Si no hubiera sido así, habría acabado igual. Lo demás son detalles.— Ítalo Calvino
Para Juan y Carmen Márquez
Todas las mañanas, antes de llegar al trabajo, Carlos Luis se toma un café en “La Maravilla”. Lee el periódico y conversa con los amigos. Hoy, empero, decide ir a otra cafetería. Dicen que hay un buen café con leche, tostadas con mantequilla. Al terminar el desayuno (a las 7:30 a.m.), Carlos Luis monta en el carro y se dirige al trabajo. Sumido en sus pensamientos: la noticia de la muerte de Stalin por un derrame cerebral, no olvidar la lubricación del torno, revisar los planos de Vallejo, recoger su traje en “Albión” antes de que cierren. Pasa Cristo y Villegas. “Viejo, no olvides las aspirinas Bayer para mami y Alka-Seltzer” (la voz de Anora por la mañana). Pasa Aguacate. “¿Paro en Sarrá?”, dice en voz alta. Va despacio. Mira el reloj. Fríe huevo. Hace una derecha en Compostela — cuando se maneja, se está pendiente de cualquier asunto menos de manejar. Pasa por delante de un vendedor de naranjas. Qué lindas. Hace la derecha. Eso no se piensa. Se hace y ya. Apenas tiene tiempo de ver una camioneta por la izquierda a toda velocidad.
Radio Reloj da la hora: siete y cuarenta y cuatro minutos.
El doctor de turno informa a la esposa: “Su marido presenta una fractura de cráneo. Puede haber hemorragia. No lo sabemos. Hay esperanza. No imaginan que Carlos Luis los oye perfectamente. Siente una profunda quietud; algo ha dejado de fluir — el aire, incluso el pulso del tiempo. En la quietud, Carlos Luis se pregunta “por qué” y eso equivale a volver al principio de todo.” Hay que retrotraer la cadena de causas que preceden al accidente, en particular las que parecen destacadas. Las cosas se analizan por partes. Uno no se detiene en lo trivial: ¿por qué fumar un cigarrillo después del café y no antes? ¿Debía abrocharse el botón de la camisa mientras cedía el paso? Uno busca en la memoria todo lo que pudiera haberse hecho de otra forma. La primera pregunta de Carlos Luis: ¿por qué cambió su hábito matutino?
Hay que cambiar las cosas; lo mismo siempre aburre.
Recuerda que Cabrera, amigo del taller, le recomendó el lugar nuevo. Tiene en cuenta la apuesta de veinte pesos a Leones de La Habana ganando la Serie del Caribe. ¿Es Cabrera responsable del accidente? No, si hay un culpable, es él por hacerle caso. Se reprocha estar pensando en eso. Ahora resulta que, si sigue por ahí, es capaz de terminar creyendo que el café con leche era el peor que había probado en su vida, con tal de justificarse por no haber ido a “La Maravilla” y haber hecho la fatal derecha. Detenerse en ese detalle brinda la satisfacción de una cierta capacidad para la autocrítica (algo que su tío Fermín recomendaba). Carlos Luis respira profundo y se adentra en su cavilación.
¿Qué hay de esas cosas que parecen menos importantes, como el momento en que, al leer un anuncio de “Apartamentos en alquiler” en el periódico, pensó en José Ángel, que acaba de divorciarse de la mujer y necesita un apartamento pequeño. Pensó llamarlo, pero el teléfono estaba ocupado y decidió hacerlo desde el trabajo a la hora del almuerzo. Y recuerda que, ya dentro del auto pensó llevar un pan con mantequilla para Lucho, el viejo con el que siempre juega una partida de damas antes de la campana. También ponderó algo que ya no recordaba si había hecho: frenar antes de hacer la maldita derecha, frenar sin razón, ¿por qué no? ¿Acaso hay que tener razones para hacer cada cosa?
No puede tolerar que algo así tenga que pasar, sin otra posibilidad a la mano.
¡Ironías de la vida! Si antes de doblar a la derecha Carlos Luis se encontrara una maleta en medio de la calle y hubiera parado el coche, abriera la maleta y estuviera llena de joyas, entonces, aunque hiciera la derecha y chocara, podría al menos disfrutar de que valió la pena no haber ido a “La Maravilla” esta mañana. Eso no pasa jamás. La suerte es peor que mejor. Uno dice: “Lo que pasa tiene que pasar” —y el pensamiento se ofusca ante la obtusa repetición. Si lo que pasa tiene que pasar, ¿para qué objetarlo?
Resulta difícil admitir que lo ocurrido tiene que ocurrir por ese mero hecho —“mero”, pues cuestionamos su legalidad— de ocurrir. La infalibilidad del asunto le pesa como una piedra en el pecho. No hay manera de discutir el pasado, declarado y con cuño. Sin embargo, todo hecho contrapone una alternativa. Siempre podemos elucubrar esa posibilidad no materializada. El descubrimiento es que lo que fue pudo siempre ser distinto: vio el carro venirle encima y frenó justo evitando el choque. Siente una punzada luminosa, como si la mente abriera una ventana hacia un aire límpido. Llega al trabajo y termina las dos piezas que dejó ayer. Después del trabajo, lo primero es recoger el traje para la boda de su compadre en la sastrería Albión. Pasa por el “Brazo Fuerte” en Galiano a comprar pan fresco, jamón, mantequilla y dos libras de arroz. Después, un salto al “Polo” a tomar un vermú y ya. ¿No olvida algo? ¡Las aspirinas! Un olvido puede arruinarlo todo. Ve a la farmacia de al doblar. “¿Carli, estás ahí?”, la voz de Anora desde la cocina. Carlos Luis husmea el vapor oloroso del arroz con pollo (costumbre de los martes). “Sí, aquí estoy”. Entra, deja las llaves sobre la mesa. Anora sonríe, “Olvidé las aspirinas”. Sonrisa resignada, no del todo una sonrisa. “¿Qué voy a hacer contigo?” La familia se sienta a la mesa, voces mezcladas con el tintinear de cubiertos, risas hogareñas que aflojan el cansancio. Música de fondo: Zoraida Marrero en Cabaret Regalías.
