Miguel Collazo: concierto y desconcierto de la vida

Hubo, básicamente, tres caminos para los narradores cubanos durante la infame década del 70. El primero y más fácil era el realismo socialista, que produjo los horrores de la “novela policial revolucionaria” y las proizvodstvenny romany de Manuel Cofiño y Miguel Cossío. El segundo fue el de aquellos que intentaron hacer una literatura menos prefabricada, más original, pero siempre militante, “integrada”. Heroica (1976) y Canto de amor y de guerra (1979) dan fe de ese esfuerzo por zafarse de la camisa de fuerza del partidismo, pero el fracaso era inevitable. Más sonado, por cierto, en el cuaderno de Jesús Díaz, donde el proyecto revolucionario aparece referido por el narrador de un de los cuentos como “esta batalla incesante y hermosa contra el odio”. (Letras Cubanas, p.21). El tercer camino era, claro, el de Reinaldo Arenas: escribir clandestinamente, sabiendo que la obra no sería nunca publicada en el futuro inmediato, si no por editoriales extranjeras, lo cual constituía en sí mismo un peligroso delito.

Hay, sin embargo, un libro singular que, pese a haberse publicado en Cuba, no sigue ninguno de los dos primeros caminos: El arco de Belén de Miguel Collazo. Cuenta Abilio Estévez que, tras adquirir un ejemplar en la librería Vietnam, Virgilio Piñera proclamó: “En medio de este páramo, ese librito es una gran cosa”. Y lo era, ciertamente. Tan extraño como el libro mismo, nos resulta el hecho de su publicación en pleno 1975, aquel año del Primer Congreso donde la consigna “Los hombres mueren, el Partido es inmortal” aparecía dondequiera en vallas y otros materiales de propaganda. Collazo, nacido en 1936, justo entre Benítez Rojo, que era de 1931, y Jesús Díaz, de 1941, sigue en El arco de Belén un rumbo contrario al de esos dos contemporáneos suyos: si estos incorporaban algo de las técnicas que asociamos al boom o la “nueva novela” —monólogo interior, flujo de conciencia, estilo indirecto libre, polifonía…— Collazo entrega unos relatos más bien anticuados, escritos en tercera persona, con una prosa refinada, apenas diálogo y nada de lenguaje coloquial.

No sólo el estilo era rara avis; también lo eran los asuntos: “Los sucedáneos del amor”, “El arca de Noé, o la filosofía de una soledad”, “Las vía terrenales”… Y una perspectiva del pasado nacional que cabe llamar neutra: si la República aparece, en los cuentos de Jesús Díaz y Benítez Rojo, necesariamente como una época de oprobio y corrupción, en El arco de Belén falta esa valoración negativa pero también la contraria: no hay nostalgia o celebración (ello habría hecho imposible, desde luego, la publicación del libro); más bien, la República parece medio irrealizada, asimilada, de algún modo, a la colonia, como una suerte de espacio  fabular, al margen de las convulsiones de la historia. Si no fuera por la presencia de los “polacos”, que sabemos comenzaron a llegar a Cuba en los años veinte, cuando nuevas leyes de inmigración en Estados Unidos restringieron la entrada masiva a ese país de los inmigrantes judíos procedentes del centro y este de Europa, todas las historias del libro podrían situarse antes. Y también, en cualquier otro lugar. Evadiendo el costumbrismo, al que Collazo se había acercado con fortuna en El libro fantástico de Oaj, su primera incursión en la literatura, El arco de Belén viene a ofrecer una singularísima serie de calas en la extrañeza de la naturaleza humana. El contenido lirismo del libro, la cadencia de su prosa ajena a todo vanguardismo o experimentación formal, recuerda, por momentos, a ciertos textos de Marguerite Yourcenar. “¿Qué era Oriana en sí misma? ¿Qué era Eloísa? Entre el bien y el mal está el hombre, como está entre el espíritu y la carne; pero ellas, ¿dónde estaban?” (Onoloria y otros relatos, Letras Cubanas, 2006, p.85) Y en medio de preguntas así, refulgen, por un lado, los animales domésticos, y por el otro los mendigos, cuya vida sin asideros resulta idealizada en varias de las diez historias que componen el volumen.

Algunas de estas apenas tienen progresión dramática; son descripciones de rutinas, con aperturas, en algún caso, hacia preguntas metafísicas. “El gran sueño de la realidad tiene dos vertientes; una se encamina a la trascendencia del alma, y otra a la reafirmación de las fulguraciones terrestres. Pero, ¿cómo deslindar cuestiones tan sutiles?” (p.65) Estos pasajes anuncian ya el siguiente libro del autor: El laurel del patio grade (Letras Cubanas, 1978). Aunque publicado en una colección titulada “mínima narrativa”, la meditación autobiográfica se impone aquí definitivamente a la narración, la primera persona sobre la tercera. Y encontramos, por cierto, un par de referencias al momento político, que no por breves dejan de ser significativas. En la primera página del libro se menciona “el cuerpo luminoso de nuestra Isla navegando en medio de la luz de las aguas”. (p.9) Algo más adelante, apunta el autor: “Escribo entre no sé qué júbilo loco y la irritación misma; entre el aire contagioso de la fe en todo lo noble y bueno que hay en el hombre. Escribo desde esta isla, y desde toda su historia. Y un trasunto feliz de cosa universal revuela sobre todos nuestros actos”. (p.21)

