20 de diciembre, 1952. Londres
Dimos una cena para Rosamond [Lehmann][1], los Connollys y los Redgraves[2]. (Tratamos de mantener entretenidos a nuestros amigos antes de mi viaje a Estados Unidos.) Isaiah [Berlin] debió asistir, pero llamó por la mañana para preguntar quiénes eran los otros invitados. Cuando N[atasha] le informó que los Connollys vendrían, dijo que lo sentía, pero no podría venir. Explicó que estaba consternado por los artículos que Cyril había escrito sobre [Guy] Burgess y [Donald] McLean. “Publicarlos fue un acto de pura sangre fría”, dijo. Ya él había hecho varios comentarios contrarios a Cyril en conversaciones con otras personas y si se lo encontraba se vería obligado a decir lo que sentía. Si no lo hacía no se lo perdonaría nunca. Finalmente dijo que vendría, pero “sólo como un acto de alta amistad”. Yo estaba fuera, mas cuando regresé a casa estuve todo el tiempo tratando de convencerlo de que no viniera, cosa que al final conseguí, no sin asegurarme de telefonear a todos, excepto a los Connollys, para pedirles que no mencionaran ni a Burgess ni a McLean. Cyril, inocente de todo, se sintió muy desilusionado porque Isaiah no viniera pues quería hacer un elogio de sus conferencias.
La noche siguiente, Isaiah y yo cenamos en Caprice. Me dijo que creía que había actuado con total rudeza y que lo sentía mucho, pero también que tenía sentimientos complicados con los artículos de Cyril, o, por el contrario, no complicados en lo absoluto, ya que creía que los había escrito únicamente por dinero, causando con ellos gran conmoción. Estuvo simpático esa noche. Hablamos sobre Estados Unidos[3]. Dijo que había tres partidos políticos en ese país: el Demócrata, el Republicano y el de los Radicales. Estos últimos no están representados y no caben dentro de los otros dos: así, hay Radicales Demócratas y Radicales Republicanos. Pero la corriente legítima de Radicalismo (que no es necesariamente un fenómeno proletario, sino más bien intelectual) no tenía claro cómo expresar sus ideas.
17 de enero, 1953. Londres
El jueves fui a un almuerzo en honor de John Lehmann[4] en el edificio Trocadero. Rosamond [Lehmann], Rose Macaulay, T. S. Eliot, E. M. Forster, William Plomer, Cyril Connolly, Joe Ackerley, Laurie Lee, Alan Ross y unas veinte personas más estuvimos allí, incluyendo a Arthur Koestler, a quien casi olvido. Llegó tarde y tuvo que sentarse al final de la mesa rodeado de personas que lo odiaban. La comida y las bebidas no fueron de buena calidad y el salón opaco, sin brillo y falto de atractivo. Aparentemente, a Henry Green le gustaba aquel lugar. Mientras comíamos, Cyril se mostró indignado porque el camarero, que al parecer no lo había escuchado bien, le había servido el peor vino en lugar del mejor de la lista. Después del altercado, escuché que Cyril dijo, como si fuera un niño: “Bien, lo puede dejar si así lo desea, pero sepa que no lo beberé, por lo tanto, ahí se queda.”
