortesanas que pululan por el sector de Notre-Dame de Lorette y de la place Saint-Georges). Como el salón de Rosanette, que es en cierto modo su transfiguración literaria, este barrio es el lugar de residencia o de encuentro de financieros, artistas de éxito, periodistas y también de actrices y de «lorettes». Estos hombres y mujeres de medio pelo que, como el Art industriel, se sitúan a medio camino entre los barrios burgueses y los barrios populares, se oponen tanto a los burgueses de la «chaussée d’Antin» como a los estudiantes, las «modistillas» y los artistas fracasados —a los que Gavarni ridiculiza con dureza en sus caricaturas— del «Barrio Latino».

Arnoux, que en sus tiempos de esplendor forma parte por su domicilio (rué de Choiseul) y su lugar de trabajo (boulevard Montmartre) del universo del dinero y del universo del arte, resulta primero expulsado hacia el faubourg Montmartre (rue Paradis), antes de verse relegado a la exterioridad absoluta de la rue de Fleurus. Rosanette también se mueve por el espacio reservado de las «lorettes» y su decadencia se indica por un deslizamiento progresivo hacia el este, es decir hacia las fronteras de los barrios obreros: rue de Laval; luego rue Grange-Bateliére; por último boulevard Poissoniére.

Pierre Bourdieu, «El París de La educación sentimental» (Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario, Editorial Anagrama, Barcelona, 1995, traducción: Thomas Kauf)

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Entonces podría decir que París —veamos qué es París— es una gigantesca obra de consulta, una ciudad que se consulta como una enciclopedia; se abre una página y te da toda una serie de informaciones de una riqueza como ninguna otra ciudad. Tomemos las tiendas, que constituyen el discurso más abierto, más comunicativo que una ciudad expresa. Todos nosotros leemos una ciudad, una calle, un tramo de acera siguiendo la fila de las tiendas. Hay tiendas que son capítulos de un tratado, tiendas que son voces de una enciclopedia, tiendas que son páginas de periódico. En París hay tiendas de quesos donde se exponen cientos de quesos todos distintos, cada uno etiquetado con su nombre: quesos envueltos en ceniza, quesos con nueces; una especie de museo, de Louvre de los quesos. Son aspectos de una civilización que ha permitido la supervivencia de formas diferenciadas a escala lo suficientemente amplia como para hacer que su producción sea económicamente rentable, aun manteniendo siempre su razón de ser al presuponer una posibilidad de elección, un sistema del que forman parte, un lenguaje de los quesos. Pero sobre todo es también el triunfo del espíritu de la clasificación, de la nomenclatura. Así que si mañana me pongo a escribir de quesos, puedo salir a consultar París como una gran enciclopedia de los quesos. O bien a consultar ciertos ultramarinos en los que se reconoce aún lo que era el exotismo del siglo pasado, un exotismo mercantil del primer colonialismo, digamos un espíritu de exposición universal.

Italo Calvino, Ermitaño en París. Páginas autobiográficas (Ediciones Siruela, Madrid, 2004, traducción: Ángel Sánchez-Gijón)

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París, país singular, donde hacen falta 30 sueldos para cenar, 4 francos para tomar el aire, 100 luises para tener lo superfluo dentro de lo necesario, y 400 luises para no tener más que lo necesario dentro de lo superfluo. París, ciudad de diversiones, de placeres, etc., donde las cuatro quintas partes de los habitantes mueren de tristeza.