Estas frases recuerdan, ciertamente, a algunas de Cintio Vitier y Eliseo Diego. (Entre los textos citados —que van desde poemas de Éluard y Mallarmé hasta otros de Miguel Hernández y Ho Chi Min— está En la Calzada de Jesús del Monte, y se conoce el diálogo epistolar que ambos autores mantuvieron a propósito de El arco de Belén.) Sin embargo, el catolicismo que impregna las meditaciones de estos, falta en los escritos de Collazo. Desde la primera página, un tema medular en Estancias (Letras Cubanas, 1985), libro que reproduce los tres últimos textos de El laurel del patio grande —“Estancia de Libra (I)”, “Estancia de Libra (II)” y “Estancia de la memoria”— es la inexistencia del misterio. “En el universo hay todo lo que uno pueda imaginar menos “misterio” (cito por Onoloria y otros relatos, Letras Cubanas, 2006, p.139). Una veta como origenista recorre, no obstante, todo el libro, particularmente las reflexiones contra el extremado subjetivismo y la investigación del inconsciente. Por ejemplo: “Nos encantan las obras ajenas por algo que nunca hemos acabado de entender; y es bien sencillo: son externas. Afuera, pues, con todo lo que duerme en el desván. Nuestro corcel no debe correr hacia adentro sino hacia afuera.” (pp.127-128). Si en su ensayo de 1947 “Lo exterior en la poesía” Fina García-Marruz buscaba “esa verdadera intimidad, que es siempre extraña como un ángel, de la verdadera allendidad de lo Exterior” (Letras Cubanas, 2003, p.76), situándola no ya en las variaciones modernas, joyceanas, del dubitativo monólogo de Hamlet, o en los laberintos de un Kafka y un Borges, sino en lo que ella llama “la liturgia de lo real”, Collazo parece ofrecer una pareja solución para ese atolladero crítico de la modernidad, una que no es ya católica sino más bien trascendentalista, cercana, incluso, a la tradición hermética.

La alquimia aparecía ya en Onoloria (Unión, 1971), y ahora encontramos una versión del rumpite libros: “Que se pierdan mis libros y el tiempo arrugue el borde de las cosas: no es época de reliquias”(p.148). La astrología ocupa aquí un lugar importante: de Capricornio, a inicios del año, momento del comienzo de la escritura de los cuadernos, llegamos a Libra, que parece simbolizar esa “secreta armonía” que es norte del autor, pero esta, o más bien, la enfática declaración de la misma, no se comprende sin la existencia de un pasado turbio, en que “sucedieron los raros fenómenos celestes y las lluvias inexplicables: cometas y eclipses” (p.130). La consciencia de unos peligros que acechan tanto fuera como dentro de la persona produce frases desiderativas y exhortativas, que aportan un tono como litúrgico al discurso: “Me sean dados días benignos para continuar la obra” (p.131); “Anuncio: hagamos la obra a la manera des-obrada del vecino, estando en él y fuera de la casa. Hagamos todo lo que nos sea extraño; seamos, en fin, tan ajenos a nosotros mismos que podamos, sin asombro, tocar a nuestra puerta como quien viene de visita: el umbral es ancho, ¡no sabemos cuánto!” (p.148).

Es este un libro enigmático, cuyos modelos o influencias no son fáciles de discernir. El título nos da, empero, una primera clave. Sabemos que “estancias” son las largas estrofas, importadas de Italia, de las églogas y canciones del Renacimiento español. El hecho inusitado de que Collazo incorpore “envíos” al final de algunas de sus prosas, es un claro índice de esta inspiración suya en la poesía italianizante del siglo XVI. (No importa que los “envíos” sean propios de las canciones, de tema amoroso, como la famosa “V” de Garcilaso, y Collazo esté más cerca de las églogas de este y de las odas de Fray Luis de León, donde el petrarquismo adquiere ya un sentido filosófico o moral.) La arquitectura de las estancias —del italiano stanza, que significa, como en nuestro idioma, “habitación”, “lugar donde se está”— encierra el ideal renacentista del orden, la simetría y la proporción. En las demoradas estrofas de aquellos poemas que renovaron la poesía castellana en el siglo XVI, la unidad entre naturaleza, arte y razón informa una suerte de Arcadia del alma: lugar donde el hombre se contempla reconciliado con el universo.

Pues bien, las Estancias de Collazo son, a su manera, églogas en prosa. “¡Qué gusto nos da saber ese contorno preciso de la tarde, nombrar la frente del perro y la elegancia del gato! De este claro simbolismo nacen mis estrofas parabólicas —y acaso también el modo distinguido de ordenarse por sí mismo el caos de los textos, los objetos todos que cumplen en la estancia la graciosa función rectora de orientar la luz de cada día. Pues entendamos que aquí va, en nuestras manos, la probable certeza de ser lo que realmente somos.” (p.157). Pensamos, al leer esta reivindicación —no ya estética sino también moral— de la stanza, en ese otro gran inspirado en el Renacimiento italiano que fue Ezra Pound. El tono sentencioso y moralizante, la alabanza de los oficios manuales —incluida la escritura—, la idea pitagórica de la armonía del cosmos, en la que resuenan los tratados de Alberdi y Ficino, la advertencia contra la necesidad de cuidarnos de “ciertos humores y sopesar con juicio las rarezas de nuestro ánimo”(p.138), el trasfondo estoico y ascético: todo ello recuerda al autor de los Cantos. Como Pound, aunque de una manera menos admonitoria, Collazo nos dice —y se dice a sí mismo— que humillemos nuestra vanidad.