No fue para nada una velada aburrida: había gente interesante y simpática (Louis MacNeice[5] y William Sansom[6] me vienen ahora a la mente). Todos se comportaron como si estuvieran conscientemente decepcionados y a la vez decepcionantes. Los discursos que allí se dieron corroboraron esta impresión. Henry Green se levantó y dijo que, cuando tuvo la idea de convocarnos a aquel almuerzo, cuarenta y nueve personas (eso creo) fueron invitadas y de ellas, para sorpresa suya, treinta y siete aceptaron. Si sólo habían venido treinta y dos era debido a que algunos se habían contagiado de gripe. Dijo que creía que había sido una reunión alegre y agradable, además de un inesperado tributo a John Lehmann. Dicho esto, se sentó. Fue el turno entonces de Eliot. Se levantó, lucía encorvado y viejo. Se inclinó hacia delante con las manos en el mantel y bajó la vista hacia la mesa. Con infinita gravedad, dijo que compartía con John tres ocupaciones —¿o dijo profesiones? —: poeta, hombre de negocios y editor. Él estaba seguro de que, pasara lo que pasara —y no tenía ningún aire de saber en particular lo que podría suceder—, John seguiría adelante con una de ellas. Y entonces se sentó. Luego se levantó John y fue todavía más banal que sus antecesores. Comenzó diciendo que no sabía qué iba a decir (siempre un buen comienzo). Se había encontrado empujado, despedido, arrojado solo al mundo, y de pronto se había visto rodeado de amigos. Los apoyos habían llegado de todos los flancos (en ese punto las metáforas se volvieron militares y hubo referencias a refuerzos y fuego antiaéreo). Dijo entonces que, como editor, siempre se había sentido perseguido: por los títulos, las historias, los poemas que inundaron sus días, perseguido por ideas para artículos y poemas. También había tenido que rechazar muchos manuscritos, con la conciencia de que eso también lo perseguía. (Todos sentimos una sacudida. Cyril puso una expresión como si estuviera atiborrado de esas cartas de rechazo que enviaba John.) Siguió diciendo que, cuando había comenzado a editar, pensó que sería el instigador de un nuevo movimiento, una literatura y una poesía nuevas, que todo sería maravilloso. Pero todo había sido muy diferente de lo que esperaba. Dijo también que, para algunas personas, él era como un director que nos azotaba, como si fuera aquel legendario rector de Eton, Dr. Keate. Terminó su discurso perorando sobre cómo se las arregló para introducir los títulos de la mayoría de las novelas de Green. No quería que pensáramos, dijo, que él era quien iba a hacerle las maletas. Quería asegurarle a Green que tenía la intención de seguir viviendo y que le agradecía su cariño y su manera de ser tan complaciente. No habría vuelta atrás, etcétera. Por vergonzosa que fuera esta perorata, al menos nos ahorró hasta cierto punto el total desconcierto causado por su forma de dirigirse a Eliot, Forster y los demás, a quienes les habló como si fueran cachorros jóvenes y tiernos, cuyos esfuerzos él no tenía en consideración.
Cyril estuvo muy animado durante la cena y luego nos fuimos con Harvey Breit, del New York Times, al Hotel Brown, donde permanecí toda la tarde hasta las cinco. La explicación que dio Cyril del discurso de John fue que en realidad lo había preparado para otra ocasión, como si fuera una especie de oración del director de una escuela para escritores y donantes potenciales.
Junio, 1955. Viena
El 12 de junio, Cyril Connolly vino a quedarse con nosotros. El viernes por la noche, salió a escuchar a Wagner y nosotros nos fuimos al Festival Hall a un concierto de Samuel Barber con sus canciones de Kierkegaard. La tarde anterior, dimos una fiesta en el restaurante White Tower para Cyril, Barbara [Skelton], Samuel Barber y John Craxton. Después fuimos adonde Anne Fleming a ver a Lucien y Caroline Freud.[7] La cosa no empezó bien, Lucian se sentía un tanto cohibido por la presencia de Craxton y mía, por algún incidente anterior en el que él no se había portado bien. Llevaba puesto un traje verde botella y, como Cyril apuntó poco después, uno notaba enseguida que su vida había sufrido un gran cambio desde la última vez que lo vimos. Antes era bohemio y pobre, ahora anda en un carro que cuesta tres mil libras y está casado con una heredera, ha bailado con la Princesa Margaret, está siempre en las columnas de cotilleo y sus cuadros son caros y están de moda. A pesar de sus buenos ingresos, no parece preocupado por tener que pagar las deudas en las que incurrió con sus amigos antes de ser tan afortunado. Siempre pone caras y habla intentando crear algún efecto, pero esta vez estuvo un tanto apagado. Fue Cyril quien se robó la fiesta.
