Que el alma sea forma del cuerpo, y que sin embargo subsista por sí, pareciera a primera vista rasgar el hilemorfismo; pero Santo Tomás no rasga sino borda, con el hilo del telar de la Física, con el que Aristóteles tejió el movimiento de lo vivo. El alma no se desprende en su pensamiento como quien traiciona, sino como quien culmina con alegría un periplo; porque en realidad se ofrece en una doble figura, como lo que anima la carne, y lo que permanece cuando la carne cae.
Si esto parece imposible, es porque se le mira como demostración lógica, no como imagen que capta el fuego; un fuego vasto sin dudas —tanto como para no ser percibido en su trascendencia—, que no se puede ver según Lezama. No es casual que la ontología bantú (Dikenga) sea culminada por la imagen del fuego, que es Kalunga venida del agua; porque la cosmología bantú no se resuelve en contradicciones, sino en la estructura de lo real, como realización del Ser.
No son contradicciones las que habitan en estos objetos, que llamamos forma, substancia, alma o Ser o Ente; son visibilidades, encarnaciones de una comprensión que es conceptual en su esteticismo, como otra racionalidad; resuelta entonces como un en conceptos figurativos, que él dijo más allá de la Razón cuando era más acá. En Lezama, la poesía no es ornamento sino ontología, la imagen no representa, sino que revela una posibilidad de ser; y así también, en Tomás el alma que subsiste no es una herejía contra el hilemorfismo, sino una elevación de la misma imagen.
Lezama hablaba de «la imagen como superación de la lógica abstracta», Emerson no veía un conjunto de causas; para Emerson se trataba de un libro de signos, y para él y Peirce y Thoreau, el mundo era real en esta intuición. La belleza no es un adorno, sino una forma objetiva de presencia, que es ambigüa en su relatividad, pero consistente; por eso se trata una objetividad relativa, no como fragilidad, sino plenitud condicionada por su realización.
Lo que el pensamiento alcanza no es lo Absoluto, sino lo dicho con suficiente resonancia como para contenerlo; y los objetos del pensar —como los signos poéticos— no son vacíos, pero tampoco son absolutos en eso; sino que son lo bastante firmes para resistir el paso de la interpretación, como un árbol que se yergue sin dejar de moverse. En esta danza, la filosofía se hermana con la poesía, y Santo Tomás —que nunca quiso ser poeta—, lo fue con aceptación; porque cuando dijo que el alma subsiste, dijo más de lo que se podía decir, y al hacerlo, lo hizo bien, en silencio.
Del mismo modo, cuando Peirce afirma que la lógica nace de la estética, introduce una forma honda de objetividad; la que reconoce que el mundo se nos da no como cadáver, sino como floración, sobre sus transmutaciones. Entonces Pitágoras y Aristóteles —como Platón, Tomás, Emerson, Peirce y Lezama Lima— convergen como en una imagen; no en las doctrinas con que difieren, sino en su concepción del pensamiento como una función viva del mundo.
Porque lo real no se alcanza por contraposición sino por resonancia, no por fijación sino por confianza estética; y lo que Tomás conserva en su aparente contradicción, lo hereda Peirce cuando pone la lógica al servicio de la belleza. Lo que ambos dicen, cada uno a su modo, es que lo verdadero no puede separarse de lo viviente; porque toda forma subsiste en la iluminación del cuerpo, que es el instante glorioso en que el caos revela su forma.




