Citario del lector I

Citario. Deriva del latín «citāre» (citar) más el sufijo «-ārium» (repositorio), similar a «bestiario». Neologismo del siglo XXI, surgió entre los eruditos hispanohablantes de Bookish & Co., con raíces en antologías antiguas y florilegios. «Citario» se relaciona con libros medievales de lugares comunes (como de Erasmo) y proto-ejemplos del XIX, como «Familiar Quotations». En su acepción de Citario del lector, configura una bitácora de hallazgos, donde las citas son islas dispersas que Memoria convoca.

No tengo una memoria ordenada, pero sé que este libro de Edgar Rice Burroughs [Tarzán] fue el primero que leí. Cuando niño se pensaba que yo era retardado, y todo parecía indicar que así era. No tengo recuerdos del primer año de la escuela primaria, en el cual no fui admitido hasta los siete años (…) Ningún maestro de primaria o bachillerato ni siquiera aludió por error que la lectura fuese una actividad normal, y yo tuve que aceptar, junto con mi familia, que ésta era parte de mi aflicción como retardado. La tarde de invierno en que descubrí que podía seguir a Tarzán y a Simba y a unos malvados árabes traficantes de esclavos, fue la primera de mis sesiones sentado en una silla con un libro, el inicio de una serie de lecturas que ha durado hasta ahora cincuenta años. Leo muy despacio, y no leo demasiado ya que prefiero pasar mi tiempo libre pintando y dibujando, o escribiendo, y no dispongo de tanto tiempo libre. Y como maestro de literatura suelo leer los mismos libros una y otra vez, año tras año, para tenerlos frescos en mi mente, por las clases.

Guy Davenport, «Sobre la lectura» (¿Qué son las revoluciones? y otros ensayos sobre arte y literatura, Libros Magenta, México, 2008, traducción: Gabriel Bernal Granados)

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La gran época para la lectura es la que va de los dieciocho a los veinticuatro años de edad. La mera lista de lo que entonces se lee colma el corazón de las personas mayores de pura desesperación. No es solamente que leamos tantísimos libros, sino también que hayamos podido leer precisamente esos libros. Si se desea refrescar la memoria, tomemos uno de esos viejos cuadernos que rezuman, en un momento u otro, la pasión de los comienzos. Es verdad que la mayoría de las páginas han quedado en blanco, aunque al principio encontraremos un determinado número hermosamente seguido de una caligrafía perfectamente legible. Ahí hemos anotado los nombres de los grandes escritores por orden de mérito; habremos copiado espléndidos pasajes de los clásicos; habrá también listas de libros por leer; lo más interesante de todo es que también habrá listas de libros en efecto leídos, como atestigua el lector con un punto de vanidad juvenil al añadir una marca en tinta roja. Citaré una lista de los libros que alguien leyó durante un pasado mes de enero, a los veinte años de edad, la mayoría muy seguramente por primera vez. 1. Rhoda Fleming; 2. The shaving of Shagpat; 3. Tom Jones; 4. El Laodiceo; 5. Psicología, de Dewey; 6. El Libro de Job; 7. El Discourse of Poesie de Webbe; 8. La duquesa de Amalfi; 9. La tragedia del vengador. Así prosigue de mes en mes, hasta que, como sucede con estas listas, de pronto cesa al llegar a junio. Si seguimos al lector durante estos meses resulta evidente que apenas ha podido hacer otra cosa que leer. Ha peinado la literatura isabelina bastante a conciencia; ha leído mucho a Webster, Browning, Shelley, Spenser y Congreve; a Peacock lo ha leído de punta a cabo; ha leído casi todas las novelas de Jane Austen hasta dos y tres veces. Ha leído todo Meredith, todo Ibsen, algo de Bernard Shaw. Podemos tener también bastante certeza de que el tiempo que no haya dedicado a la lectura lo habrá pasado absorto en estupendas disquisiciones, en polémicas en las que los griegos se enfrentan a los modernos, el romanticismo al realismo, Racine a Shakespeare, hasta que las lámparas palidecieran con el alba.