Durante esos pocos días que pasamos con Cyril, estuve tratando de descubrir cuáles eran las virtudes de su humor. Comenzando porque es una persona totalmente desinhibida que siempre dice lo que le pasa por la cabeza. Esto lo vuelve muy divertido y entrañable al mismo tiempo, aunque a veces también algo impertinente. Cuando está en fase sofisticada, se mantiene como un inocente capaz de soltar una verdad incómoda. Su carácter es cambiante. Cuando no está siendo muy destructivo puede resultar simpático oírle criticar, por ejemplo, a la juventud. Se toma muy en serio ayudar a sus amigos en algunos asuntos de trabajo, como la corrección de estilo.
En la casa de Anne Fleming, empezó hablando de Oxford y la imposibilidad de hacer vida allí. Lo ilustró con sus dificultades en los salones de Maurice Bowra[8] intentando prestar oídos a sus invitados, afinaban sus voces como si fueran instrumentos mientras subían las escaleras para comer con Maurice. Se muestra humanamente tal como es en realidad, con insistencia, abiertamente, de una forma que parece resultado de una debilidad, pero que a la vez se torna en un vigoroso ataque a la burocracia y a la respetabilidad. Conduce su vida privada hacia el ojo público ante sus amistades, y sin embargo sigue siendo excéntrico, singular y reservado. Nadie aseverará que está muy enamorado de su mujer ni que su mujer es cruel con él y su vida es insoportable. Su vida parece una larga e inquebrantable insistencia en el derecho a quejarse, una larga y despiadada insistencia en el derecho a compadecerse, una larga y heroica insistencia en el derecho a llorar como un niño. […]
Cuando fuimos a Bruselas, tan pronto como subió al avión, Cyril sacó su cuaderno y escribió una línea. Al rato de despegar, me comentó que lo que había escrito era una nada agradable observación sobre una mujer que ambos conocíamos. “No se trata de mi esposa”, agregó con rapidez. Era sólo que había imaginado que el avión podría estrellarse, sus diarios ser recuperados y aquella línea ser tomada como su última declaración destinada a un amigo. Por eso había alterado la evidencia con la que su muerte enfrentaría la historia. Entró entonces en una animada conversación con unos corredores de apuestas que estaban con nosotros en la misma mesa. Le di una libra y Cyril trató de convencerlos de que aceptaran esa suma como apuesta en las carreras que se celebrarían esa tarde. (Más adelante, ese mismo fin de semana, me pidió esa suma porque tenerla en su bolsillo le hacía sentirse independiente.) Ellos se negaron a aceptarlo y de inmediato se transformó en un lloroso niño que ha recibido una reprimenda.
Aquel fin de semana, sus relaciones con Barbara sufrieron mucho deterioro.[9] En apariencia, la mañana en que iban camino a tomar el avión, ella le había prometido que permanecerían algunos días más en Bruselas, pero tan pronto como llegaron a Bélgica ella comenzó a quejarse de que era la ciudad más horrible del mundo y decidió regresar a casa antes de lo previsto. Incluso rechazó tomar el mismo avión que Natasha[10] alegando que tenía que arreglarse el pelo bien temprano en Londres y era imposible encontrar un buen peluquero en Bruselas. (Cyril descubriría poco después la verdad. Ella no viajó a Londres, sino a París.) Cyril me dijo que lo único que salvaría su matrimonio sería hacer mucho el amor y “esperar que funcione la magia”. Desafortunadamente, cada vez que intentaban hacerlo, los interrumpían, a veces sonaba el teléfono y era Hansi[11] que les preguntaba si todo iba bien con la habitación y si estaban cómodos, o un mayordomo entraba con ropa recién planchada o una sirvienta con vestidos para Barbara. Finalmente, cuando lograban irse a la cama después de una cena para varias personas, eran interrumpidos por todos los relojes que daban la medianoche en la habitación. Sólo en las casas de gente muy rica ocurría algo así, me dijo Cyril con resentimiento. Sin embargo, he de decir que él se comportó de maravillas y estuvo muy agradable durante todo ese fin de semana.
