En estos tiempos de actualidad innombrable, no debería sorprender que Henry Betsey Jr., ciudadano floridano de modales suaves y pasiones múltiples, haya logrado casarse con tres mujeres distintas en tres condados sin que el Estado sospechara que algo olía a Tolstói. Lo realmente fascinante, sin embargo, no es su don para la simultaneidad conyugal, sino su particular devoción por las letras decimonónicas: el hombre mantenía vastas bibliotecas en cada una de sus residencias maritales.
Sí, estimado lector. Mientras tramaba su pequeño harén burocrático, Betsey Jr. se rodeaba de ediciones —más o menos nobles— del realismo francés y ruso, como si su bigamia fuera apenas una excusa para esparcir por Florida su amor por Stendhal y Dostoievski. Y aunque cada hogar tenía su respectiva colección (porque incluso los embusteros necesitan coherencia estética), era en la casa de Michele —la tercera en orden cronológico y, presumiblemente, la favorita— donde reposaban las verdaderas joyas: primeras ediciones anotadas, lomos encuadernados en cuero fatigado, e incluso un ejemplar ilustrado de Los hermanos Karamazov que, de no haber estado en su poder, uno sospecharía que perteneció a algún aristócrata ruso antes de ser fusilado por los bolcheviques.
En cuanto a las motivaciones del acusado, las esposas (Tonya, Brandi y Michele, en ese orden y sin escalas) coinciden en que su fervor literario estaba acompañado de un apetito igual de voraz por cuentas bancarias conjuntas y beneficios colaterales de mujeres recién divorciadas. Según declaraciones recogidas por la prensa local, Henry tenía una habilidad inquietante para pasar del alma bella al “¿ya abriste la app del banco?”, sin solución de continuidad.
Durante dos años, este curioso entusiasta de Tinder y Tolstói logró burlar un sistema de registro matrimonial que parece haber sido diseñado por Kafka en un mal día. Casarse en distintos condados de Florida, donde cada juzgado actúa como principado autónomo con la mirada puesta en las bodas exprés, le permitió encadenar enlaces sin que ningún funcionario se tomara la molestia de levantar una ceja inquisitiva.
El castillo de naipes se vino abajo, como suele suceder en las novelas que tanto admiraba, cuando Tonya —la primera esposa y, por tanto, la que más sospechas acumuló— comenzó a buscar su nombre en registros civiles condado por condado, como si investigara a un personaje de Balzac. Lo que encontró fue menos una historia de amor y más un folletín judicial.
Ahora, Henry Betsey Jr. enfrenta cargos por bigamia, órdenes de alejamiento y, lo que es probablemente más doloroso para él, el posible embargo de su colección literaria. Se ha declarado no culpable —porque, al parecer, el amor a la literatura no exime del amor al fraude— y espera juicio mientras reside, según los informes, con un “amigo cristiano”, en una casa presumiblemente libre de Ana Karenina.
El caso ha desatado llamados a revisar las leyes de registro matrimonial. Algunos sugieren la creación de una base de datos nacional que impida a otros futuros bibliófilos polígamos recorrer el país fundando sucursales sentimentales sin consecuencias.
Queda la duda de si las autoridades, al allanar sus viviendas, se tomaron el tiempo de hojear sus anaqueles. Porque si algo deja claro esta historia, es que el crimen, a veces, no descansa en la pasión… sino en una biblioteca bien surtida.
Las mujeres esperan con fuertes suspicacias los comentarios que nosotros, los hombres, podamos hacer sobre Betsey. Lo mejor es recordar una frase de Cicerón, exacta para el caso: «El silencio es la mayor elocuencia».