Aclaremos algo desde el vamos: no sabemos con certeza si el conflicto entre Leila Guerriero y la protagonista real de La llamada ocurrió tal como lo cuentan. Puede ser verdad, puede ser exageración, puede ser el producto de esa imaginación colectiva que en Argentina funciona mejor que cualquier sala de guionistas. Pero —y aquí lo jugoso— el caso es demasiado perfecto como para no usarlo de excusa para reflexionar sobre un dilema tan viejo como la literatura misma: ¿de quién es una historia?
La supuesta trama, ya sabrán, mezcla a Guerriero, a Silvia Labayru y a una producción de Netflix que habría quedado en pausa por una pelea sobre dinero. ¿Quién cobra qué? ¿Por qué? ¿Cuánto vale una vida cuando pasa de experiencia a contenido? ¡Un festín conceptual!
Pero vayamos al meollo: cuando una historia se vuelve pública, ¿a quién pertenece realmente?
¿A quien la vivió —esa persona que cargó con el trauma, el dolor, el miedo, la epifanía— o a quien la narró, construyó, pulió y convirtió en algo legible, reproducible, vendible?
Yo, lo confieso sin pudor, me inclino por el narrador. Ese artesano que pesca algo que estaba hundido en el silencio y lo convierte en relato. Si nadie lo cuenta, la experiencia queda archivada en la bodega de la memoria privada, donde se pierden incluso las historias más extraordinarias (junto a certificados vencidos y garantías de electrodomésticos que nunca funcionaron).
Claro, la otra postura es tentadora: “La historia es de quien la vivió.” Suena noble, casi caballeresca. Hasta que entra en escena esa palabra que arruina toda idealización: regalías. Ahí la caballerosidad se evapora y queda lo que siempre queda: humanos discutiendo porcentajes.
Y es aquí donde aparece nuestra querida Leila. Siempre tan lúcida, tan correcta, tan defensora del rigor y la ética profesional… y que, según la versión circulante, habría mostrado un costado más pragmático, más contable, más… real. Nada sorprendente: Poderoso caballero es Don Dinero, sobre todo cuando llega con pasaporte de Netflix.
Lo fascinante no es si la acusación es cierta o no (de hecho, mejor si no lo sabemos: mantiene la historia más literaria). Lo fascinante es lo que revela sobre la propiedad narrativa, ese terreno fangoso donde se mezclan la ética, el arte, el ego y la billetera.
Porque mientras discutimos si la historia es de quien la padeció o de quien la escribió, ocurre eso que ninguna de las dos partes puede controlar: la historia, la verdadera, la que circula, termina siendo de quienes la contamos, la debatimos y la chusmeamos.
Y así, como quien no quiere la cosa, un rumor tal vez falso nos regaló la más verdadera de las discusiones literarias.




