La poesía peruana. Memorias Des Trozadas (2)

La primera noticia que tuve de Antonio Cisneros ocurrió a fines de marzo de 1972. Acababa de volver a Piura tras unas cortas vacaciones en Lima y me encontré con el autor de Como higuera en un campo de golf  en una entrevista que le hacía César Hildebrandt para la revista Caretas  justamente debido a la publicación de dicho libro bajo el sello del Instituto Nacional de Cultura (INC). Fue muy bacán para mí ver a Toño con su tremenda peluca de hippie y sus pantalones boca ancha, respondiendo las preguntas del famoso periodista. De entre ellas me llamó la atención una en especial: hablando de sus pares generacionales, Cisneros mencionaba a Hinostroza, de quien yo ignoraba su existencia hasta ese preciso instante.

La entrevista significó una suerte de revelación. Era la primera vez que me encontraba con un poeta joven: Toño frisaba los 29 años y sentí una viva atracción por su personalidad. Yo apenas cumpliría, un par de meses luego, los 16 años y me aprestaba para entrar a quinto de secundaria y concluir los estudios escolares. Sin embargo, es cierto que yo había tenido la oportunidad de ver y escuchar a un grupo de poetas peruanos, llegados a Piura el año anterior (1971) dentro de lo que se llamaba en esa época la Embajada Cultural de San Marcos consistente en una delegación artística de la Universidad más antigua de América que visitaba distintas ciudades de las provincias y departamentos del Perú.

Fue así cómo me tocó ver y escuchar a Francisco Bendezú, quien casi se trae abajo la cazuela del Cine-teatro Municipal de Piura con su poema al Che Guevara y también a Winston Orrillo, Reynaldo Naranjo, Arturo Corcuera que impactó con su texto que culmina Rico Mc Pato Rico Mc Pato / más ansiamos verte guisado en el plato y sobre todo a José Watanabe, flamante Premio Poeta Joven del Perú el año anterior, quien me deslumbró con su hermoso “Consejos para las muchachas”. Yo cumplí quince años aquel 1971, y habiendo empezado a escribir poesía poco antes del arribo a Piura de la Embajada Cultural de San Marcos no fui menos que profundamente impresionado por los poetas que vi y escuché esa noche inolvidable.

Mas el poeta que realmente me impresionó fue Javier Heraud. Lo descubrí en uno de mis primeros buceos en la biblioteca paterna de mi casa en Santa Isabel. Se trataba de aquel librito de tapas marrones que reza Javier Heraud / Poesías completas y homenaje, editado por La Rama Florida e Industrial Gráfica en Lima, 1964. Quedé fascinado con mi descubrimiento. Primeramente, enterarme del sacrificio heroico del joven poeta me deslumbró y llenó mi corazón de un gran sentido para la vida: la de un muchacho que aún no cumplía los diecisiete años y recién salido del colegio. Al entrar en los poemas el ritmo que se figuraba ante mis ojos de este modo: “Yo soy un río, / voy bajando por / las piedras anchas, / voy bajando por / las rocas duras, / por el sendero / dibujado por el viento.”

Me impregnó el espíritu de una belleza verbal incontenible. Naturalmente, el libro se convirtió en mi acompañante favorito, día y noche, para todas mis horas libres. Acababa de ingresar a la Universidad de Piura y entonces mientras estudiaba leía sin cesar los poemas de Heraud, llegando incluso a componer un breve conjunto totalmente bajo su influencia denominado “En espera de la certeza”, obviamente emulando su “En espera del otoño”, que repasaba con fruición cada tarde solitaria en mi cuarto. La certeza que buscaba era aquella del adolescente de formación católica que empieza a cuestionar sus creencias enfrentado a la realidad del mundo y a sus propias e interiores cavilaciones.

Lo bacán es que aquel 1973 se cumplían diez años del asesinato de Heraud en la selva de Madre de Dios cuando había entrado al Perú viniendo desde Cuba para abrir un foco guerrillero de acuerdo con la teoría del Che Guevara. Hubo especiales periodísticos alusivos a dicha fecha y una nueva edición de su poesía reunida editada por el poeta Hildebrando Pérez, con hermosa y multicolor tapa de Claude Dietrich que me compré apenas pude estar en Lima, durante las vacaciones de medio año y fiestas patrias.

Fue un deleite para mí regresar a Piura con este libro entre mis manos. Por otro lado, mi viaje de Piura a Lima, en esa ocasión, lo hice acompañado de mi ejemplar de “Estos 13”, la insuperada antología de la generación del 70, realizada por José Miguel Oviedo y que había obtenido en la librería Studium de mi ciudad natal en marzo de 1973. La historia de mi deslumbramiento ante este libro de tapas anaranjadas, diseño del gran Emilio Hernández, ya la he testimoniado varias veces; baste aquí rendirle un necesario homenaje debido a que su asidua, gozosa y admirativa lectura significó uno de los primeros y más importantes momentos de mi formación en los delineados y sin embargo caóticos campos de la poesía.