Virginia Woolf, «Horas en una biblioteca» (libro homónimo, Editorial Planeta-Seix Barral, 2017, traducción: Miguel Martínez-Lage)

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Me costó mucho aprender a leer. No me parecía lógico que la letra “m” se llamara “eme”, y sin embargo con la vocal siguiente no se dijera “eme” sino “ma”. Me era imposible leer así. Por fin, cuando llegué al Montessori la maestra no me enseñó los nombres sino los sonidos de las consonantes. Así pude leer el primer libro que encontré en un arcón polvoriento del depósito de la casa. Estaba descosido e incompleto, pero me absorbió de un modo tan intenso que el novio de Sara soltó al pasar una premonición aterradora: «¡Carajo!, este niño va a ser escritor». Dicho por él, que vivía de escribir, me causó una gran impresión. Pasaron varios años antes de saber que el libro era Las mil y una noches. El cuento que más me gustó —uno de los más cortos y el más sencillo que he leído— siguió pareciéndome el mejor por el resto de mi vida, aunque ahora no estoy seguro de que fuera allí donde lo leí, ni nadie ha podido aclarármelo. El cuento es éste: un pescador prometió a una vecina regalarle el primer pescado que sacara si le prestaba un plomo para su atarraya, y cuando la mujer abrió el pescado para freírlo tenía dentro un diamante del tamaño de una almendra.

Gabriel García Márquez, Vivir para contarla (Random House Mondadori, Barcelona, 2002)

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Había sido una lectora incansable desde mi temprana infancia (leer era clavar un puñal en sus vidas) y por ello indiscriminada: cuentos de hadas y cómics (mi colección de cómics era enorme), la Enciclopedia Compton, los Bobbsey Twins y otros de la serie de Stratemeyer, libros sobre astronomía, sobre química, sobre China, biografías de científicos, todos los libros de viaje de Richard Halliburton y un número considerable de clásicos de la época victoriana. Un día, mientras deambulaba por una papelería que vendía tarjetas de felicitación, en la aldea que era el centro de Tucson a mediados de los cuarenta, encontré el pozo sin fondo de la Modern Library. Allí había calidad y, detrás de cada libro, mi primera lista. Solo tenía que comprarlos y leerlos (95 centavos los pequeños y 1,25 dólares los volúmenes grandes). Como un metro de carpintero, mi sentido de las posibilidades se iba desplegando con cada libro. Y un mes después de mi llegada a Los Ángeles localicé una verdadera librería, la primera de una vida apasionada por la Pickwick, en Hollywood Boulevard, adonde solía ir al salir del colegio a leer de pie algo más de literatura universal, comprando cuanto podía, robando cuando me atrevía. Todos mis hurtos ocasionales me costaban semanas de autodesprecio y miedo a futuras humillaciones, pero ¿qué podía hacer dada mi diminuta asignación? Es extraño que nunca pensase en acudir a una biblioteca. Tenía que conseguirlos, verlos en hileras a lo largo de la pared de mi pequeña habitación. Mis deidades domésticas. Mis naves espaciales.

Susan Sontag, «Peregrinación» (Declaración. Cuentos reunidos, Literatura Random House, 2018, traducción: C. Scavino)

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De chica mis padres solían salir de paseo los sábados a los alrededores de la ciudad, lo que por entonces era todavía casi campo; Escobar, por ejemplo, o Pilar. Mi madre llevaba un calentador y una pavita para hacer el té, mi padre compraba unos sándwiches de miga en la confitería de la avenida Maipú, y yo preparaba una valijita con los libros que pensaba leer en el pícnic mientras mis padres hablaban, o se peleaban, o se quedaban mudos mirando los eucaliptos a la vera del camino. Yo sabía que eran demasiados libros, y así me lo hacía ver mi padre, «mirala a tu hermana que solo trajo el Billiken» pero no lograba convencerme de que con un libro bastaba. Yo pensaba que a lo mejor se descomponía el auto, teníamos que pasar la noche afuera, y corría el peligro de quedarme sin lectura. El miedo de quedarme sin libro que leer me sigue rondando. Cuando emprendo un viaje en avión siempre lo hago munida de excesivo material de lectura. Aun así, invariablemente, entro en alguna librería del aeropuerto mientras espero el vuelo y compro uno o dos libros más que luego, la mayoría de las veces, no leo. No importa: me siento acompañada y siempre es bueno tener lectura de más por si hay demoras.