Estancias opone el ritmo a la disonancia, el orden al caos, el milagro cotidiano a las perturbaciones extraordinarias, la certeza a la duda, la transparencia a la opacidad, la medida al rebosamiento, la salud a la enfermedad. Y la oposición no puede ser más elocuente: quien habla tanto del Bien, no es ajeno a la existencia del Mal. “Viendo ahora a ese lagarto que bordea los cactos, viendo esa luna grande y grávida que se eleva graciosamente sobre el Arco de Belén y trashojando al descuido este libro lleno de maravillosas iluminaciones [se refiere al Libro de las horas del duque de Barry] pienso que he estado enfermo… En realidad, grave. Pero soy inocente, o al menos no completamente culpable; es decir, culpable y no culpable. Hay que reconocer que las cosas se mudan de una manera que no comprendemos, y a veces parecen diversas: están y no están. Sin embargo, no es así. Este es el terreno donde se admite la existencia real del misterio, donde el lagarto se confunde con la noche, y la noche se agranda para que el lagarto no se ajuste… Es aquí donde las obras acabadas muestran repentinos defectos e inexplicables errores, para que se sepa cuánto hemos de batallar aún, o quién sabe para qué otro hermoso fin. Si tuviéramos la gracia del niño obedeceríamos a otra orientación más precisa (más tonta quizá). En este sentido, el lagarto y la noche nos burlan, y toda la simple y bella mecánica celeste se nos antoja un endemoniado embrollo. La mudanza, pues, está en la noche, y eso nos desorienta y confunde, si es que uno no está realmente en su lugar y en su momento. De este modo, no nos extrañe que la verdura no sea tal, ni esté descansadamente en la canasta, ni sea, en fin, canasta la canasta. Mas, ahora, la noche canta, y el lagarto feliz recorre mi balcón”. (p.141)

“Pero”, “mas”: el discurso fundamentalmente adversativo de Collazo enuncia la prioridad del orden sobre la confusión, la realidad sobre la pesadilla, la gracia sobre la vanidad; la luz, en una palabra, vence aquí a las tinieblas. En las antípodas de toda sensibilidad crepuscular —The Waste Land, de Eliot, o “Walking around”, de Neruda, por poner dos casos muy conocidos—, Estancias es un libro luminoso, matinal. A la tentación nocturna -que es la irrealidad, “el doble espejo de la muerte”, “el terreno invadido por las auras y los sitios calvos”-, se impone siempre esa “música de la vida” sin la cual no podría edificarse una casa que se mantenga en pie, sostener una conversación o pintar un cuadro. Aunque en algún momento reconoce que, por haber “nacido en la obra del llanto y en el himno del llanto” (p.142), él está en alguna medida dañado, el autor insiste en que ha superado todo extravío, confiado en que “la rosa de los vientos es terca y simple como la mecánica que mueve la obediencia de los astros.” (p.131) Y la justa expresión de esa mística laica, de esa purificación espiritual, es siempre, necesariamente, un canto. “Cantan mis pensamientos, y yo gusto de ellos; me place dejarlos correr, como el amor, como los gajos imprevistos que nacen de un árbol gigante. Yo planto ese árbol en mi huerto; y el aire y la luz silenciosa se alegran de él. Y los animales pequeños que vienen a mi balcón miran en torno y sencillamente entienden y disfrutan: para ellos no hay enigmas. En verdad, los símbolos naturales son bastante simples; y en el modo correcto de interpretarlos está la contentura natural de la vida, la sana alegría de los instintos y el goce de los sentidos.” (p.165)

Este pasaje recuerda a Rabindranath Tagore, a Emerson y, curiosamente, a Martí. No por gusto El laurel del patio grande se titula a partir de un verso de este último: las referencias al milagro (“Cada amanecer se nos ofrece, aromado y limpio, como un milagro, como la originalidad de un nuevo amor”, p.32) y a la maravilla (“Veo aquí el modo y la forma de las cosas, en su conjunto y complejidad; y veo mi corazón que se mueve entre ellas sin confusiones, como se mueve la luz, como el lagarto entre las piedras, los trastos y las macetas del balcón: todo maravillado pero sin extrañezas”, p.28), revelan una fundamental cercanía al espíritu de los Versos sencillos. Para el autor de Estancias, todo es “música y razón”; hay una suerte de armonía cósmica, que proviene de la comunión del yo con el mundo exterior, de un cierto equilibrio sostenido en el esfuerzo de burlar la personalidad y en la virtud de habitar lo propio como ajeno.

“Con razón dirá el hermoso lagarto de la noche que viene a mi balcón: “¡Allá el que se enrede en la endemoniada maraña de sí mismo!”” (p.148). Si el balcón sobre la Rua dos Douradores, en plena Baixa pombalina, es, para Bernardo Soares, el sitio simbólico del ensimismamiento, el balcón sobre la calle Acosta, en el antiguo barrio de Santa Teresa, dentro de la zona originalmente amurallada de La Habana, viene a ser su antípoda: Collazo escribe lo que viene a ser el “Libro del sosiego”. No hay en sus estancias resquicio para lo que el abúlico portugués llama el “mal de la vida”; ni neurosis ni náusea alguna. Tampoco esteticismo, culto del arte. En su lugar, una tácita negación del psicoanálisis y del existencialismo que nos recuerda, de nuevo, a Vitier y a García-Marruz; una suerte de versión atea, o descristianizada, del origenismo. “Poco tenemos que ver con nuestra vida pasada […] mas el vigor de la tierra, y la resolución de ser lo que somos, la tomamos de este día y de este sitio. ¡Quién podría negarlo! Verdaderamente, de aquí nace nuestro júbilo, la exultación misma del “oficio de escribir” y la alegría con que medimos las horas.” (p.147)

El lagarto que vive entre los cactos del balcón encarna esa felicidad fundamental que coincide no ya con la Estancia del Tiempo, sino con la Estancia del Corazón. La “pena negra que nace de este” es ahogada por la “pena blanca”, la que surge de la razón, de tal modo que el balance es siempre positivo: no ya el misterio católico, pero sí el milagro de cada mañana, el de la propia vida, el milagro del mundo. Ese lagarto que aparece una y otra vez en las Estancias viene a ser, de cierta forma, el reverso del ajolote del cuento de Cortázar: es doméstico y familiar, mientras que aquel, encerrado en su pecera del acuario de París, es la pura extrañeza, el animal más raro del mundo; uno es símbolo de regocijo, el otro de angustia; uno de la personalidad armónica, el otro de la personalidad disociada; uno del reconocimiento de lo exterior, el otro del extrañamiento propio del surrealismo. El mundo de las Estancias es un mundo suficiente, donde no es necesaria la imaginación: “un árbol es un árbol y precisamente en su simple naturaleza está toda su maravilla” (p.139).

