Por tu amor me duele el aire

Por tu amor me duele el aire,
el corazón
y el sombrero.
¿Quién me compraría a mí
este cintillo que tengo
y esta tristeza de hilo
blanco, para hacer pañuelos?
Federico García Lorca: Es verdad”, 1921.

 

—¿Usted está hablando de intensidad expresiva, de transmitir sin desvanecimientos un estado anímico, de que permanezca la fuerza verbal, el estremecimiento afectivo que ha deseado comunicar? La respuesta es sencilla: Lea a poetas como este andaluz del que acabo de citarle siete versos —escritos cuando tenía 22 o 23 años—, donde el amor se transfigura gracias a la magia de la enumeración que tiene la genial ocurrencia de mezclar aire, corazón y sombrero; por el hilo que apenas sugiere lágrimas en el pañuelo.

—Pero como usted sabe, no creo tener el talento de Federico García Lorca.

—Por supuesto.

—¿Entonces?

—No escriba, no contribuya a la terrible inundación de trivialidades que padecemos, que entorpecen. O hágalo para usted, guarde esos textos, despójelos de la vanidad que supone cualquier interlocutor. Quizás lo mejor sea sentirse lector, disfrutar de los verdaderos poetas y no hacer el ridículo, volverse al silencio.

—No bromee… La página en blanco siempre ha sido como un abismo del que se debe huir lo más rápido que se pueda. ¿En qué me quiere convertir?

—Deseo ahorrarle burlas con el rabo del ojo, bostezos disimulados. Miradas al reloj o al techo, no entre cautivados sino entre cautivos.

—Yo sé muy bien, al parecer nada comparable con esos genios, pero sí ocupar un lugar donde muestre mi sensibilidad artística.

—¿Suma de poquedades? Perdone el énfasis, no sea otro hazmerreír de los asistentes al recital interminable, donde se espera  el brindis.

—Cruel, aguafiestas, métase en lo suyo y deje que el prójimo se divierta como pueda. A usted nadie lo ha nombrado juez. No se trata de un concurso sino de realizaciones personales, modos de subsistir entre tanta pobreza espiritual, pragmatismo, represiones. No me humilla, sabe usted, apenas me hace titubear.

—Era como quitarle los espejos del baño y del comedor a viejos que fueron hermosos.

—Usted tiene de bondadoso lo que yo de carpintero.

—Pues ya que lo dice, los carpinteros suelen tener una cualidad que no abunda mucho entre  poetas. Ellos saben observar la madera, las vetas y nudos. Revisan con calma antes de comenzar y luego van poco a poco serruchando, encajando, lijando… Y si son realmente buenos carpinteros, no dejan de tirar a la basura el cofre imperfecto.

—¿Y si yo estoy entre los carpinteros que logran un cofre atractivo? Ni usted ni nadie sabe cómo se apreciarán en un futuro. Los gustos son relativos, cambian de generación en generación.

—Como decía mi abuela: El futuro aguanta todo lo que le pongan. Y cuando uno recurre al relativismo es que el cajón de los argumentos está vacío.

—Mi vocación poética es irrefrenable, indetenible.

—Permítame una confesión. La saco a flote por primera vez en mi vida. Le ruego discreción. En mi adolescencia enamoraba a Margarita, condiscípula de bucles castaños, ojos almendrados, senos redondamente suculentos. Su sonrisa ante mis requiebros lejos de apaciguarme incendiaban aún más el noviazgo, siempre pospuesto por ella. Y para mayor desgracia, Margarita había oído a un declamador de voz aterciopelada entonar unos poemas de amor en un programa radial que exaltaba, entre canciones de moda, el acaramelamiento nocturno. Entonces le dije que yo escribía. Ella, como se dice, ni corta ni perezosa, abrió inmensamente sus almendras verdinegras y me dijo que nunca había tenido un enamorado poeta. Si le escribía un poema… Nos encontraríamos en el parque a dos cuadras de su casa, ese domingo. Y nada. Sin dormir. Por la madrugada rompí como diez hojas. Hasta la idea genial: Armar lo que se confundía con un cadáver exquisito. Cinco o seis poetas me sirvieron para el  engendro: Bécquer y Amado Nervo, Luis Cernuda, Vicente Aleixandre… El error fue Pablo Neruda. Antes de entregárselo con cara de Romeo, le pedí leerlo. Pero Margarita quiso ser ella. Engurruñó el rostro, se puso de pie. Me gritó que los últimos versos eran de Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda. Huyó enfurecida. Ahí acabó todo. Nunca más he escrito un verso.

—¿Qué me quiere decir?

—Yo no quiero decir, estimado amigo, sencillamente le digo: ¡Conviértase en dueño de la mejor adicción del mundo, la lectura! Y hoy con más formas placenteras, cuando la Inteligencia Artificial inaugura una perplejidad: dialogar con cualquier obra o autor, jugar a ser Catulo, Rilke… Conversar con Pedro Páramo o añadir otra Muerte sin fin a José Gorostiza. Deje de humillarse, entreténgase con las variaciones y ruletas de la Inteligencia Artificial. ¡Desmaye el asunto!

—¡Imbécil! Tengo tres editoriales y dos revistas esperando mis poemas, que presentaré en la próxima feria del libro, en dos congresos de poetas. Un amigo me prometió una reseña…  Usted no pasa de ser un aguafiestas, roñoso.

—¿Y si no hubiese hablado de Inteligencia Artificial? ¿Y si elogiara sus poemas?

—Ah, bueno, apreciaría su buen gusto.

—Lo siento, sinceramente… Es que me duele el aire.

2 comentarios en “Por tu amor me duele el aire”

  1. Jose F Prats-Sariol

    También debí citar a Jorge Luis Borges, su cáustico poema de dos versos, titulado «Un poeta menor», que dicen: «La meta es el olvido,// yo he llegado antes.»

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