Cuando Horacio Quiroga publicó Anaconda en 1921 recién entraba en la edad madura de un escritor moderno por contexto espacio temporal y estética creativa. Había nacido el último día de 1878 en Salto, en una época donde Uruguay intentaba (y le tocaba) ser moderno a fuerza de los adelantos tecnológicos que le llegaban de Europa, recordemos la introducción del ferrocarril por los ingleses; tengamos en cuenta el crecimiento demográfico producto de la inmigración europea, amén de la legislación aduanera proteccionista y en sentido general la paz interna del país con gobierno central en Montevideo, que motivaron transformaciones en casi todos los estratos socioculturales.
Influenciado por Leopoldo Lugones, quien lo acercó al modernismo, comenzó a escribir; ya había fundado una tertulia llamada “Los tres mosqueteros” y era colaborador de varias publicaciones de su país. Pero no fue hasta los primeros años del siglo veinte, ya establecido en Buenos Aires, Argentina, cuando Quiroga empezó a llamar la atención por sus cuentos y hasta por las críticas de cine, de las que fue un pionero en Suramérica. Y si bien escribía poesía, fueron sus narraciones cortas por las que sería muy releído. Su relato Los perseguidos y luego Los puritanos, El vampiro… evidencian no solo un interés sicológico en la construcción de los personajes y las atmósferas, sino la influencia de lo cinematográfico en las narraciones. El asomo de modernidad literaria no escondería la renovación del cuento: Quiroga se apartó del relato costumbrista o histórico para interesarse en ambientes fantásticos en que prima el factor sorpresa. Y fue la selva de Misiones, la que visitó como fotógrafo junto a Lugones, el espacio misterioso y exuberante originario que prolongaría en la literatura.
Y ¡ojo!, para 1921, el autor de Anaconda había tenido que acostumbrarse a las malas noticias, algunas ya antiguas y sabidas por referencias familiares como que su padre había fallecido por un disparo accidental, en tanto su padrastro se suicidaba luego con una escopeta cuando Quiroga tenía solo doce años; de otra más cercana a su juventud no se olvidaría nunca: mató sin querer con una pistola en 1902 a un amigo querido. Estas muertes continuas no pararían en la vida del literato y, bien se sabe, devendrían uno de los temas repetidos, junto al amor y la locura, en la mayoría de sus relatos. Recordemos algunos de estos títulos: El crimen de otro, Historia de amor turbio, Cuentos de amor, de locura y de muerte, Cuentos de la selva… Los nombres hablan por sí solos.
A propósito, cuando Quiroga dio a conocer su famoso libro Cuentos de la selva, buena parte de la crítica arremetió contra su estilo, al que tacharon de imperfecto, antigramatical y antiacadémico. El propio Jorge Luis Borges diría después que el uruguayo copiaba mal a Kipling; amén de obviar los logros descriptivos de Quiroga por influencia del séptimo arte en su narrativa. De ahí que, en su Decálogo del perfecto cuentista, Horacio Quiroga llegara a admitir, entre otras pautas, una que aplicaría a lo largo de los escritos venideros:
«Toma los personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos no pueden o no les interesa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea».
Influenciado por Poe, Kipling, Chejov y Maupassant no se empeñó en ser un estilista del idioma, sino un explorador de temas atrayentes que imponían más de una manera de narrar y hasta la mutación del narrador. Lo que haría a su modo y mejor el maestro norteamericano William Faulkner.
Con Quiroga, el lector puede acceder a la variedad de temáticas, contextos y personajes que movieron la imaginación del atrevido escritor. Las antologías de su obra suelen ser muy libres y a veces caprichosas, incluso hasta los momentos de aparición de los textos no siempre se consignan, pues cuanto importa es acceder a más de un Quiroga, eso sí, sin desunirlo o menospreciarlo. Gastón Baquero escribió con razón a propósito del autor de Anaconda…:
«Su vida entera tuvo sentido interior que no terminaba en lo íntimo de él, en los límites del individuo, sino que era proyección sobre el soterrado campo de lo oculto, sobre ese hondo silencio que tan alto grita».
Leámoslo así pero discerniendo no solo lo mejor sino lo que rebasa aquella época. Admitamos, sin temor, que algunas de las historias del uruguayo pecan de pasadas de tiempo en cuanto a escritura cuando no de ingenuidad temática. Pensemos en El canto del cisne, por solo citar uno de los ejemplos. Sin embargo, cuando nos acercamos a textos menos conocidos y célebres ante su releída Anaconda como Los inmigrantes y La voluntad, a uno no le queda ninguna sospecha que está ante un autor actual y aún sorprendente.
El autor de Anaconda y otras narraciones, vivió abrumado por la escasez económica, las relaciones matrimoniales tormentosas, los suicidios frecuentes de conocidos a su alrededor: su primera esposa, Ana María Cirés, buscó la muerte en 1915. No se dude entonces que el hachís, una de las drogas de moda del siglo XIX, fuera consumido por el escritor. En 1937, al enterarse de su cáncer gástrico, Quiroga se quitó la vida al ingerir cianuro. Y para seguir tributando a esta manera de irse del mundo, sus hijos se suicidarían no mucho tiempo después.
Hay quienes pretenden limitar la obra literaria de Horacio Quiroga a su época, alegando incluso que no pasó de los hallazgos rurales y suburbanos donde encontraron vida sus personajes. Han querido pasar por alto la profunda sicología de aquellos, lo grandiosamente fantástico que alude a la poderosa imaginación del escritor. No por gusto, las reediciones de sus libros y el ansia de conocerlos o revisitarlos por los lectores, quienes aseguran la prolongación espiritual de un cuentista bien clásico en los dominios de la lengua española.





Enhorabuena, siempre, a favor del cuento y sus inagotables lecturas que se bifurcan, revisitar al autor de ‘Anaconda’; y en tal rumbo, vale añadir una pieza a la sombra de tal encuentro: ‘Las muertes de Horacio Quiroga’, de Augusto Monterroso, en ‘La palabra mágica’ (Educiones Era, México).