¿Cuál fue el libro que destruyó tu inocencia literaria y te dejó emocionalmente disponible solo para personajes ficticios?
Dos libros que leí como en una competencia de caballos de carreras. Uno fue El conde de Montecristo. Lo leí a los nueve años, en medio de una parálisis de mis rodillas que me obligó a aprender a caminar de nuevo. También descubrí los infinitos caminos posibles de la literatura. El otro es Huck Finn. No solo lo hizo la primera vez que lo leí, sino cada vez que lo releo.
¿Qué autor/a te gustaría besar o abrazar y luego golpear con una edición de 800 páginas por arruinarte emocionalmente?
Johnny fue a la guerra, de Dalton Trumbo. Nadie lo menciona. Pero fue como si me metieran en un molino o me aserraran como a Isaías. A ese libro le debo mi primer volumen de cuentos y dos de mis cuentos posteriores: «En el vórtice» y “El brazo y el lienzo”. Sé que no se parecen en nada, pero detrás de las palabras distingo el mismo humo y la sangre.
¿Cuál es el libro que dices que «te marcó», pero en realidad solo lo leíste por presión estética?
Algún libro de Hesse que no sea El lobo estepario. Los leí como alguien que necesita seguir una dieta baja en carbohidratos. La frialdad alemana solo sirve para ganar copas mundiales de fútbol.
¿Qué personaje literario querrías como pareja, aunque sabes que terminarías llorando en una librería con jazz de fondo?
Margarita, el personaje de Darío-Bulgakov-Ramírez-yo. O tal vez alguien real; la mayoría de las personas en sus diarios se vuelven personajes. Elijo a Anais Nin: su padre habanero me la presentaría en un concierto en París o por ahí. Escribiríamos a cuatro manos un relato erótico infinito que ella quemaría, o diría que solo fue suyo y se lo dedicaría a Miller o a June. ¿No escuchas ya el jazz de fondo?
¿Qué libro consideras «un clásico necesario» pero solo porque te da ansiedad admitir que te aburrió como misa en latín?
El Ulises, de Joyce. Leí primero el monólogo interior en una edición Cocuyo, si no recuerdo mal, que me gustó mucho. Conseguí el ladrillo luego y sostuvo una esquina de mi cama un tiempo. Debo admitir que estaba bien acompañado por Los hermanos Karamazov, que también causaba ansiedades, pero por motivos estrictamente distintos.
¿Cuál es tu lectura secreta de vergüenza?
Literatura policial buena, regular, mala y pésima, y su fábrica de chocolates del cine. No puedo evitarlo. Netflix es feliz conmigo.
¿Qué autor moderno te resulta tan brillante que lo detestas como se detesta a un/a ex?
Me acojo a la Quinta Enmienda. Pudiera tratarse de un clásico moderno cubano muy querido por mis entrevistadores.
¿En qué momento de tu vida descubriste que subrayar frases no significa que las entiendas?
Leyendo a los semióticos y estructuralistas. Nunca entendí cómo podían diseccionar los cuerpos vivos de la literatura como si disecaran cadáveres.
¿Cuál es la palabra más pretenciosa que has usado para hablar de un libro y así sonar más intelectual?
Implosionar. Ningún libro implosiona, solo los lectores. Los libros nos explotan en la cara.
¿Qué edición de un libro compraste solo porque tenía cantos dorados y parecía un objeto de brujería victoriana?
Comprado, no. Robado, sí. Conozco a varios premios Casa de las Américas y Alejo Carpentier que son verdaderos sicarios en las ferias del libro y que me han permitido leer grandes obras en préstamo. Sin embargo, yo he sido un mal ladrón. Como el personaje de Los miserables, que robó los candelabros de plata, el único libro que me robé fue uno de cuero con el canto de las hojas en oro. Jamás he vuelto a ver impresa esa Traducción Moderna de la Biblia de 1929, que me gusta incluso más que la Reina-Valera. Un tesoro que desapareció misteriosamente de mi casa natal. Por ejemplo, el salmo 72, comenzaba más o menos así: «Te temerán, mientras dure el sol y en presencia de la luna, durante todas las generaciones». Y terminaba: «como los ríos sobre los cabos de la tierra». Los escritores que desprecian la Biblia deberían comenzar por ahí. Escribirían mejor.
¿Qué personaje literario usarías para que le diga verdades a tu ego?
Cualquiera de los muertos de la Antología de Spoon River. O algún personaje de Las cenizas de Ángela, ese libro memorable y autoparódico. El humor negro siempre es un buen antídoto contra la vanidad.
¿Qué libro te obligaron a leer en la escuela y ahora finges que amas por trauma y costumbre?
Tal vez los Versos libres de Martí. Es mucho menor que sus Versos sencillos y, sobre todo, que su Diario.
¿Qué librería física es tu ruina financiera y tu capilla emocional?
«El Camino», en la calle 27 de febrero de Santo Domingo. Los libros de teología son más caros que los seculares. Soy adicto a ellos, casi pecaminosamente.
¿Cuál fue la última frase literaria que te hizo decir: «maldito genio»?