28 de junio, 1955. Londres
[…]
Cyril Connolly fue presentado a la Princesa Margaret. Me dijo que esperaba que la Princesa dijera: “¿Qué? ¡Cyril Connolly!” Por el contrario, ella apenas le dedicó una mirada, más bien lo conminó a pasar rápido, seguido de una dama que susurró: Moderación, moderación…
Cyril ha estado demasiado ocupado con los Lamberts. Ese lado suyo que es en parte divertido y en parte fantasioso, se mostró ayer de tarde en una fiesta en Glenconner diciéndome que se había imaginado ya como un Barón Connolly-Lambert. ¡Ya veremos! El yate del Barón Connolly. Piensa medio seriamente en casarse con Hansi sin pensar siquiera si Hansi desearía casarse con él. Para completar la cosa, cree que yo debería casarme con Lucy y una vez que Natasha quede sola debería casarse con Leon, mientras Barbara se casa con Philippe. Esta extravagancia es una muestra de cómo Cyril juega con sus fantasías que afectan a zonas de la realidad. Está al borde de romper con Barbara, como es costumbre.
[1] Rosamond Lehmann (1901-1990), novelista inglesa. Spender la conoció siendo estudiante universitaria. Fue ella quien lo presentó a Lytton Strachey y al grupo de Bloomsbury en 1929, y luego a su hermano John, quien contribuyó a la publicación de algunos de sus libros.
[2] Se refiere al matrimonio de los actores Michael Redgrave y Rachel Kempson.
[3] Winston Churchill había nombrado a Berlin como enviado especial en Washington durante la guerra con la misión de observar de cerca el trabajo del gobierno.
[4] El homenaje a Lehmann se debió a que había sido despedido de su propia editorial por desacuerdos con los inversionistas, que la consideraban una empresa estéril y sin beneficios económicos.
[5] Louis MacNeice (1907-1963), poeta, de joven perteneció al círculo de Auden. Al principio no tenía gran estima por la obra de Spender. Luego, ambos coeditaron la revista Oxford Poetry en 1929 y fueron cercanos durante las dos décadas siguientes.
[6] William Sansom (1912-1976) fue un novelista inglés.
[7] Anne Fleming (1913-1981), conocida anfitriona de sociedad, era la esposa del escritor Ian Fleming. Caroline Blackwood (1931-1996), esposa de Lucian en ese tiempo, se casó tiempo después con el poeta Robert Lowell.
[8] Maurice Bowra (1898-1971), catedrático de lenguas clásicas y decano de Wadham College, Oxford, entre 1938 y 1970. Se dice que sirvió de modelo para el personaje de Mr. Samgrass en la novela Brideshead Revisited (1945), de Evelyn Waugh (Retorno a Brideshead en español).
[9] Connolly se había autoinvitado al viaje de descanso que la pareja Spender había planeado hacer con Hansi Lambert a Bélgica. La relación de Connolly con Barbara Skelton, casados desde 1950, estaba llegando a su fin.
[10] Natasha Spender (1919-2010, de soltera Litvin) fue la segunda esposa de Stephen, con quien tuvo dos hijos, Lizzie y Matthew. Se casaron en 1941. Era pianista y, tras sufrir cáncer, se reconvirtió en académica.
[11] Se refiere a Hansi Lambert, rica viuda miembro de la rama belga de la familia Rothschild. Era la anfitriona por excelencia de la intelectualidad pro europea en la Bruselas de la posguerra. Spender la visitó por primera vez en 1946 y luego fue asiduo participante de sus reuniones.
[Fragmentos de Stephen Spender: Journals, 1939-83. Traducción de Michael H. Miranda]
Imagen de portada: Silver gelatin copy print made ca.1970s.
Photograph by Sir Cecil Beaton of British literary critic and writer Cyril Connolly (1903-1974)




