‘Sinalectas’: artefacto verbal para mirar

Pensemos este libro como un dispositivo, de retórica contenida, que convierte observaciones en pura energía sintáctica. En Sinalectas (Casa Vacía, 2016), Javier Marimón decide alejar lo poético del “bello decir” —en todo caso, se escucha un bel canto dodecafónico—, en virtud de una mecánica de la observación: “A partir de estructura que cause, escribirlo: / descascara el momento en que consiste, hace / admirar trazo que retiene la imagen”. Ese acto de “descascarar” define la poética del volumen: repertorio de gestos mínimos puestos a prueba, descritos con una prosa medida que suena a cuaderno de bitácora de los sentidos.

Hugh Kenner solía rastrear la ingeniería del estilo en Pound o Joyce, preguntándose qué engranajes hacían girar un texto. En Sinalectas los engranajes son explícitos: “Casi biólogo, crea vida de conceptos… Promete no confesar la extensión de su dolor”. La frase seca y directa funciona como herramienta; el poema, como un campo de pruebas. El resultado es una lírica del procedimiento: pensada para medir, comparar, inducir. De ahí la insistencia en cuerpos y fluidos (“contracción facial”, “chorro de orine”), en utensilios humildes (llaveros, botellas, una tira adhesiva), en acciones reguladas (agacharse “como mesero”, pelar un huevo, girar una tapa de sardinas).

Las ilustraciones de Filio Gálvez, que dialogan con cada poema, son geometrías blancas superpuestas, sean semicírculos, triángulos y cuadrados que tapan —parcial o centralmente— el dibujo. Más que ilustrar, las imágenes de Gálvez interrogan los poemas. La monja sin rostro, los dientes seccionados por una medialuna, el ciclista al que la figura blanca convierte en rueda posible, la ducha recortada, el corazón atravesado por un sector vacío, el rostro de Nietzsche, son imágenes que aspiran a lo que “falta”. La página se convierte en una balanza, donde el peso de las palabras queda en tensión por una sustracción visual. Entonces, podría hablarse de contrapesos: mientras el vocabulario afina, la figura sustrae.

Esa sustracción visual funciona a modo de sinalefa de lo visible —uniones por elipsis, continuidad por corte—. Así, los textos reducen la experiencia a sus sustantivos (“Tiene pocas ganas de beber agua… Entre las pocas ganas y miradas, voz baja, se contrae la historia”), mientras la imagen drena el centro mismo del objeto (la regadera con un mordisco geométrico). Si el poema registra el retroceso de la marea del deseo, el dibujo revela el vacío que esta deja a su paso. La écfrasis, por lo tanto, se aleja de una descripción de la imagen, continuándola a modo de experimento.

“En piscina flota band-aid con sangre. Se quejaron: ‘¿Sabe usted lo importante de este asunto?’”. En páginas cercanas a los compases anteriores hay tiritas recortadas y pieles interrumpidas por blancos geométricos. El poema detecta la inflación verbal (“lo importante de este asunto”) que ronda toda herida; el dibujo recuerda que el centro de la herida se vuelve oquedad. Texto y figura componen un vaivén entre la lesión y la sutura, entre la palabra y la imagen.

Hay momentos en Sinalectas donde la prosa se sostiene en una ironía que desnuda la técnica: “Por el volumen del chorro de orine al caer se calculó el alto de cintura…”. Vemos así las imágenes —una boca, un perfil, un aparato— en “diálogo” con la letra, mutiladas por un cuadrante blanco, para que el cuerpo se vuelve escala, y la figura un instrumento de medición: “Contracción facial expresa que le duele un poquito… sirve para que el dolor manifieste”. Asimismo, la imagen de un perro en fuga, cortado por un semicírculo, desactiva la anécdota; por lo que, más que frente a un perro, estamos ante un vector contrapuntístico entre lo visto y lo leído.

Kenner defendía el “luminous detail”: cosas que, por su nítida presencia, piensan por nosotros. Marimón arma su propio ideograma con botellas, llaveros, huevos, sopas: “Botella de leche en mostrador… socios en fraude, ríen / de cómo los cautivos de ilusión siempre compran algo”. El dibujo que lo complementa (un retrato seccionado por un semicírculo a modo de bozal) hace visible la compra del yo: la sonrisa interdicta del consumidor. Del mismo modo, “si termina de comer el huevo lo otro deberá estar allí…”. La media rueda dental recortada en la página opuesta dice mordida diferida… ¿Será que el deseo amarra las manos para poder soltarse?

Por otro lado, el libro acumula experimentos que se vuelven chistes perfectos: “Fleming… eureka, / y griega: ¿me llamaste?” O: “Para el recurso de sardina hay que enrollar la tapa… persiste recurso de sardina”. La imagen responde con objetos industriales interceptados por blancos exactos (aspersores, latas); así, la comedia es parte del método, incluso lo exhibe.

Lo decisivo en Sinalectas resulta la torsión de la expectativa lírica. Donde esperaríamos lirismo, hay una fina calibración; donde esperaríamos metáfora, hay un ensayo de variables: “Ensayando dualidades meriendo dos veces, bebo / dos vasos de agua…”. Donde esperaríamos interioridad, hay un protocolo de la percepción (“Peculiar en el rostro alcanza mejor manifestación / en informe de psicóloga…”). La economía verbal —con su sintaxis de frase-dispositivo, su prosodia sin andamiaje ornamental— produce un efecto de claridad feroz: vemos cómo ocurre lo que ocurre.

Las imágenes, por su parte, regulan el lenguaje. Esos bloques blancos —un círculo pleno sobre el rostro velado, una cuña triangular sobre una tortilla, un cuadrado clavado en la espalda— son la ingeniería inversa de cada página, ya que muestran el molde ausente al que el texto ajusta su expresión. En términos de taller, Gálvez aporta el torno y Marimón la pieza; por lo que el libro alcanza su ajuste exacto.

En suma, cada poema de Sinalectas es un diagrama verbal que mide hechos nimios y los pasa por la prueba de un idioma con poquísima grasa retórica, atento a la causa y al efecto. Cada imagen establece un vacío que obliga al texto a demostrar su tesis. Ese vaivén entre ingeniería y chispa convierte este cuaderno en un pequeño reino de la percepción: nos enseña a pensar con la economía de quien “descascara el momento” para que el trazo retenga —y a la vez vacíe— la imagen.

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