Con ojos profundos como gotas de café, labios sensuales y un peinado pretenciosamente renacentista, Baudelaire se lanzó a los veinte años, “audaz como mariposa, escarabajo y poeta”, al torbellino de París. Sus manos cuidadas como las de una mujer, su voz de acero –inspirada en la de Saint-Just, cortante y capaz de alternar entre una gélida gentileza y respuestas de atroz impertinencia– y su traje azul, imitación de un retrato de Goethe, lo distinguían. Caminaba con un paso lento, oscilante y ligeramente afeminado, esquivando el lodo con meticulosa atención y observándose en sus zapatos de charol, en los que gustaba contemplarse.
Como todo dandi, habría querido pasar la vida ante la implacable verdad de un espejo. En cada gesto buscaba esa mezcla inimitable de gravedad y frivolidad: unas veces ostentaba las marcas de un ángel caído en un Estigia fangoso; otras, hablaba de arte con la provocativa familiaridad del hombre de mundo, esparciendo palabras en el papel como un cocinero que mezcla salsas y mostrando sus artificios como lo hace una costurera con sus vestidos y ramos en la vitrina. Pero sus singeries y jongleries lo llevaron a territorios peligrosos. Pasaba tardes en compañía del Señor del Infierno, admirando su suave conversación, y perdió el alma en ese juego, “como si hubiera perdido, paseando, su tarjeta de visita”. Llevaba sus bufonadas extravagantes, sus gestos hiperbólicos de Pierrot hasta los reinos donde reina la muerte, buscando y velando a la vez el abismo que se abre bajo los pasos de cada mortal.
Algunas mañanas, si el genio joven y vigoroso le poseía, cruzaba París como un príncipe de incógnito, adentrándose en ese inmenso depósito de electricidad que es la multitud. Se sumergía en calles llenas de luz, observando el majestuoso y brillante río de la vitalidad, los paisajes de piedra y hierro, los carruajes elegantes, los caballos orgullosos, el esplendor de los grooms, las nubes cambiantes de tela que envolvían a las mujeres, y las fanfarrias ligeras de un regimiento en marcha, seductoras como la esperanza. Al caer la noche, solo o acompañado, volvía a salir, ahora atraído por aquello que la ciudad había desechado, perdido y despreciado durante el día. Su mirada exploraba los “archivos de la disolución, el caos de los desechos”, contemplando las monstruosidades vivientes de París: sus tesoros grotescos y siniestros, las alcantarillas llenas de sangre precipitándose hacia el infierno. En la penumbra, descubría fantasmas y encantamientos oscuros, el mismo mundo espectral que tiembla en los rincones de las novelas de Hugo y Balzac.
Pocos amigos penetraban en los pequeños y míseros hoteles donde Baudelaire vivía, incapaz de soportar la angustia de una residencia prolongada. En la pared, sobre muebles polvorientos y manuscritos incompletos, colgaba en silencio el retrato de su padre. La chimenea estaba fría; la ropa, empeñada; en la mesa, una botella de láudano era el sustituto del alimento, y un par de viejos zapatos de suela agujereada yacía en un rincón. Los acreedores golpeaban la puerta sin cesar, exigiendo el pago de deudas que se acumulaban a su alrededor, asfixiándolo. “La extraña deidad, morena como las noches, perfumada de almizcle y habano” con la que vivía, pedía dinero. Su madre lo torturaba con su amor generoso e insensato; él la ofendía para luego rogarle que viniera, que lo salvara, que posara su mano leve sobre su frente angustiada.
Sus sueños se volvían cada vez más aterradores; escuchaba voces pronunciando frases triviales con aterradora claridad; la nieve del tiempo lo envolvía y la vergüenza, el remordimiento y temores vagos comprimían su corazón como un papel arrugado. Perdido en una oscuridad densa como alquitrán, sin estrellas ni relámpagos, aguardaba a un ángel teatral, una figura dorada y etérea que descendiera a la escena desesperada de su alma. Pero nadie pudo evitar la catástrofe final. Largamente temida e invocada, anunciada por un triste cortejo de vértigos, desmayos y migrañas, la parálisis inmovilizó, en marzo de 1866, la mitad derecha de su cuerpo. Vivió aún más de un año: ciego de un ojo, la lengua balbuceando frases simples que el médico le enseñaba: “Bonjour monsieur”, “Bonsoir monsieur”. De joven había decidido vivir ante la impecable mirada del espejo; ahora, se observaba en él sin reconocerse, dirigiéndose un saludo educado y cauteloso, como a un extraño.
El corazón de Baudelaire era, según un verso de Las flores del mal, “ardiente como un volcán”. Todas las maldiciones, blasfemias, lamentos, éxtasis, gritos y Te Deum humanos caían sordamente en él, provocando tormentas de llamas capaces de incendiar el universo. Las sensaciones que su organismo afinado recogía –los nuevos perfumes de la tierra, los colores brumosos y dorados del horizonte, las más sutiles conmociones nerviosas y las agrias insatisfacciones de los sentidos– resonaban en su corazón como un eco repetido en mil laberintos. Ningún instrumento humano iguala esta caja de resonancia. Blasfemias y lamentos, perfumes y conmociones ascienden con fuerza centuplicada, expandiéndose y vibrando en la superficie del mundo, dejando a su paso un rastro incontenible de emociones.
