El humanismo y la esclavitud del pecado
Tres acontecimientos marcan una nueva época que se ha hecho llamar humanismo. La caída de Constantinopla en 1453 (causa de la migración de intelectuales bizantinos hacia Europa occidental), la invención de la imprenta por Gutenberg en 1450 y el crecimiento sorprendente de la burguesía en ciudades como Florencia, Venecia y Milán.
El humanismo, en comparación con el pensamiento medieval, defendía un nuevo tipo de realismo donde el mundo es un hecho cognitivo de la percepción humana resaltando ideales racionales buscando recuperar lo objetivo de la experiencia. Aunque la meta del humanismo fuese una crítica social, y no epistemológica, el renacimiento trajo consigo un nuevo examen de muchos asuntos que otrora se dieran por sentado.
Las ciencias sociales modernas deben mucho al humanismo, no ya como disciplina, sino como instrumento de investigación social. Hay en dicha tendencia una fastidiosa preocupación por el detalle. Su mejor exponente es la interpretación de las ciencias matemáticas plasmada en el lenguaje pictórico a través del arte de la correcta perspectiva. Sucede que el instrumento de esa crítica colocó al hombre y, por tanto a su razón, en un centro desde el cual podría comenzar a ponderarse el universo como un orden inteligible.
Durante este renacimiento histórico y filosófico, se llegó a la certeza de que la historia es la mejor manera de entender el presente (Maquiavelo proclamaba que no hay política posible sin historia). El dogma religioso y la sabiduría tradicional pasan a un segundo plano. Aparece una nueva disposición para reexaminar la naturaleza humana. De ahí testimonios tales como De su ignorancia de Petrarca, Adagia de Erasmo, o la misma Utopía de Moro.
El filósofo humanista, a diferencia de su colega medieval, no es alguien retirado en un claustro, alejado de la gente. Se trata de un activista. En el ideario humanista, la acción privada de una razón suficiente es inepta. Humanitas es punto medio entre acción y contemplación. De ahí la idea del balance en lo político en el sentido amplio del término. Si comparamos el humanismo con el estoicismo encontraremos, en el primero, una crítica social más realista, esfuerzo dirigido al cambio de las cosas en su sentido utópico. El humanismo propone una reinterpretación del pasado en tanto que hace un llamado audaz a la reconstrucción del futuro.
Acaso en un contexto aún evangélico, el humanismo hace de humanitas, concepción de índole individual y al mismo tiempo colectiva. En lo adelante la realidad es diáfana. No está imbuida por ese dualismo que obligó a la Edad Media a una constante ambigüedad entre lo secular y lo religioso. Téngase en cuenta que la esclavitud es algo muy distinto para el cristianismo de lo que fue para el estoicismo romano. El primero se solidarizó con las clases explotadas del imperio romano porque el cristianismo fue, dentro del imperio, una clase explotada. Aquí cambia el orden de los factores. Con la llegada del cristianismo, la esclavitud del pecado es peor que el pecado de la esclavitud.
La idea del pecado cristiano
El pecado cristiano no es una mera transgresión, sino la deterioración de la voluntad fundamental de la persona hacia Dios. Su antídoto es la fe (visto en la capacidad del hombre para responder a las tentaciones en una manera que refleje su cometido con Cristo). La idea cristiana de igualdad tiene que ver con la creación divina, que toma como fundamento un concepto del hombre hecho a la imagen y semejanza de Dios. Si la idea de persona tiene valor, se debe a que Dios es, de cierto modo, una persona, aunque inmensurablemente más importante. El hombre, en su condición original, es esclavo de la carne. La liberación cristiana no es una liberación de la carne, sino del espíritu en el rescate de Cristo. Si el mundo ofrece una vida en cadenas, la verdadera libertad significa vida eterna en el espíritu proveída por la gracia y el poder divinos.
Utopía de Tomás Moro
En contrapartida, el hombre humanista convive un mundo terrenal y físico. Su mejor arquetipo es lo terrenal, y todo lo que acompañe a esto último vale la pena. Fama y riquezas no son más un estigma, mientras se cultive un balance entre la mente y el cuerpo. No se busca reformar la humanidad, sino el orden social de la misma. Una obra descollante de este momento es Utopía, de Tomás Moro, escrita durante un periodo en que su autor estuvo muy relacionado con Erasmo, otro gigante humanista. Moro, el estadista, está convencido de que el humanismo es el mejor vehículo para el cambio social. Por ello, mientras Erasmo, en su Elogio (dedicado a Moro), se concentra en el gobierno de la sinrazón, Moro sustituye la crítica negativa de su compañero por una concepción positiva y equilibrada en la que reina el gobierno de la reflexión.