Un poeta que nadie lee, un dandy cuyo fantasma sigue rondando por las calles de El Conde, un narrador maldito llamado Pedro Peix. Dijo: «Los poetas siguen sirviendo para nada». La belleza o inutilidad de la literatura es un hermoso misterio.
¿Has tenido una relación que terminó por diferencias librescas irreconciliables?
Claro, ¿cómo puedes amar más a Neruda que a Vallejo?
¿Cuál es tu lugar favorito para leer como si fueras un personaje de Murakami? ¿Café hípster, ventana lluviosa, cama existencialista? ¿Algún otro?
Para leer y para escribir: el Metro de Santo Domingo. Es un lugar limpio y bien iluminado. Escribí mi poemario Una casa llamada sueño allí, camino a la universidad. Y la cama, la cama, la cama, como diría Onetti.
¿Cuál es el libro que usas para impresionar a gente culta y que jamás has terminado?
Algo insoportable, ya sea del erudito Barthes, del admirable Bajtín o del sabio Steiner, sin duda. Los he leído con admiración y descuido.
¿A qué personaje literario le confiarías tu diario?
Nunca escribiré un diario. Uno escribe más verdades en la mentira de las ficciones.
¿Qué autor muerto invitarías a tu funeral solo para que lea algo devastador y elegante sobre tu mediocridad redimida por el amor a los libros?
A Borges. Su amor por los libros les haría pensar a todos que estuvo hablando bien de mí.
¿Cuál fue la peor traición literaria que sufriste? ¿Un mal final, una adaptación atroz, o que tu autor favorito profesara una ideología incompatible con tus principios?
Las adaptaciones del Boom al cine suelen ser imperdonables. No importa si el director es europeo, como ocurrió con Aura, o si es del traspatio latinoamericano. Puestas en balanza con los libros, cada adaptación es como comparar a Emilia Pérez con Buenos muchachos.
¿Cuál es el insulto más refinado que has pensado hacia alguien que dice “no me gusta leer”?
Del neandertal al homo sapiens hubo muchos libros de distancia.
Tienes una pila de libros por leer tan alta que si se cae podría matarte. Aun así, ¿cuál(es) compraste ayer?
Historia personal del boom, de Donoso (que es el autor que menos me gusta del Boom). Trastorno, de Thomas Bernhard, que no lo había leído y es como si estuvieras viendo a Cuba, esa ruina. El último de la estirpe, de Fleur Jaeggy, quien dice que su máquina es quien escribe sus novelas. También tengo una fila de libros de poetas cubanos en PDF que quiero leer ya: La guagua de Babel, de Carlos Esquivel. Trilogía acéfala, de José Luis Serrano. Una antología de poemas de Eduard Encina, el mambí. Últimamente leo más en la tablet, un acto de traición cósmica contra el papel y la tinta.
¿Qué libro «profundo» te pareció un fraude elegante lleno de humo, citas sueltas y pseudomística de librería hípster?
Los textos de muchos ensayistas posmodernos encajan en esta pregunta. Sé que tal vez sería imposible El nombre de la rosa, sin el semiólogo Umberto Eco. Aun así, no me explico cómo el semiólogo Eco pudo escribir El nombre de la rosa. Tal vez, no podría afirmarlo con certeza, otros libros del mismo Eco entren en esa categoría de «fraude elegante lleno de citas sueltas y de humo», pero El nombre de la rosa no: es como el monte Olimpo. No le hacía falta escribir nada más.
¿Cuál es la última vez que leíste algo tan hermoso que reveló algo de ti mismo y quisiste arrancarte los ojos como Edipo?
Ayer, unos poemas devastadores de Primo Levi. Seguramente ya los había leído, pero me pareció que los leía por primera vez.
¿Cuál es tu edición de “libro fetiche”, esa que no prestas, aunque la otra persona te prometa su alma?
En la calzada de Jesús del Monte, de Eliseo Diego, mi poeta cubano preferido.
¿Qué autor invocarías en una sesión espiritista para preguntarle por qué te dejó con ese final?
A ninguno. Seguro me hablaría un espíritu engañador con poco talento literario.
¿Cuál es tu ritual de lectura secreto que te hace sentir que el mundo tiene sentido, aunque sea por diez páginas?
Leer buenos comienzos de libros. Dan ganas de vivir. Y de escribir.
¿Qué frase literaria usas para justificar tu adicción a leer en lugar de resolver tus problemas reales?
«Este mi único vicio. ¿Me sirves otro café?».
¿Qué libro quema lentamente tu conciencia porque nunca lo terminaste y aun así opinas de él como si fueras crítico del Paris Review?
Tengo una lucha con eso. A veces creo que no me leí completo El Quijote. Luego me digo que es imposible, porque nunca me he divertido tanto con otra obra. Tuve esa edición hermosa, ilustrada por Doré. Puede ser que haya releído después capítulos al azar que me han ido gustando más que otros.
Si fueras un libro olvidado en una estantería polvorienta, ¿qué frase pondrías en tu contratapa para que alguien, por fin, te elija?
«Cuidado. Alguien me intentará robar de tu biblioteca».