Pero ese corazón ardiente era, al mismo tiempo, “profundo como el vacío”: una cavidad inmensa, un abismo ilimitado que se abría hacia la cima del cielo y los círculos del infierno. Sin límites, sus sentimientos se arrojaban a ese doble abismo, perdiéndose en el espantoso infinito. ¿Cómo darles nombre? ¿Cómo detener ese impulso aterrador de huida? Cada acción, sueño, deseo y palabra de Baudelaire parecía negarse en un abismo que volvía vana toda experiencia. Los sólidos se diluían, los líquidos se volvían gas, y ese gas se perdía en una sustancia aún más volátil. Los objetivos que Baudelaire parecía buscar en la vida –el paraíso verde de los amores infantiles, el esplendor primigenio, el encanto de Satán y el crimen– eran apenas sombras, capaces de contener solo una mínima parte de la desgarradora fuerza que hervía en su interior.
Ningún poeta, quizá, posee al mismo tiempo esa llama y esa fuga, esa concentración y esa expansión; por ello, pocos nos implican tan profundamente en su destino. Pero cuando sus tristezas nos invaden como un mar, ¡que giro inesperado! Su orquesta de “metales” entona músicas suntuosas: despliega la sabiduría de los exclamativos, la dulzura vibrante de los vocativos, el arte calculado de la repetición, el triunfo de las enumeraciones. Como en los versos de un clásico, los sentimientos se disuelven en el oro y la miel de la retórica. Creímos conocer a un hombre arrastrado por el abismo ardiente y vacío de su corazón, y ahora vislumbramos solo a un exquisito retórico, paseando entre Deseos, Melancolías y Desesperaciones, entreteniéndose con ellas para llenar su ocio.
Al recorrer el viejo París, Baudelaire vislumbra en cada mujer negra, en cada cisne escapado que nerviosamente moja sus alas en el polvo, nuevas figuras míticas: una Andrómaca exiliada, un Simois falsificado. En cada persona y cosa encuentra un símbolo, una alegoría. Sobre las apariencias del universo deja caer esas imágenes grandiosas y sensuales que han sellado para siempre su nombre; figuras antropomorfas, cariátides de aire, deidades que por un instante abandonan su refugio y se revelan.
La metáfora en sus versos triunfa, transformándolos en formas cerradas, en sublimes unidades que se imprimen en nuestra memoria: “Un oasis de horror en un desierto de aburrimiento”, “El imperio familiar de las futuras tinieblas”. Estos versos son la columna vertebral de sus poemas, rodeados de amplias ondas melódicas, de exuberantes cadenas de imágenes. Así , el cabello de la mujer amada se convierte en un “bosque aromático”, un “mar de ébano”, un “océano negro” que contiene todos los océanos.
Las imágenes de Baudelaire no tienen ese paso precipitado, brusco. Apenas desplegadas, se deslizan con un movimiento ondulado y elástico, como un “hermoso barco que se hace a la mar, balanceándose dulcemente”. Al contemplar la naturaleza con sus ojos, observamos armonías melódicas: el atardecer se convierte en una fanfarria roja que tiñe de púrpura el verde de la hierba antes de desvanecerse bajo vastas sombras azules. La mano de una mujer exhibe combinaciones de verdes, rosados y marrones en sus venas y articulaciones. Creada por Dios como una “totalidad compleja e indivisible”, la naturaleza se convierte en armonía pictórica, en una vibración de tonos que recuerda a Tiziano y Rubens.
Baudelaire parece seguir el camino opuesto al de la naturaleza: reúne en sus versos todos los chirridos y disonancias del mundo, los clásicos y los vulgares, las palabras extranjeras y los adjetivos irónicos. Pero tras provocar el chirrido, lo reabsorbe en la red de sus analogías, en la continuidad rítmica de su aliento poético. Si la naturaleza mezcla rojo y verde, e l transforma las sílabas y versos en una palabra única y aterciopelada.
Baudelaire conocía bien los peligros de la falsa grandeza. Pero, ¿por que contar sílabas, forzar el mundo en sonetos, sino para rescatar algo de lo que antaño se llamo “sublime”? Apenas alcanzamos el aliento vasto de sus versos, sentimos una grandeza estable, una solemnidad lírica, una elevación simple. Como el barrendero de París, Baudelaire compulsó los archivos de la disolución, el caos de los desechos; recogió el fango de nuestra alma, lo amasó, y, “como un perfecto alquimista, como un alma santa”, extrajo de é l nada más que oro.
Ensayo recogido en Il tè del Cappellaio matto (Adelphi, 1972).
Traducción del italiano: Rafael Cienfuegos Lamberti.




