En China, el período Zhou fue como una contracción al estilo de Tzimtzum, en la que nace el gran árbol de la Cábala; de hecho, los ataques nómadas figuraron la radical imposibilidad de un Dios que se extiende en la creación como naturaleza. Por eso la retracción hacia el Oriente, que diera lugar al florecimiento de las cien escuelas como caminos de realización; de entre las que descuella el confucianismo por su absurda contemporaneidad, en la que se subordina la singularidad del mohismo.
Es el mohismo el que resulta interesante por su pragmatismo, extraño como el absurdo extemporáneo del confucianismo; porque el mohismo era la posibilidad del individuo, con todo lo que significa como experiencia existencial. No es extraño que el confucianismo lo absorbiera —siquiera por el patrocinio idealista, imperial y majestuoso—, sino que el mismo mohismo existiera entre esos movimientos tectónicos de la estructura de la China feudal, que todavía subsiste.
La inestabilidad del segundo período Zhou recuerda la debacle minoica, y es lo que explica esa extrañeza de Mozi; pero ni la guerra es tan terrible como la geología, ni el orden fue repuesto artificialmente por el mercantilismo fenicio. Esto es lo que debilita la secularidad práctica del mohismo ante el pragmatismo idealista e imperial de Confucio, que termina por absorberlo, porque en la tradición china no hay alternativa, sino sólo determinación imperial.
Hoy nadie recuerda a Mozi, sólo algún monje lo invoca para justificar el orden en que la tierra refleja al cielo; olvidando que en Mozi, como experiencia, esa reflectividad no era la continuidad formal de la determinación. No es que Mozi fuera un realista en sentido estricto —lo que es imposible en China—, sino que era un pragmático; lo que ya sienta la base indispensable al Realismo, como el Dasein, que no es la experiencia sino su posibilidad práctica.
La diferencia respecto a Confucio es que Mozi no era un escolarca imperial sino un artesano, aunque leído y sabio; por eso podía disentir, con unas vagas referencias al cielo que revelaban su falta de preocupación al respecto. Piénsese en esto, y compárese con la necesidad idealista de Dios pesando sobre los sistemas de pensamiento de Kant y Hegel; como pesaría —incluso más gravemente— sobre la vida de Confucio, pero no sobre la de Mozi, el increíble teísta chino.
Nada, en el Occidente que transita a clásico, recuerda esas dimensiones telúricas y graves de la historia china, que traga desarrollos y potencias, como el Ser en devenir de Heráclito, el Ser en sí de Parménides y un Sócrates mayéutico. Quien recuerda que a Sócrates lo mató su cinismo, recuerda también que ese cinismo fue posible y, de hecho, lo sobrevivió. Esto, que es lo imposible en China, cubre de desconfianza esa añoranza por un orden que disuelve históricamente al individuo; no en la nada sino —como a Mozi— en la maquinaria atroz del estado absoluto, que pervive por sobre las ideologías.
La disolución del mohismo recuerda la fragilidad de Occidente ante ese telurismo que empuja a la historia china; con Mozi como una potencia pura, en la que se apretuja la sucesiva humanidad filosófica occidental, desde Anaxágoras. Como el Cristianismo que parió al capitalismo virtuoso de Adam Smith, es Confucio el que amenaza al individuo, que inocente abandona su refugio de pura inmanencia para deslizarse a esa falsa realidad del trascendentalismo.
Traspapelado en el silencio, Mozi existe en su advertencia, pero ¿quién escucha el sonido de una mano que aplaude? No hay que olvidarlo: la calma confuciana no es menos barroca que la misa católica, que ya no es conmemoración. Mozi supo que el camino a la nada no es por la anulación, sino por el cumplimiento, pero también él lo ha cumplido; su huella es de aire, como el vacío a llenar con la otra experiencia de la actualidad, no —paradójicamente— la enseñanza.
Imagen de portada: Viajeros entre montañas y torrentes (c. 1000), de Fan Kuan.