Nicolás de Chamfort, Máximas y pensamientos, caracteres y anécdotas

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París. La gente camina deprisa empujada por el frío. Pero la ciudad no decae. Cada vez que uno vuelve, piensa que ya no será igual, y es verdad que hay cosas que cambian, que desaparecen o que irrumpen, pero estás en París. Hay más restaurantes chinos, tailandeses o libaneses en el barrio. Los cafés cambian sus menús (los han italianizado, con toques culinarios de una Italia que existe por todo el mundo menos en Italia; aunque la verdad es que ya empieza a aparecer también en Italia), abundan los platos de métissage, que incluyen ensaladas más o menos exóticas, y, en cambio, empieza a ser difícil comerse un buen casse-croûte de rillettes, pero aún quedan las suficientes huellas a ras de acera como para que la ciudad siga siendo la misma, y luego está su inmutable arquitectura, su vocación de ciudad escaparate. En place Maubert continúan el mercadillo callejero, y la charcutería, la quesería, la tienda de vinos, la panadería: te metes en esas tiendas y estás en el París que no quisieras que desapareciese nunca: el París que recoge lo mejor del campo francés. Uno puede vivir en un hotelito como en el que me hospedo y no tener necesidad de caminar más que unos pocos centenares de metros para encontrar lo mejor de cuanto apetece en una vida civilizada. La ciudad —al menos en el centro— es ella misma en cada rincón. Cada rincón del centro de París es París entero. Puedes pasar buena parte del día protegiéndote del frío en la habitación del hotel, pero luego sales, das un paseo por el barrio que te ha tocado en suerte en este viaje, y no es que te estés dando un paseo por París, es que tienes París entero para ti. Esta vez, place Maubert. En apenas unos metros, los cafés, el quiosco en el que compro el periódico español, el mercado callejero con sus bien surtidos puestos de verduras y las tiendas que abren sus puertas junto al mercado: la charcutería, con sus gelées; la quesería, su perfume fuerte y sus decenas de quesos llegados de todas partes del país; la panadería, cruje el olor de pan: puro perro de Pávlov, ay esas baguettes, los croissants; un poco más allá, las tiendas de chocolates, las librerías del boulevard Saint Germain. Pasé unos cuantos meses en París a los diecinueve años, un estudiante paupérrimo. Odiaba la distancia que la ciudad me imponía, esa sensación de desamparo, de ensimismamiento, que ahora, sin embargo, vivo como libertad (seguramente, gracias a un poco más de dinero). Me coloco los auriculares para oír música y camino varios kilómetros cada día, mientras me como un croissant (hay que aprovechar, luego pasaré meses y meses en Beniarbeig sin volver a probar un crujiente y etéreo croissant; o una baguette trufada con algún embutido o paté de los que me gustan. Flâneur. Volver rendido al hotel y sacar los oeufs en gelée o la tête de veau que has guardado en la neverita de la habitación, casi clandestinamente; escuchar cómo cruje la baguette al partirla con las manos y descorcharte una botellita de borgoña: no creo que en este momento haya nadie tan feliz como yo en el mundo. Después, me tumbo en la cama y abro el libro que acabo de comprar y cuyo título hacía meses que había anotado en un papel. Sí, un palurdo en París. Qué se le va a hacer. Hace casi cuarenta años que me seduce esta ciudad, que ha sabido elevar lo rústico a refinamiento urbano: panes, salchichas que huelen a culo de cerdo y saben a mierda, vinos; un país en el que hay gente que se pasa el día glosando con páginas y páginas de retórica que el rumsteak o el tournedós que aparece sobre el plato del restaurante con más estrellas Michelin procede de una explotación agropecuaria, ha pasado por una carnicería y se aprecia si guarda un hilo de sangre que mancha el plato al hundir en la carne el cuchillo; en París gusta recordar que el mueble más elegante lo hace un ebanista; que los cuadros los enmarcan artesanos (están sus talleres en los patios de las casas elegantes y en las de las más pobres, siguen estando, asomas la cabeza en un portal y ves al ebanista trabajar); que el puerco o la oveja lo cría un granjero de Auvernia. Esa relación, el reconocimiento y hasta la veneración del hilo que une lo de arriba con lo de abajo me gusta mucho del carácter francés (en Castilla, país, hélas, sin apenas burguesía, no ha sido así: hasta hace poco, el producto ha ocultado su origen; el productor ha carecido de valor y respeto). En esas continuidades de lo francés habría que incluir la pasión que siente la alta cocina (la parisina, pero, muy especialmente, la lyonesa) por las vísceras, el gusto por los aromas fuertes, esos quesos cuyo olor y sabor nos recuerdan los olores de las cuadras, las pieles de los mamíferos, incluso sus excrementos. Esas andouillettes, salchichas que contienen tripa envuelta en tripa, y que se aprecian más cuanto más intensamente animal es su sabor… Las comes como si estuvieses invitado a una colonoscopia.

