Como los demás escritores del siglo XVII inglés, también Browne lleva siempre consigo toda su erudición,
un ingente tesoro de citas y los nombres de todas las autoridades que le habían precedido,
trabaja con metáforas y analogías que se desbordan ampliamente y erige constructos oracionales laberínticos
que a veces se extienden en más de una, dos páginas, semejantes a procesiones o cortejos fúnebres por su ampulosidad.
W.G. Sebald
Su casa en Norwich —célebre por el doble regalo de su biblioteca erudita y de su espacioso jardín— fue contigua a una iglesia,
cuyo esplendor oscuro hecho de sombra y de iluminación de vidrieras, es arquetípico de la obra de Browne.
Jorge Luis Borges
¿De qué hablarían Carlos II de Inglaterra y sir Thomas Browne (1605-1682) cuando su coterráneo, el escritor y jardinero John Evelyn, le insistió al monarca que fuera a ver al hombre que dominaba varias ramas del saber, al autor de La religión de un médico, El enterramiento en urnas, El jardín de Ciro…? Tal vez dialogaron de lo que el polígrafo tenía sin publicar, quizá lo más interesante. El esoterismo de Browne se acrecentaría al fallecer el día que cumplió 77 años. No es extraño entonces que la necrofilia —¿nigromancia? Excesiva hubiera sido— hacia su cuerpo fuera avivada por diferentes admiradores, caso del médico y presbítero Lubbock que, por el imprevisto daño a su ataúd en 1840 depositado en la iglesia parroquial de San Pedro Mancroft, como recuerda W.G. Sebald en su seductora didascálica Los anillos de Saturno (1995), Lubbock
legó en testamento las reliquias al museo del hospital, donde hasta 1921 pudieron contemplarse entre todo tipo de extravagancias anatómicas bajo una campana de cristal construida especialmente para este fin. Hasta entonces no se había transigido con la solicitud que la parroquia de San Pedro Mancroft había dirigido en reiteradas ocasiones en cuanto a la devolución del cráneo de Browne y casi un cuarto de milenio después de su primer entierro, fue señalada una fecha para el segundo con la máxima solemnidad. Es el mismo Browne quien en su famoso tratado, mitad arqueológico, mitad metafísico, sobre la práctica de la incineración y el enterramiento en urnas, nos ha proporcionado el mejor comentario a la posterior odisea de su propio cráneo, en el lugar donde escribe que escarbar en la tumba de un muerto para sacarlo es una tragedia y una atrocidad. Pero, añade, quién conoce el destino de sus propios huesos y sabe cuántas veces van a ser enterrados.
¿Era irónico que sucediera esto para quien en su juventud había presenciado en 1632 la autopsia pública del criminal Aris Kindt (Adriaan Adriaanszoon) —considerada por Rembrandt no en Los síndicos de los pañeros sino en Lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp—? De alguna forma se trataba de seguir castigando el cadáver del maleante. A ese espectáculo de segmentación corporal sería sometido el propio Browne. ¿Quién puede controlar realmente el paradero de sus restos como si se tratara de los libros de una biblioteca vulnerada incluso por ladrones letrados? A un muerto y menos a uno necrófilo como él ya no le podía, por razones obvias, importar.
Como Browne era casi capaz de ensayar sobre cualquier asunto, no asombra por ejemplo suPseudodoxia epidemica o que, tras conocer sobre unas urnas funerarias encontradas en Norfolk, lugar de peregrinaje, asentara su discurso Hydriotaphia. Lo funerario es una constante temática en una obra donde campea no solo la erudición anticuaria, sino la teología, la medicina y, por supuesto, el simbolismo velado. Existe hasta el museo Browne, que en rigor no es un museo físico, sino su maravilloso tratado Museo sellado, Bibliotheca abscondita, el Musaeum Clausum[1], que Sebald en un momento detalla que,
junto a las curiosidades más variadas, se puede ver un dibujo a tiza del gran mercado de Almadiera, en Arabia, que se celebraba de noche para evitar el calor; una pintura de la batalla disputada entre romanos y jaziguios sobre el Danubio helado; una imagen fantástica de las praderas marinas de las costas de Provenza; Solimán el Magnífico, a caballo, durante el asedio a Viena, delante de una ciudad de solo tiendas blancas como la nieve que alcanza el borde del cielo; un trozo de mar con icebergs flotando a la deriva en las que se aparecen morsas, osos, zorros y aves salvajes, y una serie de bocetos que conservan los métodos de tortura más terribles para todos aquellos que los contemplen: el escafismo de los persas, la reducción de los cuerpos por piezas habitual en el cumplimiento de las condenas a muerte en Turquía, la fiesta de la horca de los tracios y el desollamiento con el cuerpo vivo, descrito con máximo detalle por Thomas Minadori, que comienza con un corte entre los omóplatos.
Cuando Borges, traduciéndolo a partir de Religio Medici, lo presenta, especialmente aquí:
No me sobresalta la presencia de un escorpión, de una salamandra, de una sierpe. En viendo un sapo o una víbora, no encuentro en mí deseo alguno de recoger una piedra para destruirlos. Dentro de mí no siento esas comunes antipatías que en los demás descubro: no me atañen las repugnancias nacionales ni miro con prejuicio al italiano, al español o al francés. Nací en el octavo clima, pero paréceme estoy construido y constelado hacia todos. No soy planta que fuera de un jardín no logra prosperar. Todos los sitios, todos los ambientes, me ofrecen una patria; estoy en Inglaterra en cualquier lugar y bajo cualquier meridiano.
A uno le sobran motivos para querer saber más de él.
Roberto Calasso en Los jeroglíficos de Sir Thomas Browne se decide por un ensayismo de confrontación, donde fracciones y discontinuidades temáticas imperan, logrando no obstante una suerte de prosa armoniosa en favor de la biografía —sin serlo en principio— para un autor difícil de seguirle el rastro. Aun con su fama bien ganada y gozada, Browne fue más de obra póstuma que de cuanto pudo verse publicado: «Una obra que se presenta como una compleja figura próxima a deshacerse, como un mosaico cuyas piezas están a punto de ser separadas y desperdigadas. Algunos de los elementos que están delicadamente unidos en aquellas páginas, en un equilibrio rico y precario, nunca han vuelto a estar en un contacto tan estrecho», escribe Calasso. Esa es la razón por la que el autor ya de Las bodas de Cadmo y Harmonía, K., Los cuarenta y nueve escalones…, coloca frente a frente no solo los textos del erudito inglés sino, como cabe esperarlo, con autores precedentes y posteriores. Así intenta descifrar los entresijos de una vida intensamente curiosa y creadora y, sin embargo, no tan expuesta como se creía. Browne, aunque se casó y tuvo mucha prole, era bastante solitario. Pero no lo suficiente para ser un misántropo. Viajaba si tenía que hacerlo y, cuando no, se encargaba de alguna manera que alguien le informara de acontecimientos y personajes como cuando en carta se le queja a uno de sus hijos porque visitó Ámsterdam y no averiguó sobre el alquimista Helvetius. Asimismo, quien mostraba mucho interés en lo onírico —y por eso escribió Sobre los sueños—, estuvo también al tanto de que sus opiniones políticas y culturales en general fueran conocidas en la Europa de su tiempo.
Acaso no haya palabra más certera que jeroglífico para definir la obra de Browne. Figuración, símbolo y fonética —como diría Champollion— describen la riqueza prosística del sabio inglés, riqueza que esconde mucho más de cuanto revela a las claras. Es la razón por la que Calasso en el capítulo primero, «Fisiognómica de Sir Thomas Browne», del libro de marras, asevera muy agudo:
El tiempo, que ha revelado cada vez más el esplendor de su prosa, también ha confundido los rasgos de aquel discurso, ofuscando sus diversos significados. En esos escritos algunas palabras son crestas de continentes sumergidos, de manera que la exploración de las topografías ocultas debería preceder todo juicio sobre la obra.
Lo expresado por el italiano parece entroncarse con la teoría de la omisión de Hemingway. Pero, en honor a la verdad, es una obra más emparentada con el encantamiento simbólico de los relatos de Faulkner. A algunos de los personajes del novelista estadounidense se les pudiera conceder algún examen del propio Browne como, cuando en carta a un amigo, exterioriza su eufemístico existencialismo que cita Calasso en «Pseudodoxia epidemica o la Babel de las imágenes», tal vez el mejor acápite de su libro. ¿Qué es lo que escribe Browne?
Y en verdad aquel que ha ascendido hasta la verdadera altura de las cosas, y ha podido evaluar con certeza el estado de degeneración de nuestra era, no envidiará a los que vivirán en la siguiente, mucho menos dentro de trescientos o cuatrocientos años, época para la cual ningún hombre de ahora puede imaginar el rostro que habrá adquirido el mundo.
Con su imaginación inconmensurable y su proyección inconsciente de llevar a cuestas mucho del pasado, Thomas Browne se echó a su siglo en un bolsillo, como quien sospechara sereno, aunque manso como paloma y cauteloso como serpiente, la configuración demasiado fragmentaria y a ratos inclasificable del porvenir.
[1] Publicado dos años después de la muerte de Browne con el subtítulo de inventario de libros, antigüedades, imágenes y rarezas notables de diversos tipos, escasos o nunca vistos por ningún ser humano actual. Queda más que clara la fascinación de Borges por la imaginación y pluma desconcertantes de Browne. En 1925, en Inquisiciones, escribió: «Alentó en Browne el heroísmo paradójico de ignorar la insolencia bélica, persistiendo en empeño pensativo, puesto el mirar en una pura especulación de belleza. Vivió feliz y quietamente».