Al trasladarme a la Universidad Nacional de San Marcos desde la Privada de Piura en 1975, conocí al poeta Hildebrando Pérez, profesor mío de poesía española, quien formó mejor dicho, ahondó mi admiración y aprecio por Heraud. Hildebrando me habló innumerables veces de la inmolación del autor de Estación Reunida, contándome con lujo de detalles los pormenores del encuentro de Heraud con la policía en Puerto Maldonado y su posterior muerte en las aguas del río Madre de Dios. Igualmente me relató los días de la revista Estación Reunida, editada entre noviembre de 1966 y junio de 1968 por un grupo de jóvenes poetas, en cuya dirección estaba José Rosas Ribeyro y cómo dicha publicación pertenecía al Ejército de Liberación Nacional (ELN), el partido de Heraud, asesinado apenas tres años antes, el 15 de mayo de 1963, y constituía un homenaje a su noble sacrificio y a la estela de su gran mito poético y revolucionario.

Contagiado por esa sensibilidad he permanecido hasta el día de hoy con esta convicción inculcada en San Marcos por mi querido amigo y maestro Hildebrando Pérez. Y estoy convencido después de haber leído los poemas que Heraud escribió en los pasajes de su periplo europeo de 1961 que, si no hubiera sido por su temprana desaparición, su poesía habría desarrollado un tono conversacional simultáneo al que realizó su par generacional Antonio Cisneros en su libro Canto ceremonial contra un oso hormiguero, Premio Casa de las Américas 1968, que fue tan renovador del lenguaje de la poesía peruana y latinoamericana en aquel momento decisivo.

En mayo de 1976, no sé cómo creo que a través de Hildebrando—, recibí una invitación para participar en un Homenaje a Javier Heraud a realizarse en el local de la parroquia José Obrero de Barranco. Me metí en mi carrito, el Fiat 600, el Chechento que ya mi padre me había mandado desde Piura en un camión hasta la puerta de la casa de mi tía Emma en Villacampa, Rímac donde yo vivía; y llegué hasta dicha parroquia. Me recibió Luis Enrique Huamán, a la sazón estudiante de arquitectura de la UNI, muy amable, organizador del evento en el que yo tendría que leer unos poemas y enhebrar una breve alocución sobre la figura de Heraud.

Esa noche conocí a Manuel Miranda, extraordinario flautista, integrante de la banda de música folclórica Canto Libre, y a Jorge (Coco) Salazar, narrador y periodista, quien no mucho después publicaría el libro Piensan que estamos muertos, escrito al alimón con José María Salcedo acerca de la gesta de Heraud. Congenié con Salazar y terminé con él platicando con un vino en la sala de su pensión en Jesús María, calle Costa Rica, en las inmediaciones del conjunto residencial San Felipe, aun cuando Salazar no era bien visto por Hildebrando y la gente de la generación del 60 ya que, aseguraban, en voces que indiscretamente corrían por los pasillos de Letras en San Marcos, se había portado mal delatando a los compañeros comprometidos en la expropiación de un banco con miras a financiar el movimiento guerrillero de los sesentas. Decían que, siendo hijo de un militar, Salazar, involucrado de algún modo en la subversión, libró la cárcel denunciando a otros implicados para salir luego al extranjero. ¿Quién sabe? Conmigo Jorge fue siempre muy amable y caballeroso; tal es el testimonio que yo puedo ofrecer sobre el autor de la excelente novela La medianoche del japonés. Y nuestra amistad empezó aquella noche barranquina en concierto y homenaje al gran poeta de Palabra de guerrillero.

Coco Salazar era muy amigo de Luis Hernández, al punto de que fue él quien lo presentó en el singular recital que dio el autor de Vox Horrísona  en 1976 en el salón de actos del Instituto Nacional de Cultura (INC). Su amistad databa de los años sesenta (eran pares generacionales). Salazar se había encontrado en un microbús con Hernández por aquellos días de mediados de los 70s y a partir de eso publicó un artículo en el diario Correo  titulado “El poeta enmascarado” del cual me obsequió una copia en uno de nuestros muchos encuentros en el bar-restaurante Wony del jirón Belén.

Yo descubrí la poesía de Lucho Hernández cuando estaba fascinado por Heraud. En su libro Viajes imaginarios  me encontré con una muy hermosa y significativa cita hernandiana que rezaba: “viajes no emprendidos, /  trazos de los dedos / silenciosos sobre el mapa” vuelta a hallar luego en Las constelaciones. Poco después, en aquellas vacaciones de medio año que me pasé en Lima en 1973, me conseguí la revista Hipócrita Lector, en cuyo segundo número venía una foto del gran poeta norteamericano Ezra Pound con un look terrible, muy anciano y la leyenda estaba constituida por los famosos versos de Luis Hernández: “Ezra: / sé que si llegaras a mi barrio / los muchachos dirían en la esquina: / Qué tal viejo, che’ su madre,”.

Tremendamente impresionado por la libertad con que Hernández había logrado insertar lo que es, quizás, la más procaz expresión de nuestra lengua coloquial en el discurso poético, me interesé decisivamente en profundizar todo lo que pudiera sobre este gran poeta llamado Luis Hernández.

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