Rafael Chirbes, Diarios. A ratos perdidos 3 y 4 (Editorial Anagrama, Barcelona, 2023)

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Cuando llegué a París comprendí de inmediato mi interés por la gente ociosa. Yo mismo soy un ejemplo de lo improductivo: nunca he trabajado, nunca he tenido una profesión, salvo una vez, durante todo un año en Rumanía, cundo enseñé filosofía en Brasov. Era insoportable. Y al mismo tiempo aquella fue la razón que me trajo a París. En su propio más, uno debe hacer algo, pero no necesariamente cuando uno vive en el extranjero. He tenido la dicha de vivir más de cuarenta años como ocioso y, cómo pudiera decirlo sin Estado. Creo que lo interesante de vivir en París es que uno puede, uno debe vivir aquí como un extranjero radical, de modo que uno no pertenezca a una nación sino sólo a una ciudad. En cierta medida me siento parisino, pero no francés —sobre todo no francés. (…)

Hay dos libros que para mí representan, expresan París. Primero aquel libro de Rilke, Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, y luego el primer libro de Henry Miller, Trópico de Cáncer, que muestra otro París que no es el de Rilke, sino incluso su contrario, el París de los burdeles, de las prostitutas y de los chulos, el París del lodo. Y ese es el París que yo conocí: (…) el París de los hombres solos y de las prostitutas.

En realidad, ya antes lo había vivido en Rumanía: la vida del burdel era muy intensa en los Balcanes; igual que en París, al menos antes de la guerra (…) cuando llegué aquí sostenía largas charlas con muchas mujeres. Al inicio de la guerra vivía en un hotel, no lejos del bulevard Saint-Michel, y allí trabé amistad con una prostituta, una señora ya canosa. Nos hicimos muy buenos amigos; es decir, era muy vieja para mí. Pero era una actriz increíble, con un talento enorme para la tragedia. Casi todas las noches me la encontraba hacia las dos o las tres de la madrugada, pues siempre regresaba tarde al hotel. Era al inicio de la guerra, en 1940 —o no, fue antes, pues durante la guerra nadie podía salir después de medianoche. Caminábamos juntos y ella me contaba su vida, toda su vida, y el modo de que hablaba de todo aquello, las palabras que utilizaba, me fascinaban. (…) Las experiencias que he tenido en mi vida con ese tipo de personas me han aportado más que la relación con los intelectuales.

Emil Cioran, «Je ne suis pas un nihiliste: le rien est encore un programme» (entrevista publicada en la revista Magazine Littéraire, París, no. 373, febrero de 1999, traducción de Gerardo Fernández Fe en el blog https://gerardofernandezfe.com/2017/10/25/emil-cioran-soy-un-hombre-del-fragmento-entrevista/)

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En veinte años, la ciudad elegante y distinguida se habría convertido así en una ciudad democrática; el París ordenado y aristocrático de la Restauración y la Monarquía de Julio habría tomado el aspecto de una vorágine o una Babel, dos imágenes que remiten al caos de la civilización de masas. Baudelaire presenta esta ruptura como una decadencia; no como una organización más racional del espacio urbano, atravesado por amplias arterias intensamente iluminadas que eliminan los sórdidos laberintos medievales, sino como una descomposición de la que la ciudad de París habría salido totalmente desorientada.

En unos pocos años, el epicentro de la vida parisina se desplazó del Palais-Royal, presentado desde el siglo XVII como un sospechoso desorden de casas de juego y prostitución, como en el célebre Tableau de Paris [Cuadro de París], de Louis-Sébastien Mercier, hacia los boulevards. Pero Baudelaire ve de otra manera esa mutación de la geografía cultural de la ciudad; para él, la vida literaria se marchitó en provecho de otros pasatiempos más igualitarios.

Antoine Compagnon, «París» (Un verano con Baudelaire, Libros del Zorzal, Buenos Aires, 2020, traducción: Pablo Krantz)

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Esta relación estrecha entre todos los elementos que integran a París, los trágicos y los frívolos, los de trabajo y los de disipación, han acabado por hacer una ciudad todo nervios, champagne espiritual, que dicen los ingleses.

Durante tres días me he sentido vivir fuera de mí, como si mi espíritu hubiera dejado de ser mío, para llenarse de la vibración, de la visión y de la luminosidad —para decirlo de una vez, porque París es todo luz— de una ciudad. Esto no me había acontecido nunca, y me propongo visitar a París más a menudo.