En Utopía, Moro no dedica mucho espacio al tema de la esclavitud, pero lo que comenta de ella es importante. Los habitantes de Utopía no tienen esclavos, excepto los capturados como prisioneros de guerra. El humanista defiende la idea del trabajo forzado como castigo al criminal. Para él la esclavitud puede tener una función utilitaria y preventiva. A la vez que sirve de escarmiento a otros, el criminal es útil a la sociedad. Véase la diferencia: en Roma, un romano no podía ser vendido como esclavo; empero, el ciudadano de Utopía puede llegar a serlo si fuese un criminal. ¿Descenso de ciudadanía o ascenso de la moral social? Ni uno ni otro. Los ciudadanos de Utopía viven de acuerdo a un estricto código moral, que incluyen la honestidad, la integridad y el respeto mutuo. Se espera que los ciudadanos vivan en armonía entre sí y contribuyan a mantener el tejido moral de la sociedad. La responsabilidad fundamental del ciudadano es buscar el bien común. La virtud y respeto a las leyes y costumbres sustentan el funcionamiento armonioso de la sociedad.
La idea del libre albedrío hace a cada hombre merecer lo mismo. Al abrazar un derrotero vil, el criminal abandona su dignidad y por tanto, ha coartado su derecho a la libertad. La esclavitud del cuerpo puede ser un agente purificador a la esclavitud del ama. Aunque no lo parezca, haciendo de la esclavitud un castigo tanto para el extranjero como para el ciudadano, Moro despoja la esclavitud de la onerosa ilegitimidad que gozaba durante los tiempos de Roma. Si la esclavitud es una retribución por el crimen, la institución deviene, por primera vez, estigma digno de la conducta criminal. Si ser criminal equivale a ser esclavo, ningún ser humano por el mero hecho de no ser cristiano, puede considerarse esclavo potencial. Dicho de otra manera, se es esclavo por una transgresión del libre albedrio que excluye raza y credo. De ahora en adelante el pecado de la esclavitud comienza a ganar la partida a la esclavitud del pecado.
El caso “De las Casas”
La figura de Bartolomé de las Casas se yergue en la historia como uno de esos raros hombres cuya vida no se limita a vivir en el tiempo, sino que lo interroga y redime. En él se manifiesta, con especial claridad, el drama de la conciencia europea al enfrentarse al Nuevo Mundo. Durante doce años participó en la empresa americana, sí; pero, a diferencia de tantos otros, su alma no se dejó adormecer por la costumbre. Ya desde el comienzo, la herida de lo injusto lo afligía. Su auténtica conversión —ese momento interior que divide una vida en antes y después— acontece en 1514, cuando renuncia no sólo a su encomienda, sino al modo usual de estar en América. De vuelta en Europa, no se refugia en la nostalgia sino que se entrega, con rigor de jurista y fervor de profeta, al estudio del estatuto del indio.
Para De las Casas, el problema no era simplemente político o económico, sino esencialmente espiritual: ¿qué lugar ha de ocupar el hombre indígena en la nueva comunidad histórica que se gesta? En 1519, su voz resuena en el Parlamento español como un eco anticipado de una conciencia que apenas nacía. Y el emperador, acoge su visión: fundar pueblos libres, donde indios y españoles no repitan el viejo mundo, sino funden uno nuevo más alto. La utopía real de De las Casas: América no como prolongación de Europa, sino como posibilidad de su superación.
Con esa idea, algo loca para su tiempo, De las Casas y un grupo de campesinos parten, en 1520, hacia una concesión cerca de lo que hoy es Venezuela. El proyecto terminó en desastre, cuando encontró la resistencia natural de indios junto a la obstinada oposición de los encomenderos de Santo Domingo, y la apatía de los demás colonizadores. Eso fue demasiado para De las Casas, quien retornó a Santo Domingo, desilusionado por sus fracasos. Por el año 1523, aceptó el voto dominicano y cuatro años después, De las Casas comienza a escribir su “Historia apologética”, que serviría de introducción a su obra maestra: La historia de las Indias.
Después de 1542, De las Casas entra en su periodo mis fructífero cuando se convierte en una de las figuras de mayor importancia en el Concilio de las Indias. En 1551, entra en disputa con el teólogo Juan Inés de Sepúlveda, figura influyente en la corte española. Debido a la importancia que tiene esta divergencia para el problema de la esclavitud en América, vale la pena examinar lo ocurrido.
La llamada disputación fue harto paradójica. Para entenderla hay entender que el humanismo en España prendió un poco tarde. Durante la conquista, los humanistas españoles se dieron cuenta que la única manera de sobrevivir en ese clima cerrado y ultraconservador que se respiraba en España era acercándose, al menos ideológicamente, a la corona. Un triste incidente de la época fue el exilio forzado contra el entonces joven humanista Juan Luis Vives, por el mero hecho de ser judío. Cualquier avance humanista siempre estuvo, en España, por debajo del escolasticismo, el cual gozaba de mayor influencia y prestigio en las universidades. Cuando en 1530 comienza la reacción inquisitorial española, juntamente con los autos de fe, ese débil humanismo español recibió un golpe mortal.
Imagen de portada: San Marcos liberando al esclavo (1547/48), de Tintoretto.




