Desde aquel furtivo encuentro en el antiguo Kendall Art Center, la obra de Lisyanet Rodríguez se me ha revelado como una forma de conocimiento que trasciende lo sensible. Platón tenía razón cuando en La República aseguraba que “el arte no es más que una sombra de la sombra” y, sin embargo, en la obra de Lisyanet, esa sombra adquiere densidad ontológica, se convierte en una forma de verdad que no puede ser dicha, solo contemplada.
En 2018, intenté con palabras apresar esa verdad en un ensayo para CdeCuba Art Magazine No.25. Me atreví entonces a nombrar lo inefable: “cronopios, personajes indefinibles, sutiles fulguraciones”; ese fue también un diálogo que trenzaba una argumentación con la figuración de Maikel Domínguez, otro artista que, como Lisyanet, parece habitar el umbral entre lo visible y lo invisible.
El tiempo ha refinado la estética de Lisyanet hasta convertirla en una experiencia de delicadeza extrema. Su universo pictórico nos sitúa en un escenario postapocalíptico donde el vacío —“la nada no es simplemente el vacío, sino la negación radical del ente en su totalidad”[1]— no es ausencia, sino presencia inquietante, como muchas veces ocurre con la obra de Jean-Pierre Jeunet. La angustia termina retorciendo las vigas que atrofian los cuerpos.

Lejos de representar, Lisyanet interroga a un mundo desde la atrofia, la minusvalía, desde una descomposición ontológica para reconfigurarlo desde una sensibilidad que roza lo metafísico. No busca la verdad —como Octavio Paz—, sino la revelación.
Si en sus lienzos en gran formato resuena el estruendo de una perturbación, las cicatrices veladas por las vestiduras, las laceraciones del cuerpo y el alma acentuadas por la crudeza de los fondos planos, sus dibujos revelan una interioridad, un dolor, sin esperanza. No hay consuelo, ni promesa de redención: solo el dolor, desnudo y persistente. Lisyanet se asoma, con mirada lúcida, al precipicio de lo residual, a la ruina como vestigio de lo humano, y en ese despojo encuentra una belleza que delira, una luz temblorosa que insiste en brillar desde la penumbra.
Si desmembrar en partes una obra —como totalidad— ha sido siempre un vestigio de una cultura que ha encontrado en la fragmentación una hedónica dosis para la consagración de una disciplina; la obra de Lisyanet es una unidad simbiótica, un cuerpo vivo que se transfigura, un ente que palpita en su reorganización simbólica, revelando un rostro que no es rostro, sino tránsito: como la arena que dibuja una faz efímera en la orilla, solo para ser borrada por la marea. Foucault lo advirtió en Las palabras y las cosas: toda tentativa de definir lo humano está condenada a desvanecerse, como ese rostro de arena que el mar reclama sin memoria.
Los dibujos minuciosos que componen la serie Dressed up no solo son un punto de inflexión en una obra plagada de una lúcida melancolía, son los vestigios de un tránsito espiritual, arabescos detenidos en el umbral del tiempo y la desesperación. Lisyanet Rodríguez, poseída de una mano prodigiosa —cuando tanta banalidad gestual prevalece en el arte contemporáneo— ha aprendido a dialogar con las sombras. En un gesto casi litúrgico, abre el arcón de la memoria —ese cofre ungido por los efluvios del cedro ennegrecido, donde el tiempo ha bordado con tinta indeleble sus signos— y, al desempolvar sus contenidos, no busca restaurar lo perdido, sino invocar la presencia espectral de lo que fue. Cada trazo, cada pliegue, cada insinuación de forma, es una reverberación del pasado que se manifiesta como un susurro en la penumbra, como una luz oblicua que revela la textura secreta de las cosas. Lisyanet no escarbar el pasado para pintar, sino para conjurar, no lo hace para representar, sino para resucitar.

La duración —esa sustancia invisible que Henri Bergson supo nombrar alma del tiempo— se adhiere a las cosas con una gravedad que las aplasta, las densifica, las convierte en reliquias ontológicas. En su espesura se prefigura la ausencia: el cuerpo que fue y ya no es, pero cuya huella persiste como un eco en la materia. Lisyanet Rodríguez, con la mirada del alquimista que escudriña los signos del más allá, se adentra en los restos de un sepulcro simbólico, no para profanar, sino para devolver a esos fragmentos la dignidad de su primera luz.
Lo que emerge no son simples vestiduras: son los atuendos de los otros, los ropajes que aún habitan las casas como espectros suaves, como memorias encarnadas. Es el vestido nupcial de la abuela muerta, que aún exhala el perfume de un jazmín que no se marchita; es la túnica blanca que envuelve el cuerpo de Remedios La Bella cuando asciende al cielo, como una visión suspendida entre la carne y el espíritu. Cada prenda es un relicario, cada tela una plegaria, cada hilo una línea escrita por el tiempo en el libro secreto de lo vivido.
Y en este gesto de evocación, la memoria se revela como un acto de resistencia contra el olvido, ese lento naufragio que amenaza con borrar los contornos de lo amado. Recordar no es simplemente conservar: es reanimar, es insuflar al objeto la dignidad de su historia, es desafiar la erosión del tiempo con la ternura de quien sabe que todo lo que ha sido merece ser mirado otra vez. El olvido, por su parte, no es ausencia, es silencio impuesto; una sombra que se posa sobre lo que no se nombra. Lisyanet, al nombrar con imágenes, al vestir lo invisible, convierte su obra en un conjuro contra esa sombra, en una liturgia de la permanencia.

