Intro
El impulso cinético del boxeador: mirar “arriba abajo a la derecha a la izquierda al frente atrás” mientras el techo se derrumba y los avestruces esconden la cabeza bajo el ala. El Contragolpe (y otros poemas horizontales) se sostiene en ese movimiento. Todo ocurre en un plano rasante: un ring de arena, la costra de la ciudad, el borde del Malecón… Para Juan Carlos Flores la verticalidad queda en fuera de juego —por tradición/dictum de la poesía civil—. Como el fútbol de barrio que atraviesa el volumen, el poema prefiere la fricción de la calle y el pase a ras de piso.
Sin embargo, bajo la horizontalidad rotan los hemisferios: cada verso mide la distancia entre memoria y olvido, entre edificaciones y ruinas, entre una vasta Siberia/Alamar de colisiones poemáticas y una Siberia/Alamar interior.
La sintaxis del ring
“Sólo le pido a Dios, si es que Dios está y no es otra cosa entre tales escombros, que me mantenga con los ojos abiertos, Dios, que me mantengas con los ojos abiertos”.
La sílaba carga su propio metal. El poema avanza por campos de fuerza (se destierran los argumentos): distancias, pesos y tensiones trazan un mapa energético, o llamémosle “prosodia Flores”.
El libro acontece al ritmo de un entrenamiento: combinaciones de jab y hook que son anáforas, repeticiones, letanías. Cuando la voz martilla “Bababababa” en «La Columbina», atraviesa la onomatopeya infantil e instala un tartamudeo donde el sentido se autocorrige y fractura, como si el idioma hubiera recibido su propio contragolpe. De ahí la densidad de frases copiadas y pegadas tres veces, la rima interna de los escombros. Más que un estilo, es una fisiología (Nietzsche asiente). El tránsito de un segmento al otro es la respiración cortada del púgil antes del gong:
“Sulamita, mi cabeza, un barquillo en el que echaron cemento, guajirita, mi cabeza, un barquillo en el que echaron cemento, mi cabeza lasqueada, sulamita, mi cabeza lasqueada, guajirita”.
Tal vez —como advertía aquel poeta que midió la nevada en sílabas— la métrica (siempre presente, aunque hable la lengua invisible) sea un metrónomo moral: cada golpe de campana recuerda al lenguaje que no puede esconderse de su pulso.
Cartografía del suburbio
“Porque no estamos en China, ni siquiera en uno entre los tantos barrios chinos de América, sino en Alamar, lugar de las mixturas, donde estas cosas pasan”.
Conviene recordar que la página es también una coordenada y que la respiración dicta la longitud del verso, igual que los muelles determinan la hondura de la bahía.
Alamar —ese experimento socialista de bloques prefabricados— reaparece como un Aleph costero: barrio, archipiélago, ruina arqueológica futura (¡presente!). Se vuelve a leer: “lugar de las mixturas, donde estas cosas pasan”. Flores levanta acta de sus criaturas: el maestro de kung‑fu que reza a Cristo, los estudiantes africanos que dejan un eco de Bob Marley, el mensajero que descifra la libreta de racionamiento como si fuese un palimpsesto babilónico. El poema muestra y hace girar, a la manera de una vitrina giratoria, los desechos del socialismo tardío.
Aquí la geografía deviene biografía: las coordenadas se convierten en cicatrices, y el mapamundi cabe en la palma del guante de boxeo.
Poética del deporte menor
[…] “sé lo que significa pertenecer a un equipo de fútbol, sé lo que significa acertar y sé lo que significa fallar, arte o fútbol o guerra, trabajar por algo cansa, trabajar por nada cansa más” […]
El poeta asume el oficio de geógrafo: mide, traza y nombra hasta que el barrio se revela como polis, cada ladrillo es memoria tectónica.
Pocos poetas han leído con tanta atención la televisión dominical. Baggio falla el penal que hubiera acercado la Copa del Mundo a Italia; el narrador comprende que “trabajar por nada cansa más”. David Tresegué (sic) sonríe, y la pregunta “¿Por qué se ríe… el delantero jovial, después de haber intentado uno y otro remate sin gol?” se vuelve emblema de la obstinación creadora. El poemario adopta así la épica de lo nimio: maratones de barrio, lucha grecorromana en solares, un viejo loco que empuja una carretilla de excrementos por los pasillos de la cárcel. Cada microgesta prolonga la tradición homérica a ras de suelo, donde la pista de atletismo es avenida agrietada y el estadio un descampado.
Inventario de lo torcido
“Fábricas de lo torcido… donde los gremiales seres torcidos hacen sus ritos”.
