Brujas, profecías y merchandising apocalíptico

En la reciente entrevista concedida a El País, Margaret Atwood vuelve a describir el destino de las mujeres mayores con la sutileza de un martillo neumático: “A las mujeres mayores solo nos permiten ser dos cosas: sabias ancianas o viejas brujas malvadas”. Uno imagina, entonces, a los lectores del mundo —mayoritariamente mujeres, según todas las encuestas— reuniéndose cada mañana para votar a qué categoría corresponde la última autora entrevistada. Lo sorprendente es que la frase se presenta como revelación visionaria, cuando el único misterio real aquí es por qué seguimos aceptando este nivel de simplificación de un fenómeno tan complejo como la vejez, la presencia cultural y la representación simbólica. Pero claro, si no hay arquetipo, no hay mito; y sin mito, no hay heroína. Se cae el andamiaje.

Porque Atwood profetiza. Ella es la Curandera Oficial de la Distopía. En la entrevista insiste —como en todas desde 2016, 2018, 2021, 2023, 2024… y ahora 2025— en que El cuento de la criada no era metáfora, sino advertencia directa sobre el presente. Y para reforzarlo, menciona nuevamente el aborto en Estados Unidos, la vigilancia sobre los cuerpos y el eterno ascenso de “la ultraderecha”. El lobo, según ella, ya está dentro de la casa, sentado en el sillón y tomándose un té. No importa que no todas las realidades culturales, políticas o jurídicas del planeta respalden esa lectura uniforme. La distopía funciona mejor cuando se sirve sin contexto, como café instantáneo: solo hay que añadir indignación.

Lo curioso es la escenografía desde la cual se denuncia el patriarcado: festivales literarios donde el 80% de la programación son mujeres, mesas redondas donde la pregunta no es si hay representación femenina, sino cómo gestionar la sobreoferta; sellos editoriales importantes dirigidos por mujeres desde los años noventa; cadenas de librerías cuyo público principal son lectoras; departamentos de marketing dominados casi exclusivamente por egresadas de filologías, humanidades y comunicación. Pero en la entrevista, todo esto aparece disuelto bajo la neblina solemne de la narrativa del asedio: el patriarcado sigue ahí, acechante, proteico, indestructible… invisiblemente omnipotente y siempre responsable de todo.

Hay algo casi conmovedor en el esfuerzo por mantener vivo al monstruo. Porque si el lobo deja de ser creíble, toda la estructura simbólica se derrumba. Sin lobo no hay heroína resistente, sin heroína resistente no hay saga narrativa, y sin saga narrativa se vuelve difícil sostener la posición de “voz moral del presente” que la industria cultural adora premiar. La entrevista entera funciona como un recordatorio de que, en este juego, la distopía es un modelo de negocio, no un diagnóstico.

Atwood comenta además que el imaginario femenino sigue prisionero de proyecciones patriarcales: “Nos siguen poniendo en cuentos. Somos arquetipos.” Tal vez convendría decirle que lo que más contribuye a esa prisión es repetir esos arquetipos como destino inevitable, incluso cuando la realidad cotidiana los refuta. Es como denunciar la lluvia desde un spa en el desierto.

En el fondo, no se trata de negar los problemas. Lo que pone uno en cuestión es el holograma dramático perpetuo, la incapacidad de aceptar que, en muchos espacios culturales, el lobo hace tiempo que se quedó sin permiso de entrada. Pero si se acepta eso, entonces habría que pasar de la retórica de la alarma a la responsabilidad concreta —que siempre es menos glamorosa y menos citada en entrevistas.

Si algún día aparece realmente el lobo, sería bueno avisar. Pero después de veinte años de “¡Ahí viene!”, uno empieza a sospechar que lo que viene no es el lobo, sino el nuevo libro.

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