Lisyanet Rodríguez habita un tiempo que no es presente; es el eco de un pasado colonizado por la melancolía, no como nostalgia, sino como dignidad. No lo reclama, lo transfigura. Su patria no es geográfica, su patria es la memoria: el territorio invisible de lo perdido, lo arrebatado, lo que aún duele en el silencio. Su obra es un tránsito —no del exilio físico, sino del alma— hacia los vestigios que el cuerpo ha guardado como cicatriz. Allí residen la culpa, el dolor, las heridas que nunca cerraron del todo, la angustia que se respira como aire viciado, la peste que, como diría Camus, revela la condición humana en su desnudez más cruda.
Lisyanet Rodríguez no camina por el tiempo, sino por sus escombros; habita un pasado que no reclama, pero que la envuelve como el polvo tibio de una ciudad sitiada por el silencio, por eso sus fondos son planos. No añora el pasado, lo eleva, lo convierte en materia sagrada. Su patria no es la tierra, sino la memoria: ese territorio invisible donde “todo lo que el hombre puede ganar al juego de la peste y de la vida es el conocimiento y el recuerdo”.[2]
Su obra es un descenso al cuerpo, un viaje hacia las entrañas donde la historia se ha tatuado con fuego. Allí, la culpa se desliza como aceite espeso sobre la piel, el dolor se mastica como pan duro, y las heridas —cerradas con hilo de sombra— supuran imágenes que no se pueden nombrar. La angustia se instala como un animal nocturno en el pecho, y la peste —esa peste que Camus vio como espejo de lo humano— se convierte en revelación.

Como en Orán, la ciudad donde “la plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto, el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar”[3], Lisyanet convierte el exilio en lenguaje y el cuerpo en archivo. Cada pincelada, cada trazo, cada esbozo es una máscara caída, una respiración contenida, una herida que canta. Su obra no busca consuelo, en todo caso enrostra la densidad de esa memoria, todo lo que hemos abandonado para intentar ser felices. Lisyanet Rodríguez pinta para no olvidar, para resistir, para nombrar lo innombrable. Su obra no es solo imagen: es acto de preservación, gesto de rebeldía contra el olvido.
Dressed Up es una serie excepcional, es la delicadeza pictórica que enturbia la mirada, como si el recuerdo se filtrara a través de un velo húmedo de infancia. Como Amélie, que descubre entre las paredes una caja metálica atestada de objetos olvidados, Lisyanet nos devuelve a ese espacio íntimo donde la memoria tiene olor: al metal tibio, al papel envejecido, al polvo que guarda secretos. Nos lleva de la mano hacia la infancia, hacia ese lugar donde el tiempo no se mide, sino que se siente. Porque a fin de cuentas la memoria no es un archivo estático, sino un cuerpo vivo que respira, que duele, que transforma. Es, como diría Camus en La peste, el conocimiento y el recuerdo es lo único que puede ganarse en medio del absurdo. En la obra de Lisyanet, recordar no es mirar atrás, sino sostener el presente con dignidad. Pintar es resistir al desgaste del tiempo, es afirmar que lo vivido —aunque fragmentado, aunque herido— merece ser nombrado.

La obra de Lisyanet Rodríguez es una meditación sobre la fragilidad ontológica, la persistencia de lo humano frente al desgaste del tiempo y la urgencia de conservar aquello que termina siendo escurridizo. Cuando la velocidad tecnológica amenaza con borrar lo esencial, cuando la banalidad se apodera de los sujetos, cuando la histeria reina como comportamiento, cuando los sujetos ágrafos solo consumen mensajes cortos y solo lo que no hiere su sensibilidad de cristal, Lisyanet nos recuerda que la memoria no es un lujo ni una nostalgia, sino una necesidad ética.

Notas
[1] Sartre, J. P., & Valmar, J. (2012). El ser y la nada. B-Iberoamericana. P. 234.
[2] Camus, A. (1990). La peste, (vol. 35). Libresa, p. 87.
[3] Camus, A. (1990), p. 53.