Lástima que se piense todo eso después y no antes.
El hecho y el pensar son muy distintos. Carlos Luis disfruta la primera vez en que puede cavilar algo así. “Uno siempre está tan ocupado en la vida que no se detiene en ella”. Existen posibilidades más allá, cosas que hace uno y que lo toman por sorpresa. Todavía inerte en la cama del hospital, contempla una película en cámara lenta: el carro con que chocó, pasándole lentamente por el lado, y el pobre hombre — pobre nada, fue su culpa — gritando: “¿Sabe dónde está Compostela?”
La vida depara lo imprevisible.
Por ejemplo, uno no puede evitar un terremoto mientras duerme en su cama. Nada que reprocharse, a menos que pensáramos que el terremoto ocurre por estar uno allí. ¿Quiere decir eso acaso que sin Carlos Luis no habría un choque hoy en la calle Compostela? ¿No existe una relación, digamos, necesaria entre el auto, Carlos Luis y el choque? ¿Podría un Juan Miguel cualquiera chocar en el mismo lugar a la misma hora manejando otro auto? Vamos, no siempre que alguien haga un giro a la derecha en la calle Compostela tiene que chocar y, sin tal necesidad, todo pudo haber sido siempre distinto.
Lo que nunca se hace en esta vida es pensar en cuántas otras cosas pasan, pese a lo que debe ocurrir. Como lo es sugerir que no hay causa clara del accidente (de ahí el significado de la palabra). ¿Qué causó la diabetes que mató a su madre? ¿El azúcar? ¿Lo golosa que era? ¿Una predisposición misteriosa? ¿El carácter agrio que tenía? ¿No puede alguien dejarse ir sin saber por qué? Una imagen le cruza la mente: podríamos restarle al accidente el propio accidente y se obtiene lo siguiente: Hace la derecha, parquea el carro, llega al trabajo y todo es como siempre. A las 5:30 p.m. llega a la casa y ahí están su mujer y Julián. Llama a José y se reúne con él a las 9 p.m. en el bar de la cuadra. Se toman unas cervezas, después oye la COCO y se va a dormir. ¡Colorín colorado!
Visto así, podríamos conjeturar que cada instante de la vida es el momento de un accidente no ocurrido aún. Si estoy en la mesa almorzando, es porque no resbalé en la cocina un minuto antes, y si estoy cavilando todo esto, es porque aún vivo. Por primera vez, Carlos Luis encuentra tal secuencia de eventos pavorosa. ¿Cuál es el propósito de volver atrás y recrear una vida —la suya— si tiene que terminar precisamente en el choque? ¿Para qué creer que, por no ir a “La Maravilla”, llega a su trabajo sano y salvo? En este mundo las cosas son así.
Hay hechos que parecen descollantes y necesarios —también irrelevantes y superfluos—. Pongamos que sean tan legítimos como otras posibilidades por igual. Se trata entonces de lo contingente del mundo, que es mundo al fin. ¿Existe otra “mejor posibilidad” que la de Carlos Luis en su casa con una maleta llena de joyas? Pongamos que sí. Sin embargo, estar donde está, tendido sin el menor dolor, sin vestigio alguno de la ofuscación que es la vida de todos los días, le permite un examen imposible en otro caso. Ponderar la oferta de lo inevitable. Lo que hay de único en este asunto no es su contingencia sino su necesidad. ¿En qué cabeza cabe que hacer una derecha en la calle Compostela a las 7:44 a.m. sea fatal?
Todo está conectado. El choque de hoy es parte del mundo y su historia.
Por no ir a “La Maravilla” y también por ir al trabajo, por ir a trabajar hace seis años en ese taller, por tener esa profesión, por no haber sido albañil en lugar de tornero, por gustarle tanto ir al taller de su tío Fermín cuando era niño, por haber sido sobrino de Fermín, por ser hijo de su padre, por este último casarse con su madre después de un larguísimo noviazgo, y por todo lo que tenía que pasar en el mundo antes de Carlos Luis, que debía terminar con esa derecha, hoy, en la calle Compostela.
Si la emigración de sus abuelos desde el Levante tiene que ver con el choque, entonces las migraciones de los pueblos de todo el mundo están conectadas de alguna manera con el accidente. Y también las vidas y peripecias de esos grandes hombres en la historia, de los que su tío Fermín le hablaba. Este mundo, con su historia, es el mundo del choque en Compostela. Y ahora, Carlos Luis no sabe cómo reaccionar ante esa idea a la que apuntan todos los anales del mundo: el instante imprevisto en que hizo la derecha. Se siente parte esencial de una vorágine de sucesos, favorecido por lo insólito, y acepta que le toca un nuevo papel, un sentir que lo separa de sí, de su grave condición en esa cama del hospital, para convertirse en testigo imparcial, incluso pródigo, de su propio infortunio.
Disfruta, Carlos Luis, la profunda calma de no tener que ponderar un “por qué” ni pensar en nada más relacionado con el accidente. No tendrá que seguir cavilando, pues todas las causas del mundo están conectadas entre sí de modo que ninguna puede dejar de causar la otra. No hay motivo de dolor alguno, sino una profunda quietud. Cualquier causa en el mundo, antes y después de hoy, es parte del choque de Carlos Luis, y él deviene, por tanto, en causa y efecto de todo.




