“Té, un poco de Opio y Pecado”, escribió De Quincey a modo de dietario manifiesto, mientras el haar del Mar del Norte descendía sobre los techos de Edimburgo.
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En 1930, con la publicación de El Manifiesto de la Cocina Futurista, Marinetti y compañía le declararon la guerra a la pasta, a la que acusaron de causar “pesadez, brutalidad y escepticismo pesimista”.
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Kafka era un seguidor de las teorías de Horace Fletcher, un “gurú” de la nutrición de la época que abogaba por masticar cada bocado hasta cien veces antes de tragar. Según Max Brod, la dieta kafkiana estaba compuesta, en gran parte, por “frutas, nueces y verduras crudas”.
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Obsesionado con su delgadez, Lord Byron escribe en una entrada (es 1814) de su diario: “un vaso de agua de soda, una galleta dura, una patata al día —sin sal— es todo lo que he probado en los últimos tres meses”.
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Glenn Gould comió exactamente lo mismo todos los días durante treinta años: un plato de huevos revueltos bien cocidos, una galleta, un vaso de leche descremada y una taza de té. “No entiendo el interés de la gente por la comida. Para mí, es un asunto puramente funcional, un mal necesario. La variedad es el enemigo del control, y sin control, no hay arte”.
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Para Jean-Paul Sartre, la comida podía volverse hostil y amenazante. La Náusea abunda en descripciones de alimentos que provocan asco: “El vino iba a estar en mi boca […], he existido en un charco de vino tibio y dulce […] ¡Qué cosa más innoble, más indiscreta que un vino!”. En 1971, en el filme Sartre par lui-même, el filósofo relató una alucinación: “Me senté y, cuando quise comer, vi mis langostinos… me parecieron cangrejos… Empecé a ver cangrejos corriendo a mi lado… Siempre estaban por detrás de mi campo de visión. Cuando giraba la cabeza, ¡zas!, desaparecían”.
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Vegetariano estricto, aunque sofisticado, la alimentación de Bernard Shaw incluía sopas de verduras, suflé de maíz dulce, coliflor gratinada, ensaladas de verduras crudas ralladas —aderezadas generalmente con chutney de mango—, pasteles de apio y queso… En cierta ocasión, ante un estofado de res que le sirvieron en un homenaje, sentenció: “Un hombre de mi intensidad espiritual no come cadáveres […] Mi funeral será seguido por rebaños de bueyes, ovejas, cerdos, bandadas de aves de corral y un pequeño acuario de peces”. Su esposa, Charlotte, aseguraba que él tenía una notable debilidad por los dulces: “A veces lo encuentro comiendo azúcar directamente del azucarero, a cucharadas”.
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Gourmet y bibliófilo, Cyril Connolly era un amante de la cocina francesa clásica: platos con carnes de caza —especialmente faisán y venado— guisadas con salsas a base de mantequilla y crema, mariscos —especialmente ostras—, patés y quesos finos. Un Burdeos o un Borgoña eran acompañantes inseparables. Sin embargo, veía la comida como un placer seductor que lo alejaba de la claridad mental y la delgadez que asociaba con el genio: “En el interior de todo hombre gordo hay un hombre delgado que gesticula intentando salir. Mi único consuelo es que, por lo que sé, el delgado de mi interior es un perfecto miserable, mezquino, santurrón y aburrido”. Cuenta Anthony Hobson que el último libro raro que Connolly compró, el 15 de octubre de 1974, fue La Fleur de la Cuisine Française (2 vols., 1920-1921).
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Con mirada casi intelectual, Susan Sontag analizaba los alimentos que consumía. Consideraba la dieta como una faceta más de su proyecto de autodisciplina y perfeccionamiento mental. Sus diarios están llenos de listas de alimentos permitidos y prohibidos, y de autorreproches por sus transgresiones: “Reglas de la dieta: 1. No comer más de un plato principal. 2. No comer pan (excepto tostadas). 3. Eliminar las patatas, el arroz, los postres, los licores. 4. No comer entre comidas”. Para ella, la comida fue un medio para educar la voluntad: “Lo que quiero: helado de café, tortillas, queso, pescado. Lo que no quiero: cualquier cosa frita, pasteles, dulces. Quiero comida que sepa a lo que es”.
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Vegetariano absoluto, para Guido Ceronetti comer carne era un acto de barbarie y una participación directa en la violencia y el sufrimiento del mundo: “Saber que Leonardo y Kafka eran vegetarianos, sobre todo, me da frescura: se mueven, en el mundo contaminado, incontaminados, llevando una luz no mezclada con las velas llenas de lamento, con las bombillas oscuras del matadero y del establo sacrificial”. Cuenta Emil Cioran que “los dogmas alimenticios de Guido son de un rigor al lado del cual los manuales de ascesis parecen incitaciones a la gula y al desenfreno”.
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Visto por Emil Cioran como “furioso en sus libros, pero amable en sus cartas”, Joseph de Maistre se alimentó en los últimos años de su vida —en San Petersburgo y Turín— de “comidas sencillas: soupe, pain et fromage”. A veces se quejaba de cómo un vino de baja calidad afectaba su salud, especialmente su gota. Comensal frecuente en los dîners y soupers de las noches rusas, afirmó que “el acto civilizado de cenar y conversar es la antítesis de la turba revolucionaria (el “canibalismo” caótico de la Revolución Francesa) devorándose a sí misma”.
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Para el pensador que miró de frente a la Locura, la pregunta más importante no era si un sistema filosófico era verdadero, sino qué tipo de cuerpo y qué estado de salud lo habían producido. Esta convicción se tradujo en un profundo y mordaz rechazo a la comida alemana, la cual sentenció en Ecce Homo: “la sopa antes de la comida […], las carnes demasiado cocidas, las legumbres grasientas y harinosas… ¿Cómo podrían nacer espíritus sutiles y agudos de unas entrañas tan desordenadas?”. Como antídoto a esa barbarie gástrica, su alimentación era simple y repetitiva, basada en alimentos de fácil digestión como salchichas, frutas, pan y té, evitando el alcohol y el café para optimizar su trabajo intelectual. Sus cartas lo confirman, describiendo tanto la frugalidad de su retiro en Sils-Maria —donde menciona uvas, higos y peras— como los placeres menos ascéticos de su definitiva estancia en Turín, en la que llegó a alabar los helados y dulces locales.
Imagen: Naturaleza muerta con pan y huevos (1865) de Paul Cézanne. Museo de Arte de Cincinnati.





Leer dietas me despierta el apetito, sobre todo las vegetarianas, las que miden calorías y las que ignoran que grandes comelones fueron seres de un excepcional talento, como Santo Tomás de Aquino, José Lezama Lima, Winston Churchill… Sitúo los melindres en constreñimientos abstemios y neumónicos. Epicuro dixit.
Divino y delicioso