Es, sobre todo, un mundo armónico, reconciliado, fundamentalmente bueno, y comprender esto, ponderar esa dimensión, puede explicar un poco el que se permitiera su publicación en los años ochenta. “Aquí está el lagarto, entre las macetas del balcón, entre los cactos, y allí la luna, grande y grávida, y las estrellas y todo el cielo… ¿Es, por casualidad, el lagarto más importante que las macetas, menos importante que el balcón? ¿O es el balcón más importante que la luna? ¿O será la luna más importante que las estrellas? Y yo, ¿qué hago en medio de todo esto? ¿Es que acaso soy yo más importante o menos importante que el lagarto, que la luna o que la noche misma? Con semejante tabla de valores es bien natural que un hombre se aísle y se excluya (o sea, se des-con-cierte, caiga en misterio), y entonces se sienta solitario, y en consecuencia, triste. No hay, por cierto, ningún misterio en la noche que lo excluya, ni lo excluye el lagarto, ni esa luna hermosa, grande y limpia que descansa ahora en la paz del cielo y el concierto de la vida. ¡Allá el que se excluya!, dirá el lagarto. Y eso estará muy bien dicho. Lo que no nos sirva para entender tal sencillez (la cultura, la inteligencia o lo que sea), ¿para qué nos servirá entonces? ¿Y para qué sirve entender tal sencillez?, preguntará un alucinado. Sirve, responderá el lagarto, para estar en armonía con la vida (…)” (p.140)

Hasta qué punto esta armonía es una expresión, no ya de ese “acuerdo categórico con el ser” que Kundera llama kitsch, sino también un trasunto de aquella situación “luminosa” de la Isla, de esa “fe en todo lo noble y bueno que hay en el hombre” que en El laurel del patio grande se reconoce como hontanar de la escritura, es una pregunta que surge, entonces, inevitablemente. ¿Es, acaso, también aquello no mencionado -la comunidad socialista- lo que fundamenta esta fe inquebrantable en el “concierto de la vida”, en un orden que reproduce, de alguna manera, la mecánica celeste? ¿No alude el pasaje en que el autor afirma que “este día es el más real de los días; quiero decir que este es el buen tiempo nuestro, la ventaja de ser Ahora y no Ayer” (p. 147), así sea de modo críptico o ambiguo, al último parteaguas de la historia nacional, la Revolución por antonomasia? ¿Es esta afirmación de “ser felices en la vida y en la ‘obra de la vida’” una variante sublimada de aquella felicidad colectiva que requería el realismo socialista? ¿Y el desdén por toda cultura o inteligencia que no sirva para comprender la sencillez de esa supuesta —e indemostrable— verdad, no será, al cabo, una depurada versión del antiintelectualismo de los tiempos?

Resulta difícil responder, en un sentido u otro, a esta serie de preguntas, pero es un hecho que justo cuando la comunidad socialista se desintegra, perdiéndose aquel “trasunto feliz de cosa universal” que se reconocía en El laurel del patio grande, Collazo deja atrás sus esperanzadas meditaciones, regresando a la narrativa, mas no ya a la manera de El arco de Belén, sino de una completamente distinta, radicalmente nueva. Cuando en la nota que aparece al comienzo de la edición definitiva de Estancias, que incluye unos “Cuadernos de Rumanía” fechados en 1978, el autor afirma reunir “en un solo cuaderno o tomo todo el cuerpo literario, parcialmente publicado, desmembrado y en buena parte inédito, de ese género que di en llamar Estancias” (Estancias. Breviarios completos, Unión, 1998, p.5), y poco después añade que se trata de la “liquidación con un estilo y una forma”, no podía estar más acertado. Significativamente, la nota aparece fechada en 1996, año de publicación de Dulces delirios —cuyo primer cuento, “La gorrita del Papa”, había sido aparecido ya en 1991—, y tan enigmático como ese género mismo creado por el autor a su medida es esta solución de continuidad, sin paralelos en la literatura cubana reciente.

Cuando, desencantado, rompe con el régimen, Jesús Díaz escribe Las palabras perdidas, no hace sino continuar su trayecto literario; entre esa novela y Las iniciales de la tierra no hay cambio estilístico alguno; es siempre Jesús Díaz, con su dominio de la técnica narrativa, sus temas… Collazo, en cambio, no evoluciona; se reinventa. Si hubiera adoptado un seudónimo, sería difícil descubrir al autor de los relatos de El arco de Belén en el de los cuentos que componen Dulces delirios. Al tiempo que retoman algo de El libro fantástico de Oaj —el habla popular, el humorismo—, este y sus otros libros publicados en la década del 90 —Estación central (1993), El hilo del ovillo (1998) y Trastiendas (2000)—, rompen radicalmente con el estilo elevado de aquellos escritos suyos de los setenta. Ya los personajes no se llaman Oriana, Lisuarte, Belianís o Elicena, sino Felo, Pedro Balbuena, Bebe Antonio, Olga, Mari o Domingo. Aquellos apenas hablan; estos hablan todo el tiempo, hablan hasta por los codos, sea en persona o por teléfono. En lugar del silencio —o la taciturnidad— de Onoloria y El arco de Belén, tenemos la cháchara continua, el dulce lamentar de dos borrachos.