Sylvia Molloy, Citas de lectura (Ampersand, Buenos Aires, 2018)

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Sus gustos en materia de lectura eran muy conservadores y las preferencias de mi madre se inclinaban por los clásicos rusos. Ni ella ni mi padre tenían opiniones definidas sobre literatura, música ni arte, pese a que en su juventud habían conocido personalmente a un gran número de escritores, compositores y pintores de Leningrado (Zoschenko, Zabolotski, Shostakovich, Petrov-Vodkin). Eran simplemente lectores —lectores nocturnos, para ser más preciso y tenían un gran interés en renovar sus carnets de socios de la biblioteca. Al volver del trabajo, mi madre llevaba siempre en su bolsa de red, llena de patatas o de coles, un libro tomado en préstamo en la biblioteca, envuelto en papel de periódico para evitar que se ensuciase.

Fue ella la que me sugirió, cuando yo tenía dieciséis años y trabajaba en la fábrica, que me inscribiera en la biblioteca pública, y no creo que lo único que tuviera entonces en la cabeza fuera impedir que vagabundeara de noche por las calles. Por otra parte, tengo entendido que a ella le hubiera gustado que yo fuera pintor. Sea lo que fuere, las salas y corredores de aquel antiguo hospital, enclavado en la orilla derecha del río Fontanka, fueron el principio de mi vocación. Todavía recuerdo cuál fue el primer libro que, por consejo de mi madre, solicité de la biblioteca: Gulistan (El jardín de las rosas), del poeta persa Saadi. Descubrí entonces que mi madre era muy aficionada a la poesía persa. El libro siguiente que pedí, éste por cuenta propia, fue La maison Tellier, de Maupassant.

Joseph Brodsky, «En una habitación y media» (Menos que uno, Ediciones Altaya, Barcelona, 1995, traducción: Roser Berdagué y Esteban Riambau)

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Lisetta, además de leer los libros de Croce, leía también las novelas de Salgari. En aquella época debía de tener catorce años, una edad en la que se va y se viene continua, incesantemente, de la madurez a la infancia. Yo había leído las novelas de Salgari, pero ya las había olvidado, y Lisetta me las contaba cuando dejábamos las bicicletas en la hierba y nos sentábamos a descansar en el campo. En sus sueños y en sus conversaciones se entremezclaban marajás indios, flechas envenenadas, los fascistas y aquel conde bajito llamado Balbo que iba a verla los domingos y le llevaba los libros de Croce. Y yo la escuchaba entre divertida y distraída. En cuanto a mí, de Croce no había leído nada, excepto La letteratura della nuova Italia, o mejor dicho, de La letteratura della nuova Italia sólo había leído los resúmenes de las novelas y las citas. Pero cuando tenía trece años había escrito a Croce una carta enviándole algunas de mis poesías, y él me había contestado con mucha educación explicándome muy amablemente que mis poesías no eran demasiado bonitas. Me guardaba mucho de confesar a Lisetta que no conocía los libros de Croce, porque, en vista de la admiración que me tenía, no quería desilusionarla. Y me tranquilizaba el pensar que, aunque yo no había leído a Croce, Leone se lo había leído todo, desde el principio hasta el final.

Natalia Ginzburg, Léxico familiar (Lumen Narrativa, 2016, traducción: Mercedes Corral)

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—Y fue ella quien, un Día de Reyes, te regaló un ejemplar de Robinson Crusoe.

—¡Que marcó mi vida para siempre! Imagínate: un niño judío que, un Día de Reyes, una celebración católica, recibe este regalo de manos de su madre, algo así como un «¡toma, lee!». Me voy a mi cuarto, donde hay muchos juguetes nuevos, pero me concentro en el libro. Lo abro, empiezo a leerlo y el libro me encandila; me hundo en aquel mundo, lo termino, vuelvo a la primera página y lo releo —no había otro libro en la casa—, y mi vida cambia por completo. Porque era un regalo que venía de la madre, porque era una suave imposición y un acto de obediencia ante un regalo, no ante una férula; y después que leo y releo, la fantasía empieza a operar y sólo puedo conciliar el sueño si imagino que soy Robinson Crusoe. Este mito mío lo discutí intensamente con mi psicoanalista —imagina, viniendo de una isla, necesitaba perderme en otra isla, como Robinson Crusoe—, hasta que tengo cuarenta y pico de años, cuando por primera vez, por razones como el descubrimiento del mundo oriental, rompo por completo con esa necesidad. Cuán fuerte es, pues, la presencia de la madre, cuán fuerte es lo poético, la escritura, y cuánto puede alterar el umbral del sueño y el sueño mismo. ¡Qué fascinante es la vida humana!, ¿no?

