Le bureau

Occidente no inventó el escritorio, se lo apropió con esa flexibilidad que lo ha extendido hasta nuestros días; durante siglos, el poder europeo se ejercía desde la mesa común, donde los oficiales deliberaban en presencia del soberano. Sería en China, mucho antes, donde el funcionario letrado construyó su esfera simbólica sobre una mesa propia; compartimentada y llena de utensilios especializados, que organizaba el espacio en jerarquías precisas y prioridades.

Europa descubriría eso más tarde, y cuando finalmente adoptó la mesa de trabajo, lo hizo con cierta fascinación; en pleno siglo XVII, mientras Francia se desangraba entre hugonotes, nobles insumisos y guerras religiosas. Ahí surgía el modelo de hiperabsolutismo moderno, como solución formal del estado bajo la soberanía del rey; total: Richelieu y Mazarino primero, justifican la concentración del poder en esa figura real, que encarna Luis XIV.

Esta figura comienza a concentrar todo lo disperso, y en esa concentración el mobiliario devino en discurso; incluso teatral o por su propia teatralidad, el escritorio emerge como emblema de administración racional. No era ya la mesa común del consejo, sino la superficie privada del ministro, domesticando el caos con sellos y reglamentos; pero más interesante aún es el gesto oculto, por el que Europa proyectaba en China el orden que no podía garantizarse a sí misma.

La idealización del absolutismo oriental —armónico, ritual, centralizado— justificó su propia pulsión por el control; el buró, con su lógica de bento box, devino en mobiliario ilustrado, como la porcelana pasó a ser sinónimo de lujo estatal. No importa que Qianlong —contemporáneo de Luis XIV— ya agotara al imperio con su administrativo agobiante; lo que Europa admiraba era la forma, inconsciente de su fatiga tras el rostro inmutable y funcional de los eunucos.

Ambos sistemas se reflejaban sin saberlo, llevaban al límite la idea de un poder central que todo lo ve y ordena; y ambos terminarían por ahogarse en ese mismo exceso, porque el absolutismo —en su perfección— deviene gasto. El buró, cuando ya no contiene ideas sino formularios, se convierte en síntoma: solo programa el agotamiento; y en un hilo más íntimo e inquietante, los eunucos cumplían ese papel que consume la creatividad de la persona.

Luis XIV domesticó a la nobleza con el mismo espíritu, la castró simbólicamente, convirtiéndola en cortesana; les dio cargos —sueldos en vez de rentas propias— y rituales, quitándoles la autonomía y toda proyección personal. Esa figura, trasladada a la modernidad, adopta hoy el rostro blando y aséptico del gerente y el planificador, el presidente; la clase media profesional es la nueva casta eunuco-administrativa, sin poder propio, pero esencial al funcionamiento del aparato.

Sentado tras su escritorio, el mánager no hereda, no decide ni mucho menos arriesga; solo administra cuidadosamente; como el eunuco, vive del acceso al poder, no de su ejercicio, que es además peligroso y frágil en sus dependencias; aquí el buró —con sus gavetas, su geometría, su orden sin alma— es un altar silencioso, en el que todo se registra; y así, la historia del escritorio es la de la mutación del poder, que va del conflicto abierto al orden administrativo.

Europa creyó adoptar la forma asiática del orden, pero en realidad internalizó su miedo perenne a la disolución; la mesa se volvió mundo, porque el mundo ya no podía sostenerse sin mesa, sin el paradigma caballeresco de la mesa redonda. No hay que olvidarlo nunca, como naturaleza corporativa, la estructura social es siempre centralizadora y orgánica; pero eso —que en Asia consigue absolutizarse— en Occidente era un sacrilegio que desafiaba la voluntad de los dioses.

Los dioses —como la realidad— respondían al desafío con cataclismos, que impedían esas formaciones monstruosas. Una de ellas surgió ya desde el inicio mismo en Creta, como una abominación que se alzaba y fue obligada a dormir en Micenas. La expansión del comercio fue el recurso de la realidad ante la pretensión de los hombres, con los fenicios; de ahí la dificultad persistente de la experiencia personal, que siempre quiebra el absolutismo orientalista en Occidente; pero como en Micenas en la debacle de Creta, el monstruo no muere, sino que solo duerme retraído, y se despereza en el estado.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio