El 11 de agosto de 1917, en una fría habitación del palacio Schönborn, los pulmones de Kafka empezaron a sangrar. La tuberculosis, que él interpretaba como una colaboración macabra entre su cerebro y su tórax, llegaba para eximirlo de la vida real, del matrimonio y las obligaciones laborales. El dolor empezó a matarlo, pero demostró tener un componente de utilidad y salvación. Maleta en mano y con una baja médica, Kafka se marchó al pueblo bohemio de Zürau. Allí vivió y escribió durante ocho meses.
Según su biógrafo Reiner Stach, Kafka llevó en Zürau una triple vida. Para los aldeanos era el «doctor» de Praga, un ermitaño amable; para sus amigos en la capital era un paciente que escribía crónicas sobre la rutina campestre. Para sí mismo, el Kafka de Zürau es el más enigmático, el hombre que medita en la tumbona, el autor una metafísica fragmentaria y desconcertante.
Explicar al Kafka de los Aforismos llevó a Stach a realizar un ejercicio típicamente judío: comentar el comentario. Kafka anota al pie de la página del mundo; Stach toma ese enunciado y lo coteja con otros papeles, lo pone en contexto y aclara —cuando puede— la caligrafía filosófica del escritor. El resultado es la edición más completa y clarificadora posible («Tú eres la tarea», Acantilado) de los cuadernos en octavo en los que Kafka inscribió sus reflexiones sobre la muerte, el paraíso, la religión y el sentido.
Stach insiste en el hecho de que los Aforismos son una idea original de Kafka, aunque den la impresión —como muchos de sus textos— de sobrevivir pese al autor. El contenido de los cuadernos escritos a lápiz fue pasado a una serie de papelitos de 14 × 11 centímetros, que numeró. Las 105 fichas están en la Biblioteca Nacional de Israel, como parte del legado de Max Brod. También hay algunos aforismos en la Biblioteca Bodleiana de Oxford, con los cuadernos de Kafka, por lo que el número total de apotegmas en la edición de Stach es 109.
El proyecto de los Aforismos nunca se concretó en vida de Kafka. Tras su fallecimiento, Brod vio en ellos una prueba de que su amigo pretendía renovar el judaísmo y en 1931 publicó una selección en Durante la construcción de la muralla china. Los colocó bajo el tramposo epígrafe de «Consideraciones sobre el pecado, el sufrimiento, la esperanza y el camino verdadero». Stach, sin embargo, advierte que nada en Kafka puede leerse en un sentido meramente religioso y que, aun si el misticismo judío impregna su literatura, esta no abandona en ningún momento su naturaleza para ponerse al servicio de la religión.
En Kafka hay relaciones «subterráneas» con la cábala y el jasidismo, plantea el biógrafo, pero su escritura no es la de un místico ni siquiera en los Aforismos. Su religión es muy personal, oscura, y está desprovista de dogmatismo. En Zürau, Kafka releyó a Kierkegaard y el Antiguo Testamento, de ahí que la reflexión sobre la pérdida del paraíso ocupe un lugar central. La constante actualización de la Caída en cada hombre —el «acontecimiento permanente de la expulsión», lo llama Stach— forma un núcleo importante de sus pensamientos. Con este sentido hay que leer sus metáforas, como la jaula que busca al pájaro —la más citada— o la soga que está tendida en el suelo, «más destinada a tropezar que a ser rebasada».
Gershom Scholem, que leyó a Kafka en clave mística —pero con la razón filológica de por medio—, recordaba que un siglo antes de su nacimiento hubo en Praga un cabalista llamado Jonas Wehle, cuya meditación sobre el paraíso es similar a la de los Aforismos. Dividido entre el mesianismo y la Ilustración, Whele afirmaba que el Jardín del Edén había perdido más que lo que el hombre perdió. Por eso Kafka afirma, según Scholem, que el bien «en cierto sentido carece de consuelo», y que la secularización mística —ser un rabino laico, como pedía Steiner— es un camino posible para el hombre moderno.
Kafka ofrece una suerte de cábala herética, explica Scholem. Sus textos tienen un impulso eléctrico que solo posee la escritura sagrada, y sus imágenes tienen que ver con la desesperación interpretativa de los hebreos. La Palabra de Dios como una casa con muchos apartamentos, cuyas puertas tienen delante una llave que no corresponde a la cerradura. Esta fábula, de un judío alejandrino citado por Orígenes, ya es típicamente kafkiana. Y es el Kafka de los Aforismos, que predica «una fe como una cuchilla de guillotina, tan pesada, tan ligera».
Hay otras fórmulas tomadas del Antiguo Testamento y las lecturas de Zürau: la torre de Babel, la lucha —contra Dios, como Jacob, o contra el demonio—, las aguas del río de los muertos, los leopardos casi borgeanos que irrumpen en un templo, el secreto, el martirio, los escondites, los perros, cuervos y grajos (que en checo se dice kavka).
Stach opina que Kafka quizás pasó en Zürau los días más felices de su vida. Allí encontró un sentido para su enfermedad y quizás se preparó para su muerte, que no tardó en llegar. Una pausa de ocho meses que le permitió ponerse en orden, buscar su orden, o al menos una definición del caos que lo satisficiera. Los Aforismos, breviario para desencantados, es la guía de Kafka no para retornar al paraíso, sino para sobrevivir al infierno.