Pero nunca estaré en París arriba de tres días. Es un baño de luz, de electricidad y de champagne. Ello está muy bien, de vez en cuando, para todo hombre que haga la vida solitaria del trabajo. Bueno es sacudirse la modorra del vivir cotidiano y encontrar en el sacudimiento la energía precisa para continuar soportándola —pero es preciso continuar soportándola—. Y el hombre que llegue a sentir a París dentro de su alma durante varios meses, ¿tendrá después la energía necesaria para recogerse en su trabajo?

Ramiro de Maeztu, «Tres días en París» (Autobiografía, Editora Nacional, Madrid, 1962)

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A las seis de la mañana la bruma se levantaba del suelo y una llovizna empezaba a calar los huesos. El frío era tal que a la segunda esquina la mandíbula se atascaba y justo ahí empezaba lo más difícil, que era atravesar el Bois de Boulogne para ir hasta la piscina pública de la Universidad Paris-Dauphine, donde estaban las duchas. Por cierto que una de las primeras veces que atravesé el bosque presencié algo inquietante. Un mendigo había muerto de frío durante la noche y, al pasar por ahí, encontré a un grupo de socorristas levantando su cadáver. Pero hubo un inconveniente y fue que al rodar al suelo (en el momento de la muerte) la mano izquierda del hombre quedó hundida en un charco de agua, y éste, al bajar la temperatura, se congeló. Recuerdo el ruido de un estilete rompiendo el hielo alrededor de la mano. La mano atrapada en el hielo que les impedía alzarlo. Me alejé pensando que la mano, por la congelación, podría aún estar viva, y la verdad fue que varias veces soñé con ella.

Santiago Gamboa, El síndrome de Ulises (Seix Barral – Planeta Colombia, 2005)

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El secreto de las grandes ciudades consiste en ofrecer a los trotacalles paseos cuyo hechizo es con frecuencia inexplicable, y por mucho que me digan que mi satisfacción estriba en que las casas son hermosas, los patios profundos y las piedras viejas, hay algo más a lo que las palabras sólo pueden aludir: esa cierta levedad del ánimo que da la visión de un árbol junto a un tejado o, en una calle soleada, la súbita frescura de una bóveda de sombra bajo los desdeñosos cruceros de un palacete antiguo. De este modo, todo pretexto me resulta válido para errar por la maravillosa ciudad de provincias que se extiende desde las verjas de los jardines del Luxemburgo hasta el puente de los Saints-Pères, dominados por el campanario de Saint-Germain-des-Prés y las torres de Saint-Sulpice; y podría decir de ella lo que el viejo Samuel Johnson venía más o menos a decir de Londres, a saber, que si uno se cansa de sus calles es que está harto de la vida…

Julien Green, París (Editorial Pre-Textos, Valencia, 2005, traducción: Tomás Fernández Aúz y Beatriz Eguibar)

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Lo importante no es que el edicto de 1539 [de salubridad citadina] haya surtido efecto y París, ciudad de mierda, saliera de su fango. De hecho, dos siglos y medio más tarde, Louis-Sébastien Mercier dibujará un cuadro de la capital tan apocalíptico como el anterior y en él la basura seguirá ocupando su lugar habitual. Y, aunque Zola llegó después de que fueran constituidas como saberes integrantes de la ciencia positiva, las leyes de la higiene, la imagen que él nos dará de París, no será menos cloacal, fangosa y oscura de lo que lo fue en la Edad Media, época en la que, retrospectivamente, la ciudad fue descrita como repugnante por los historiadores del momento.

Dominique Laporte, Historia de la mierda (Editorial Pre-Textos, Valencia, 1980, traducción: Nuria Pérez de Lara)

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Todo el mundo tiene una idea de lo que es o pueda ser París, haya estado o no allí. Ocurre eso con dos o tres lugares en el mundo, con Venecia o con Roma, por ejemplo, pero no sucede con otras ciudades no menos célebres, que siempre dan, o quitan, algo de la idea que de ellas se tenía, como Londres, que acaba siendo otra cosa de lo que habíamos pensado, en más o en menos. París no. París, como Venecia o Roma, no puede ser más que como es, y uno no se sorprende de que sea así, quizá porque cuando llega no hace más que ratificar lo que le contaron Balzac o Zola o Proust.