El verso diagnostica una economía moral: los materiales reciclados del régimen (metal, hormigón, consignas) se devuelven al poema como chatarra semiótica. De ahí el bestiario de prótesis —miembros amputados que sueñan con su ausencia— y la obsesión por las “partes perdidas”. La horizontalidad se revela entonces como trauma: sólo quien se arrastra percibe la falta, el hueco, la pieza que no encaja. Porque toda ruina —cada ladrillo sin muro que la acoja— es un lexema que va perdiendo sus vocales.
Contracanon y herejía
[…] “anti-país necesita anti-poeta de la misma manera que anti-poeta necesita anti-país, cuando, anti-país, narcisísticamente, no quiere reconocerse en anti-poemas, anti-poeta se convierte en enemigo político” […]
Flores escribe después del naufragio de los metarrelatos. Su “anti‑país” necesita un “anti‑poeta”, y viceversa, hasta volver indistinguibles ambos términos. Así, la voz se aventura en un territorio sin genealogía legítima, donde la tradición se aprende en grafitis y jingles: reggae, hip‑hop, locuciones deportivas, proverbios yorubas. El resultado es un palimpsesto que imita la arqueología de epígrafes, notas al pie y mosaicos figurativos: la crítica deja de ser comentario y se vuelve montaje. Donde falta genealogía, inventa un linaje: traduce el grafiti al latín hasta lograr la épica.
Escucha lo que Flores dice en entrelíneas: como un huso horario equivocado, el canon siempre llega tarde al lugar donde la vida ya sucedió.
Epílogo
El Contragolpe (y otros poemas horizontales) demuestra que un poema puede ser a la vez crónica barrial, tratado de anatomía política y entrenamiento de boxeador. Su mirada horizontal no abdica de la altura; simplemente invierte el eje: la cumbre está al nivel del zapato, donde el polvo, el sudor y la saliva componen la verdadera Capilla Sixtina del presente. Flores nos obliga a leer agachados (sus poemas son siempre performances), atentos al mosaico que forman las piedrecillas. Y mientras recorremos esa superficie lisa que deja “la aplanadora”, entendemos que la poesía contemporánea tal vez no necesite levantar columnas: basta con saber, como el corredor solitario, estar solo “por el placer de estar solo”.
En la literatura cubana, Lezama Lima fue el Dante de la poesía de la República —el Lezama revolucionario tenía que morir temprano, porque lo Barroco es siempre contrareforma—; Juan Carlos Flores fue el último Virgilio de los círculos rasos del infierno comunista insular, el cartógrafo de una épica solo legible si ponemos la cabeza a la altura del polvo, entre ruinas.
Imagen: La Rivolta (1911), de Luigi Russolo.





No se trata de una reseña en el sentido académico o tradicional de las recensiones, pero esa descalificación, sin embargo, exalta su condición de diálogo entre poetas, aceptaciones y reproches. El último párrafo se abre a la poesía de Pablo de Cuba Soria: ¿Cuál sería tras Dante y Virgilio, tras los monumentos neobarrocos y coloquiales, cuyas supuestas ruinas aún desafían al poema en 2025? ¿Tal vez Horacio con algo de Ovidio?
El Contragolpe (y otros poemas horizontales es un epítome de la contracultura. El topo-roedor de los Distintos modos de cavar un túnel, que abrió nauseabundas galerías por todo Alamar, “ciudad o pueblecillo semi-campestre”, “lugar de las mixturas”, vericuetos imposibles de cerrar, ahora permite que repten, por esa sucesión de claustros que se bifurcan, descolocados objetos y antihéroes del agobio y la ruina.
En este libro, dividido en siete apartados, cinco galerías interiores con un introito-opening titulado “Manuscritos” y, una especie de poema epílogo, “En la frontera”, se recogen ochenta textos-artefactos por los que el hablante discurre como en socavada y rancia caverna-show de vodevil, en el que canta y baila el poeta al son de acordes decadentes.
Buzos, patinadores, niños de la era soviética, maestros de kung-fu, rastafaris, luchadores grecorromanos, corredores de fondo, futbolistas, mendigos, costureras, amas de casa, personajes de los cines de barrio, viejos que recogen excrementos en las cárceles, bobos, leprosos, repartidores de biblias … protagonizan estos desbordes de atronadora y frenética repetición entre los que asoman las narices aplanadoras y excavadoras, extintores, souvenires, dojos, sifas, tibores, fábricas de seres retorcidos que monologan desde astilladas estructuras, similares a la realidad que intentan replicar.
Eso de «la cumbre [sitio para banderillas, o bien aspiración estética de realidad] está al nivel del zapato» es bestial, porque explica en una línea no solo la pretensión ganada en los poemas de Flores, sino también el único modo en que el poeta pudo entender un contexto de atroz verticalidad sobre el individuo. ✨️