José Kozer: tajante y definitivo (entrevista con Gerardo Fernández Fe, Rialta Ediciones, Santiago de Querétaro, México, 2020)

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Terminan por fin las clases y Mademoiselle nos lee en la terraza, donde las esteras y las sillas de mimbre desprenden bajo el calor un penetrante aroma a galleta. En los blancos alféizares, en los alargados asientos de las ventanas, cubiertos de descolorido calicó, el sol se rompe en geométricas gemas después de atravesar los romboides y cuadrados de las cristaleras de colores. Esta es la época en la que Mademoiselle se encontraba más en forma. ¡Qué enorme cantidad de volúmenes nos leyó en esa terraza! Su tenue voz leía velozmente, sin debilitarse jamás, sin el menor tropiezo ni vacilación, pues era una formidable máquina lectora que actuaba con absoluta independencia de sus enfermos tubos bronquiales. Hubo de todo: Les Malheurs de Sophie, Le Tour du Monde en Quatre Vingt Jours, Le Petit Chose, Les Misérables, Le Comte de Monte Cristo, y otros muchos. Se sentaba allí, y destilaba su voz lectora desde la quieta prisión de su persona. Aparte de los labios, lo único que se movía en su búdico bulto era una de sus sotabarbas, la más pequeña pero también la más auténtica. Los quevedos de montura negra reflejaban la eternidad. De vez en cuando alguna mosca se posaba en su severa frente y al instante saltaban sus tres arrugas juntas, como tres atletas sobre tres vallas. Pero no había nada capaz de cambiar la expresión de su cara, esa cara que tan a menudo he pretendido dibujar en mi cuaderno, pues su impasible y simple simetría ofrecían a mi vacilante lápiz una tentación mucho mayor que el ramo de flores o el cimbel que reposaban ante mí sobre la mesa, y que eran el modelo que se suponía que yo estaba dibujando.

Vladimir Nabokov, Habla, memoria (Editorial Anagrama, Barcelona, 1986, traducción: Enrique Murillo)

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Las puertas de la poesía se me abrieron cuando mi padre me regaló, a orillas del Sena, en los muelles —costaba cuatro perras, nadie lo quería—, Los Trofeos de José María de Heredia. Aquí la tengo, mi primera edición de Heredia. Todavía hoy sigo sintiendo que tengo una enorme deuda con ese señor muy estirado, muy pomposo, muy académico, y a pesar de todo gran poeta. El hallazgo de un libro puede cambiar una vida. Estoy (he contado esta anécdota varias veces) en la estación de Fráncfort, entre un tren y otro y —eso solo podía ocurrir en Alemania, donde había buenos libros en los quioscos— veo un libro; no conozco el nombre del autor: CELAN. El nombre de Paul Celan me intriga. Abro el libro en el quiosco mismo y me topo con esta primera frase: «En los ríos, al norte del futuro…». Casi pierdo el tren. Y cambió mi vida para siempre. Sabía que ese libro escondía algo inmenso que iba a formar parte de mi vida.

George Steiner, Un largo sábado. Conversaciones con Laure Adler (Ediciones Siruela, Madrid, 2016, traducción: Julio Baquero Cruz)

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El miedo, incluso el terror, a la soledad es una superstición. Lo han convertido en un espantapájaros. He aspirado a la soledad desde mi juventud. Para mí, no había nada más horroroso que pasar un día entero en compañía de otra persona sin poder estar sola con mis pensamientos, sin sentirme libre de mis actos, sin poder leer lo que cayera en mis manos. Aprendí a leer en los anuncios por palabras del periódico La Palabra: «Amos recomiendan cocinero», «Alquilamos piso con leña incluida». Después, siguió el abecedario de moda, cuyo autor he olvidado: «Ahí el gato está, el ratón se va.» A continuación «Infanciayadolescencia» (supe más tarde que dicho título está formado por tres palabras distintas; lo había leído muy deprisa para saber «cómo seguía»). Finalmente, Crimen y castigo, que leí tumbada boca abajo, a la sombra de un árbol, mascando briznas de hierba. Me hallaba tan absorta en la lectura que, a veces, con el jugo de las hierbas, engullía alguna arañita insípida.

Nina Berberova, El subrayado es mío (memorias, Circe Ediciones, Barcelona, 1990, traducción del francés: Ana María Moix)

 


Imagen: Ein Besuch  (1860), de Carl Spitzweg.

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