Como este diálogo en “Un cesto o un ciento”, uno de los mejores cuentos de Dulces delirios: “—No espero un carajo. Necesito alcohol. Lo necesito para pensar en claro en ese asunto, o mejor dicho, para no pensar. ¡Ni en eso ni en aquello ni en lo otro! A ver, ¿cuánto tienes arriba? —Vaya, carajo. Tres cuarenta y tú cinco noventa. ¡Lo hemos contado mil veces! Entre los dos no pasamos, ni creo que pasaremos nunca, de nueve treinta. Nueve treinta. No pare más.” (p.99)

Quien antes entregara esa insólita fantasmagoría que es Onoloria —“en la literatura cubana no hay nada menos “nacional” que esta pieza”, escribió Pedro Marqués (“Tras la reja del lenguaje”, Prosa de la nación, Casa Vacía, 2017, p.116)— se baja ahora con unas piezas narrativas totalmente determinadas, situadas en un contexto no ya nacional, sino muy local. En el trasfondo del coloquio interminable de los personajes está el bullicio de una ronera de mala muerte, que tiene siempre nombre y lugar -a menudo El Niágara, en Línea y Dieciocho-,  y, más allá, afuera, el ruido de las calles de una Habana extremadamente familiar, donde las referencias a la cultura material —desde un medio de transporte (el camello), una prenda de vestir (los pitusas prelavados), un artículo comestible (el refresco TropiCola, el café Cubitas) o un medicamento en falta (el reasec), a establecimientos comerciales como las “shoppings”, los “rápidos” y los “cupets”—, inscriben cada historia en una coyuntura específica, dentro de una década marcada por cambios tan sustanciales como la apertura del país al turismo capitalista, la legalización del dólar, la descriminalización de la “salida ilegal del país” y la legalización del “trabajo por cuenta propia”.

Todo ello aparece en Dulces delirios, pero nunca como tema, siempre como trasfondo o referente, orgánicamente en el tejido de unos relatos que huyen tanto del dramatismo como del simbolismo. Pongamos, por ejemplo, la omnipresencia del dinero, que ya aparece, por cierto, en el pasaje citado arriba. “Bajo la gorrita del Papa” comienza con un personaje entrando al Potín, un establecimiento venido a menos, cuya puerta aún conserva en letras doradas el rótulo de “Mason Francaise, 1908”, pero donde ya ni hielo hay. Piensa entonces que pudo haber ido a El Niágara, donde “un trago le iba a salir en sesenta quilos, contando además con un buen Castillo, un Villa Clara o un Legendario… Pero necesitaba, ansiaba, un jaibolito, algo refrescante, un estómago con aquel par de croquetas no estaba como para meterse un ron así, al pelo, con treintipico mil grados de calor a la sombra”(p.10). “Vas por doce noventa, Papa. ¿Te cierro o qué?”, le dice el cantinero, más adelante, al pintoresco custodio cuyo apodo aparece en el título del cuento. El costo de los tragos es muy importante; la escasez obliga a contar pesos y centavos (a los centavos se les dice siempre “quilos” y en algún caso se dice “un níquel” en lugar de “un medio”, porque algunos de los personajes, cuarentones o cincuentones a fines de los ochenta y comienzos de los noventa, vivieron, como aquellos que en El libro fantástico de Oaj dicen “jevita” y “acere”, su primera juventud en los cincuenta, así que expresiones de entonces como “¡Me cago en diez!” coexisten con otras propias de los años noventa, como “estar en candela”.)

Ahora bien, la presencia del dinero en la narrativa cubana de los noventa no es novedad; ha sido señalada y hasta estudiada. Esther Whitfield dedicó todo un libro al tema, publicado en 2008: Cuban Currency. The Dollar and “Special Period” Fiction. Pero creo advertir una diferencia significativa entre los relatos de Collazo, que Whitfield ni siquiera menciona, y las obras en que Whitfield se concentra —Te di la vida entera de Zoé Valdés, los cuentos “Money” de Ronaldo Menéndez y “La encomienda” de Anna Lydia Vega Serova, así como las narraciones de Pedro Juan Gutiérrez. En estos textos, hay algo de simbólico en el dinero: el billete de un dólar que le dejó al exiliarse a la protagonista de Te di la vida entera su amante, un periodista del 26 de Julio decepcionado por el giro comunista de la revolución, los treinta dólares que ha perdido el protagonista del cuento de Ronaldo Menéndez; todo remite a la situación crítica del país, a la parábola de la Historia, rebasando las historias particulares. Los autores buscan captar el Zeitgeist de los años noventa, la novedad histórica de aquel momento. “Es una nueva era. De repente el dinero hace falta. Como siempre. El dinero lo aplasta todo. Treinta y cinco años construyendo el hombre nuevo. Ya se acabó”, dice, por ejemplo, el narrador de Trilogía sucia de La Habana.

Es justo ese aspecto simbólico (en Zoé Valdés y Ronaldo Menéndez) o discursivo (en Pedro Juan Gutiérrez) lo que no encontramos en las narraciones de Collazo. En ninguna de estas aparece la expresión “hombre nuevo”, que abunda en las retóricas novelas de Padura, donde la consabida queja generacional por los inútiles sacrificios y las muchas decepciones de la épica revolucionaria, eso que el autor ha dado en llamar “cansancio histórico”, prácticamente ocupa el lugar rutinario que había tenido el “teque” en las didácticas novelas de los setenta. Collazo, diríamos, no se propone hacer “literatura del período especial”, sus narraciones, nunca escritas pensando en el público extranjero, no son parte de ese boom de la literatura cubana en España que investiga Whitfield, pero sin ellas no estaría completo el panorama de la literatura cubana de los noventa, porque las mismas ofrecen un ángulo que no encontramos en estos otros autores.

Es, yo diría, el “período especial” in media res, y en tono menor, sin énfasis. Justamente porque falta no sólo el simbolismo y el discurso, sino también, sobre todo, el drama, los grandes gestos. El personaje del cuento de Ronaldo Menéndez ha ahorrado el dinero para irse del país, y la pérdida de los treinta dólares motiva una historia donde es lanzado al mar un libro de Reinaldo Arenas; ninguno de los personajes de Collazo tiene esa ambición, ninguno tiene, tampoco, un libro de Arenas o de ningún otro escritor cubano o extranjero. Y son otros los que se van —el hijo de Bebe Antonio, en El hilo del ovillo, por la base naval de Guantánamo—, nunca los protagonistas. Lo mismo ocurre con la violencia, central en los relatos de Ronaldo Menéndez y Pedro Juan Gutiérrez; en El hilo del ovillo se habla de la muerte a balazos de un personaje apodado El Boli, en “Un cesto o un ciento” nos enteramos de dos muertes violentas, pero estos crímenes (también el robo a mano armada de la casa del Pingüino en “Bajo la gorrita del Papa”) aparecen, por así decir, siempre de segunda mano; son objeto de comentario y especulación, no el centro del relato.