Es un misterio por qué ocurre eso. Quizá sucede porque París es un estado del alma, o mejor dicho, el último grado en que la tristeza se hace tolerable. Un grado más, y moriríamos. Creo que en ninguna ciudad puede uno llegar a sentirse tan solo como en París ni tan desdichado, y todo lo contrario. La soledad en París, los anchos bulevares, el río, las tiendas refinadas, la opulencia del perfume que dejan tras de sí las parisinas, la felicidad por todos lados, en fin, le empequeñecen a uno, pero la conciencia de pequeñez acaba por esponjarle a uno el alma y hacérsela grande. Quien haya acompañado al Malte de Rilke en sus itinerarios, sabrá de qué estamos hablando, y todos aquellos que pese a sentirse infelices han buscado en París un refugio: desde el proscrito y atractivo Wilde o el insaciable miniaturista Walter Benjamin hasta el último de los últimos exiliados que cuenta sobre la colcha pestilente de una buhardilla mísera sus últimos céntimos.

Andrés Trapiello, «Siempre nos quedará París» (Mar sin orilla, Ediciones Península, Barcelona, 2002)

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Pero en aquellos días de juventud de París yo creía que la alegría era una tontería y una vulgaridad y, con notable impostura, fingía leer a Lautréamont y no paraba de molestar a los amigos insinuando a todas horas que el mundo era triste y que no tardaría en suicidarme, pues sólo pensaba en estar muerto. Hasta que un día me encontré a Severo Sarduy en La Closerie des Lilas y me preguntó qué pensaba hacer el sábado por la noche. «Matarme», le respondí. «Entonces quedemos el viernes», dijo Sarduy. (Años después le oí decir lo mismo a Woody Allen y quedé patitieso, Sarduy se le había anticipado.)

Enrique Vila-Matas, París no se acaba nunca (Editorial Anagrama, Barcelona, 2003)

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El rey mandó construir el Louvre, cuya terminación fué tan deseada, levantó una ciudad en Versalles cerca de ese castillo, que costó tantos millones, edificó el Trianón y Marli, hizo embellecer muchos otros edificios y además ordenó construir el Observatorio, comenzado en 1666, en el tiempo que fundó la Academia de Ciencias. Pero el monumento más glorioso por su utilidad, por su grandeza y por las dificultades que se tuvieron que vencer, fué el canal del Languedoc, que une los dos mares y desemboca en el puerto de Cette, construído para recibir sus aguas. Todo ese trabajo se empezó en 1664 y se continuó sin interrupción hasta 1681. La fundación de los Inválidos y la capilla de ese edificio, la más hermosa de París; el establecimiento de Saint-Cyr, última de las obras construídas por el monarca, bastarían para bendecir su memoria. Cuatro mil soldados y un gran número de oficiales, que encuentran en uno de esos grandes asilos consuelo en su vejez y socorro para sus heridas y sus necesidades, doscientas cincuenta jóvenes que reciben en el otro una educación digna de ellas, son otras tantas voces que aclaman a Luis XIV. El establecimiento de Saint-Cyr será superado por el que Luis XV acaba de fundar para educar quinientos gentilhombres; pero en vez de hacer olvidar Saint-Cyr, lo hace recordar; lo que se ha perfeccionado es el arte de hacer el bien.

Voltaire, El siglo de Luis XIV (1751; en español: Fondo de Cultura Económica, México, 1954, traducción: Nélida Orfila, se ha respetado lo ortografía de la fuente)

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Quien alguna vez en la vida haya cruzado la República Checa, Polonia o Alemania del Este habrá visto pueblos y ciudades muy tristes y grises. Naturalmente, París no se les parece en nada, es muy diferente, pero —y eso es lo que nos dice Bogdan Konopka con la voz calmada de sus fotografías— si os fijáis bien en algunos barrios, callejones y patios de París, tal vez veáis en ellos, como en un mosaico antiguo, un pequeño fragmento de Mikolów o Pilsen, un pedazo de Myslenice o del Berlín Oriental. Y no será ningún crimen de lèse-majesté, aquí no cabe barruntar ningún atentado contra París, no, se trata más bien de una tentativa de encontrar lo que las grandes capitales y las modestas poblaciones de la periferia europea tienen en común, de tender puentes entre lo humilde y cotidiano y lo imperial y esplendoroso.

Adam Zagajewski, «El París de tonos grises» (En defensa del fervor, Acantilado, Barcelona, 2005, traducción: Anna Rubió y Jerzy Slawomirski)

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