¿Por quién doblan los clásicos?

Hay una verdad incómoda que todos eluden como si fuera un mesero con la cuenta: has leído a los clásicos toda tu vida. Los has leído mal. Has creído que La Odisea  es la epopeya de un héroe astuto, cuando en realidad es la tragicomedia de un señor que tarda veinte años en volver a casa porque, como dijo Sylvain Tesson, “sería de tontos largarse de una isla en la que se broncea Greta Garbo”. Es decir: no se perdió por la guerra, sino por el turismo lento.

¿Y Madame Bovary? ¿Drama? No. Es el mejor folleto jamás escrito sobre las consecuencias de dejar la tarjeta de crédito emocional en manos de una romántica sin plan de pensiones.

Después está 1984, esa piñata distópica que todos golpean con entusiasmo. Desde el Wi-Fi lento hasta los carteles motivacionales de oficina, todo es culpa del Gran Hermano. Orwell, pobrecito, no sospechaba que su novela acabaría como meme en Instagram, decorada con letras blancas sobre fondo gris.

Por generaciones, legiones de hombres han fingido merecer esos libros. Estudiantes, críticos, parientes que leen el periódico los domingos con un diccionario en la otra mano. Uno dice: “Dostoievski me cambió la vida” mientras le tiembla el ojo intentando recordar cuál de los Karamazov no estaba poseído por algún trauma con su madre. Leer a los clásicos, hay que decirlo ya, es como correr una maratón con piedras en los zapatos: nombres impronunciables, ideas abstractas, y todo escrito en una época en la que los signos de puntuación eran opcionales.

¿Y si aparece el hereje, el que dice lo que todos piensan en secreto? Que Moby Dick  no es más que el diario de un señor obsesionado con una ballena y con la precisión topográfica de un folleto naval. Pero no. En vez de escucharlo, llegan los de siempre: los exégetas de la nada. Escriben prólogos de doce páginas donde juran que el arpón es símbolo de la masculinidad fracturada. Tú, mientras tanto, cerraste el libro en la página 47, cuando Melville se puso a describir el aparejo del barco como si te estuviera preparando para un examen técnico.

La verdad —ya basta de disimular— es esta: los clásicos se escribieron para un público ideal que ya ha muerto. Gente con tiempo, con velas, sin TikTok, y con una devoción patológica por los adjetivos. Leerlos hoy es como enviar memes por telégrafo: posible, sí, pero con resultados tan lentos como frustrantes.

Aun así, el lector contemporáneo persiste en la impostura. Ama El Quijote  de palabra, aunque el 80% del texto sean refranes que hoy sonarían a spam. Cita Frankenstein  como si fuera la primera novela de terror, cuando en realidad es un ensayo filosófico con disfraz de Halloween, escrito por una joven con insomnio en una villa suiza, rodeada de poetas góticos y narcisistas que hablaban en hexámetros hasta para pedir té. Mary Shelley lo escribió por aburrimiento, no por inspiración divina.

Otros se golpean el pecho hablando de Guerra y Paz. Ninguno sabe decir si Pierre se casa al final —sé de quien lo usa para calzar una mesa coja—. Y otros creen que Hamlet  esconde el sentido de la vida, cuando no es más que la historia de un tipo que se pasa cinco actos enteros postergando lo evidente.

La moraleja es la misma que la del arte moderno: nadie sabe qué diablos quiso decir el artista. Y eso está bien, porque la literatura se basa en una buena premisa. Todos fingimos entender libros imposibles, para que los demás no descubran que también están fingiendo. El rey desnudo siempre ha sido el crucificado.

Así que ya, sí, puedes dejar el ladrillo a un lado. Deja de fingir. Nadie está leyendo el Ulises. Vamos, puedes hacerlo. No se lo diré a Harold Bloom… Por si no lo sabes: ya no tiene cómo enterarse.  

 


Imagen: Der arme Poet  (1839), de Carl Spitzweg. Neue Pinakothek, Munich.

1 comentario en “¿Por quién doblan los clásicos?”

  1. Jose Prats Sariol

    ¿Por qué no divertirnos con un enfant terrible de 2025? ¿Acaso no ocurrió con Rimbaud? ¿No trataron de hacer más o menos lo mismo?

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