Este aspecto fue captado muy bien por Jorge Enrique Lage: “Ediciones Unión publicó Dulces delirios en 1996. Por aquellos años, ¿cuál era el realismo mainstream? Precisamente, eso que discuten los personajes de Collazo dándose unos tragos, o entre una y otra resaca. Los personajes de Collazo divagan sobre lo que los otros escritores escriben (o intentan escribir). Es el llamado «núcleo» o «conflicto» de un modelo de relato realista lo que evaden constantemente con sus rodeos etílicos. Frente al retablo épico de aquella narrativa —balseros, jineteras, rockeros, gays, reclutas, presos, policías, antihéroes que se volvieron heroicos—, los borrachines no dan la talla. Sus motivaciones más consistentes son resolver la permuta o encontrar a alguien que les eche un derretidito en el baño. Son tipos cuya lógica se agota en esta clase de parlamentos: “Felo, atiende… No se puede tumbar el plafón sin zafar la lámpara… Además, si el otro era de concreto, ¿por qué tú insistes en que este es de yeso?””

“Un problemita en el techo” se titula, justamente, el cuento de donde proviene esta cita, y el uso de los diminutivos es, me parece, la cifra del nuevo estilo de Collazo, la marca de ese peculiar realismo suyo que, en las antípodas del melodrama de Padura, tiende al humorismo. “De la vidita, Felo, de eso te estoy hablando” (p.25), dice alguien en Dulces delirios, y es justo eso, la vidita, “los problemas del menudeo”, el tema de unos cuentos donde el alcohol funciona como recurso de evasión y también como productor de discurso. Un discurso que es, a un tiempo, espontáneo y dificultoso, fluido y cortocircuitado, donde -para usar los términos de la lingüística- la función fática del lenguaje está casi tan presente como la referencial. Collazo frecuenta el verbo “soliloquear”, y ahí podemos encontrar el núcleo de este nuevo espacio literario marcado por la pérdida definitiva de aquella “secreta armonía” que estaba en el centro de las Estancias. Del “milagro de la vida” a la mediocridad de la “vidita”: he ahí el tránsito de las bucólicas meditaciones a los dulces delirios.

Es significativo, por cierto, que la primera de las novelas de la última etapa de Collazo haya sido justo una novela ambientada en la República. No ya la rarificada, remansada, de El arco de Belén, sino una pintada con pelos y señales, bulliciosa, en la que no faltan las letras de las canciones saliendo de las victrolas ni los pregones de los vendedores de periódicos. Dos personajes viajan en sentido contrario, sin cruzarse ni conocerse, por La Habana en un día cualquiera del año 1947 —algo de Joyce hay en Estación central, y algo de Knut Hansum. Por un lado Ray, cuya historia familiar —la ruina, o pérdida de la fortuna familiar, es típicamente republicana—, se dirige a casa de su amante, “allá en Pocito y Hospital, altos del “Bar Las Brisas. Comidas” (p.5), en un viejo tranvía repleto de gente, y hay aquí, acaso, una primera prefiguración del suicidio cuando en un momento de ese desesperante viaje el tranvía se ve detenido por un carretón de mulas en plena calle Reina, y un pasajero comienza a hablar de la huelga de La Luisita y el Sindicato de la Aguja. Habla de una colchonería, del infierno que es fabricar colchones. “Eso no es trabajo, es un castigo. Luego los cosen con agujas como clavos de raíles, y unos hilos como de pita de curricán que zanjan los dedos. Yo estuve cuando lo del Sindicato de la Aguja y los cartelones del primero de mayo, de aquel mayo…” (p.90) Sabemos que Miguel Collazo se suicidó clavándose en el corazón “una aguja que su mamá usaba para coser colchones”, y no es descabellado conjeturar que aquella humilde mujer —viuda y madre de cinco hijos— haya formado parte de aquel legendario sindicato que en los años treinta y cuarenta marcó el apogeo del movimiento obrero femenino cubano.

Tenemos por otra parte a Balbuena, con tres quilos prietos en el bolsillo, caminando por la calle Monte; lleva días casi sin comer. En “Entre todos los bares del mundo”, el último cuento de Dulces delirios, encontramos una evocación de la abundancia republicana, con sus Bacardís, sus Matervas, sus cantinas, sus fritas y sus medianoches, pero, dice un personaje a su interlocutor, “nosotros estábamos pasando tremenda canina y conseguir par de reales no era nada fácil. Eso es como La quimera de oro con Chaplin jamándose un zapato hervido”(p.116), y en Estación central Balbuena encarna esta situación extrema: “desde aquel amanecer venía caminando; desde aquel remoto amanecer, aquel amanecer no sabía qué día ni qué año. Desde aquel amanecer, desde aquella galleta de a quilo y aquel pedazo de pan viejo que llevaba en el bolsillo del saco, duro como un ladrillo; desde aquel buche de café, desde aquel níquel amarillento que se deshizo en tres quilos. “Tengo que comer algo”, se dijo, pensando entre si deslizarse por la columna o mantenerse erecto.” (p.8) El pobre Balbuena no tiene ni para una “COA” —como se conocía en la época a las guaguas amarillas de la Cooperativa de Ómnibus Aliados—, y sólo lo acompaña un perro sarnoso que se le ha arrimado, con el cual, en el delirio provocado por su ayuno involuntario, dialoga en su interminable caminata hacia la casa de Bebo López, un procurador con contactos que espera le consiga algún puestecito que evite su caída inminente en la mendicidad.

Este país de “la esquinita, los traguitos y la mariguanita” —Collazo es el maestro de los diminutivos— es la republiquita de las corruptelas y el clientelismo, “la isla de la divina botella” que satirizó Antonio Iraizoz, la de aquella cubanidad que un personaje de Miguel de Marcos, replicando al conocido lema de la campaña electoral de Grau San Martín, decía que era “el timo del siglo”. Pero Balbuena no pierde la esperanza de alcanzar un puesto en el ministerio, no ceja en su búsqueda de Bebo por bodegas, bares y prostíbulos de la ciudad. “¿Qué me dices? Vamos, ánimo y no perdamos más tiempo —y hacia allá siguió don Pedro Balbuena, dando tumbos; con su perro y su mugre, perdiéndose en la distancia; por allá, bajo los anuncios lumínicos, entre los bares y los cines, entre los autos de lujo, las fleteras con sus carteritas y tacones, los contrabandistas, borrachines, buscavidas y toda clase de noctívagos, animando al perro con voces y gestos, animándose él, soliloqueando—: Mira, si nos dejamos caer ahora entonces sí estamos perdidos, perdidos para siempre. Mañana… Bueno, ni pensar en eso. Yo te digo… Pero vamos, no pongas esa cara. ¡La noche es nuestra, La Habana es nuestra! ¿Quién lo duda? Adelante y ya verás, ya verás; todo va a cambiar. Todo va a salir bien, tiene que salir bien, perrito; ¿por qué no? ¡Sí señor!” (Letras Cubanas, p.261)

De aquella República —donde la cubanidad no era amor pero sí contenía, con todo y las muchas dificultades, algo de esperanza— saltamos a la Cuba de Dulces delirios, precursora, en cuanto a decadencia y carestía, de esa hecatombe actual donde el personaje de Miguel de Maros reconocería, acaso, que la cubanidad no es ya el timo del siglo porque la cubanidad es, sencillamente, el hambre. De los tres quilos en el bolsillo de Balbuena, a los nueve pesos y treinta quilos de Felo y Alderete. El dinero siempre contado, la ciudad muy otra. Ni cines, ni luces, ni un Bebo que represente una salida al final del túnel. Felo está inspirado: “—¿Qué hacemos ahora? A ver. ¿Dónde nos metemos? ¡Dímelo! ¿Qué podemos inventar con esos divinos pesitos, con esos nueve treinta a las nueve y treinta de la noche en esta maravillosa ciudad, en esta orgía de baratísimas ofertas nocturnas, en esta…? Se me va a partir la cabeza.” Y vuelve a la carga: “—¡Mira alrededor! —dijo, abriendo, sacudiendo los brazos— ¡Mira esto! Todo está cerrado, clausurado… o prohibido, no sé. Mala hora, Alde, malísima; mala para cualquier cristiano que de antemano, bien de antemano, no haya previsto y calculado que la noche le iba a caer encima, con ese cabrón reguero de estrellas. Mala, mala, ¡mala, coño! Y por otro lado… ¡por todos lados!” (p.99).

El cambio de estilo es un cambio de cosmovisión; estos libros de los años noventa pueden verse como la manifestación de todo aquello que las estancias —en su doble sentido de hogar y de ritmo— querían evitar: el desconcierto, la caída en misterio. El hilo del ovillo continúa el realismo minimalista de Dulces delirios; hay una tortuosa permuta triple, una lavadora que resuelve un problema de pareja, socios que se tiran cabos, un taller de reparación de “videos”, un cupet de donde se extrae gasolina de manera ilegal, muchos tomadores habituales de ron. Pero esta novela, que abre y cierra con una pesadilla e incluye algunas otras, posee una nueva dimensión, más oscura y dramática que los cuentos. Hay dos momentos en que el protagonista, Bebe Antonio, alucina, primero que se corta las venas en la bañadera, y luego que abre un hueco en el piso de la casa de una vieja cartomántica para encontrar allí el alma de todos los suicidas del mundo, incluyendo a su propio hermano.

En esta escena tremenda aparece todo lo siniestro que se excluyó de las estancias: lo sobrenatural (la cartomántica con quien conversa súbitamente empieza a hablar con voz masculina, y esa voz no es otra que la de él), y, sobre todo, el terror pánico. “Bebe esparció la harina y del hueco surgió un clamor de muchas voces en lamento. Sintió horror, pero siguió mirando. Cuando alzó la cabeza Silvia, distante y borrosa, lo miró con los ojos de él, y él fue y agarró a uno de los gatos; al Negrín. Regresó al agujero y le puso el filo del machetín en el cuello al gato. La oscuridad era casi total y una niebla densa y salitrosa ascendió del piso, dejando ver solamente el hoyo. Acercó el gato al centro, lo degolló y echó sangre caliente, espumosa en el agujero, apartando rápido al animal, apretándolo por el cuello, para que se no se desangrara por completo.” Es entonces cuando pugnan por salir de allá abajo, como   tratando de librarse de su eterno castigo, las emparedadas almas de los suicidas.

La clave del enigmático título de esta novela se encuentra, acaso, en uno de los textos de El laurel del patio grande. En el “envío”, dirigido a Ariadna, leemos: “hazme de la fina y continua fibra del hilo de tu ovillo. Haz que mi corazón tenga el temple de mi espada y, sobre todo, que mi espada tenga el temple de mi corazón.” (p.22) Este envío es una súplica a la princesa griega -cuyo hilo simboliza, como se sabe, el triunfo de la razón frente al caos- por parte de un ser que confiesa soñar “esta muerte atroz e inevitable, con esta guerra loca entre mi alma y mi alma.” “Pido, Ariadna, tu gracia a mi desgracia”, añadía el autor. Sabemos que esta se impuso al final; enredado en “la endemoniada maraña de sí mismo”, para decirlo con aquellas palabras del lagarto del balcón, Miguel Collazo se suicidó en 1999. No alcanzó el hilo para salir del laberinto y superar al Monstruo.

Dejó sin embargo una última novela, Trastiendas (Entre Domingo y Lacay), donde, tras recorrer los siete mares de la literatura, nuestro autor desemboca en el diálogo de muertos y la sátira menipea. Domingo Sastre, que era flaco y amargado, regresa al mundo de los vivos como un gordo feliciano vestido de blanco, que sólo quiere comer pizzas y más pizzas. Y no bebe nada más que refrescos… El diablo, con olor a azufre y a pezuña quemada, recorre las calles de la Habana “dejando un loco reguero de billetes verdes” (p.114). Los varios coloquios que conforman los capitulillos de la novela van desde los habituales problemas de la vidita hasta cuestiones más profundas o inusitadas -que no discutían los personajes de Dulces delirios y El hilo del ovillo-, cómo qué ocurrirá en el país tras el fin de la dictadura, o por qué la gata Tesa y el perro Dogo se resisten a comer juntos cuando sus respectivos dueños son uña y carne.

A propósito del primer asunto, después de comentar los noticieros nacionales, donde no hay crónica amarilla ni roja porque todo es “orden, armonía y tranquilidad”, Santiago Gardel, quien ha comparado la creación del llamado Campo Socialista con la pax romana, emplaza a su interlocutor a considerar qué pasará si “el Estado pierde la hegemonía y el poder”, a lo que Pepe Páez replica: “—Oye, Gardel, te he dicho mil veces que eso es asunto de mi más total desagrado. No veo, ni quiero saber nada, ni oír ni entender. ¡Esto no lo inventé yo, recoño! ¿Está claro? Gardel, como si no lo hubiera oído, siguió: —Pasará lo siguiente: vendrán las huelgas, los motines y revueltas, los enfrentamientos entre grupos y facciones, las luchas por el poder y el capitalismo… Pero no ese capitalismo de las películas, ¡no! Lo que vendrá será, como dice un amigo mío, un capitalismo manchesteriano, con su secuela de despidos, desempleos y hambruna, como ocurre hoy por hoy en el desorden y el caos de los antiguos países socialistas y el mundo. De un tigre así no se baja tan fácilmente.” (p.105)

“Escúchame y atiende: son trastiendas distintas”, dice en el segundo caso Pedro Lacay, sentenciando ese asunto en que su amigo Domingo lleva siglos de deliberación. ¿No hay aquí, en esta distinción, otro signo de ese desconcierto o caída en misterio que recorre la escritura de Collazo en su década última? O bien aquella comunicación o armonía de las estancias se ha perdido, o se reconoce que nunca existió: el caso es que las trastiendas son distintas, y no se puede saber por qué algunos pertenecen a unas y otros a otras. Las cuestiones que allá, entonces, se podían resolver en suave sonrisa, ahora,  al final del camino, regresan como abismos, esos misterios que el meditador insistía no existían. Si entonces en Estancias el autor había reconocido haber “pasado días borrascosos” y visto “en sueños las cosas inquietantes de los sueños: de la casa del perro venían aullidos de lobo”, para enseguida apostillar: “Pero, bien comprendidas, estas son cuestiones que se tornan risueñas” (p.37),  ahora se diría que aquellas siniestras pesadillas han cobrado realidad. “Lo peor son los perros aullando. Los perros de la barriada; los canelos, los negritos, los guaguaos aullando como lobos de día y de noche.” Y también los gatos: “No maúllan, no. Rugen calladamente, como los grandes felinos, llenos de furia.” (p.37) Las trastiendas vienen a ser, así, el reverso de las estancias.

La regresión al salvajismo de los animales domésticos, esos que, escribía el Collazo de antes, “duermen apacibles en el rincón del hombre, como el gato en la tiendecita del anticuario de la calle Bernaza” (p.153) remata así, simbólicamente, la caída en misterio, la pérdida del orden y la medida. Perros aullando y gatos rugiendo son metáfora de ese desquiciamiento del mundo que va, desde luego, mucho más allá de la profunda crisis nacional. Todo culmina, al cabo, en una visión fundamentalmente pesimista de la naturaleza humana. “Somos un gran y apetitoso pastel de mierda”(p.45), dice en otro de los coloquios Atanasio a su interlocutor, Filito, y ello es una variación de aquella sentencia que se dice Cocuyo a sí mismo y que bien pudo haber escrito el protagonista de Otra vez el mar: “El hombre es la mierda del universo”. Pasando de ahí, el buen Atanasio, a una —esta sí original— especulación sobre el acto de “comer mierda” como “el modo esencial de desparecer el mojón”, una suerte de evasión o conjuro, de desesperado intento por solucionar “el enredo y el problema [que] es ese: ¡salir del mojón! Algo absolutamente imposible, irremediable”. (p.47)

Trastiendas, la más carnavalesca de las obras narrativas de Collazo, viene a ser, así, la coda perfecta para un singularísimo trayecto literario (en estas páginas me he concentrado en el contraste entre los que podemos llamar el período poético y el período realista de Collazo, pero antes hubo otro, iniciado con esa mezcla original de ciencia ficción y costumbrismo que es El libro fantástico de Oaj (1966) —libro tan bueno que mereció una reseña bastante elogiosa de ese crítico nada complaciente que era Virgilio Piñera—, y al que también pertenece esa extraña novela postapocalíptica que es El viaje (1968), único de sus libros hoy fácilmente accesible en formato electrónico). Singularísimo, digo, y de una pasmosa, sostenida calidad. Como Estancias, como Onoloria, como El arco de Belén, como Dulces delirios, Trastiendas es una joyita; una de esas obras que, aguardando sin prisa a los lectores del futuro, nos recuerdan eso, tan difícil de definir, que distingue a la buena literatura. Termina uno de leerlas y las puede empezar de nuevo; no se dejan consumir, porque no están hechas para el consumo y resultan, por tanto, de cierto modo inagotables.

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