Rusia o la novela como destino

En una entrada de su Diario  (jueves 30 de agosto de 1956), con esa visión que se despliega desde su espesor hipnótico del mundo, José Lezama Lima anotó:

Leyendo a Tolstói es fácil concluir que Rusia es un país para la novela. Inglaterra y Francia, solamente la España del Quijote, también tienen “novela”. Pero ningún país como Rusia para andar, para ajustarse a la novela. Gogol, Dostoievski, Tolstói elaboran lo que para ellos es historia, hecho, sucedido, y que nosotros saboreamos como novela”.

En lo que aparenta ser un mero juicio estético —casi una boutade  cultural—, el autor de Paradiso  desvela desde su fascinada intuición una estructura profunda: más que un género literario, la novela devino en Rusia una forma de la historia, una modalidad de lo real. A semejanza de las grandes Babeles de la tradición occidental, donde el lenguaje se fragmenta para revelar lo inefable, la novela rusa transfigura el caos histórico en una teología del verbo, un acto de traducción perpetua entre el alma colectiva y el abismo temporal. Así, cuando la Historia se manifiesta desde una tragedia inexorable, el narrar deviene exégesis, en detrimento del artificio.

Rusia es esencialmente una novela. Esta afirmación tiene algo de leyenda invertida. Si Francia da origen a la novela moderna con Madame de Lafayette y consagra su razón con Stendhal y Balzac; si Inglaterra la vuelve espejo del carácter nacional con Fielding y Dickens, Rusia irrumpe como si la novela hubiese estado allí desde siempre: anterior al alfabeto, a la cronología y al estilo. Continente narrativo, en Rusia la conciencia no se pliega al relato; por el contrario, lo engendra desde el exceso y la desmesura. Pareciera que Gogol, Dostoievski y Tolstói se ven arrastrados por sus historias antes de haberlas escrito. Allí donde en otras literaturas se construye una ficción, el novelista ruso la descubre desde una enfermedad o materia fermentada durante siglos. Crisis prolongada que asume forma verbal, la novela rusa nace de una necesidad casi fisiológica, y no de la sola voluntad estética.

El ejemplo gogoliano de El capote  bastaría para sostener la idea anterior. En este relato, el difunto funcionario Akaki Akákievich reaparece como un fantasma que roba abrigos por San Petersburgo, lo que provoca que la frontera entre historia y leyenda se difumine. En una literatura “realista” ese instante sería puro disparate; en Rusia, sin embargo, sella la verdad moral del relato: la miseria burocrática se transmuta en mito social sin abandonar su crudeza costumbrista.

Lezama lo sugiere con su precisión particular: lo que Gogol y Tolstói “elaboran” en tanto “historia”, nosotros lo “saboreamos como novela”. En Rusia, lo real se presenta con la densidad de lo improbable, y lo ficticio con la autoridad de lo vivido. No hay aquí distancia entre hecho y sentido. Pareciera que la historia rusa se ha escrito directamente en clave novelesca, sin mediación de la historiografía. El zar, el mujik, el loco de provincia o el teniente perdido en la estepa devienen signos de una vastedad enloquecida, de una topografía espiritual sin salida.

La experiencia de Pierre Bezújov en Guerra y paz  es el ejemplo perfecto de esta fusión. Tolstói no ofrece un reporte estratégico de la batalla de Borodinó, sino la inmersión de una conciencia abrumada en el caos. Pierre, un civil, observa el acontecimiento que decidirá el destino de Rusia desde la perplejidad de un protagonista que siente la historia en carne propia. Pierre no entiende  la batalla; desde su lugar existencial la padece  y la vive. Su destino personal y el de la nación se funden en una experiencia incomprensible y sublime, demostrando cómo la historia deja de ser un hecho externo para volverse materia de la conciencia:

“En su rostro se dibujaba ahora una expresión de oculta exaltación. […] Se sentía invadido por la necesidad de sacrificarlo todo, de sufrir por todos. […] “Ah, ¡qué magnífico! ¡Qué magnífico!”, se dijo cuando un núcleo de granada, con un silbido agudo, pasó volando sobre su cabeza por encima de la muchedumbre y cayó no lejos de él. […] —¡Adelante todos! —gritó la voz del oficial. Y la infantería, entre la que se encontraba Pierre, corrió hacia adelante”.

En Tolstói o Dostoievski, George Steiner observa que Tolstói escribe “como un legislador de lo real”. Para Steiner, la epopeya tolstoiana captura la vida “en su plenitud física, con una autoridad que convierte al lector en testigo ocular del mundo”. Este realismo absoluto refuerza la intuición de Lezama: la historia rusa se experimenta primero en carne viva y solo después se recoge en crónicas.

El novelista ruso —aunque lo parezca— no trabaja desde una moral ni desde una ideología. Cada personaje contiene una teología portátil, un sistema ético en combustión. Lo que Starobinski dijo de Rousseau —que “escribía para vivir en el texto lo que no podía vivirse en la vida”— se aplica de modo revelador a Dostoievski. Por eso, en la novela rusa lo trivial se vuelve símbolo, y lo grotesco deviene juicio. Esta combustión ética se manifiesta en el Rodion Raskolnikov de Crimen y castigo. Más que un simple acto delictivo, su crimen encarna la puesta en práctica de una teoría filosófica personal, un experimento para determinar si él pertenece a la categoría de los “hombres extraordinarios”. Su confesión a Sonia es la de un teólogo de su propia soberbia:

“¡Quise atreverme y maté! […] ¡No maté para ayudar a mi madre, eso es un disparate! […] Maté para mí, para mí solo. […] ¡Necesitaba saber entonces, y saberlo cuanto antes, si yo era un piojo como todos o un hombre! ¿Sería capaz de traspasar los límites o no? ¿Osaré agacharme para tomar el poder o no? ¿Soy una criatura temblorosa o tengo el derecho…?”

Así, el de Raskolnikov es un drama metafísico. Él es su propio sistema moral en crisis, una “teología portátil” que colapsa ante la situación de su alma. Mientras Tolstói legisla, Dostoievski advierte; de ahí que, para Steiner, la escritura del autor de Memorias del subsuelo  sea “crisis sostenida, un estado de emergencia metafísico”.

España tiene el Quijote —dice Lezama, con la reverencia de quien sabe que ese libro basta para sostener una tradición—, pero la Rusia de los novelistas, lejos de depender de una cumbre, se sostiene en una continuidad. ¿Existe un Quijote ruso? En lo absoluto. Rusia posee una estirpe ininterrumpida de visionarios e iluminados, de histéricos y caídos. Todos tan profundamente reales que Realidad —aquello que, vivido en Rusia, solo se vuelve soportable cuando se convierte en relato— los repele, por lo que deben encontrar su hábitat en las tierras de la novela.

Esta concepción de la novela como destino ineludible, en vez de extinguirse con el fin de la Rusia zarista, adquiere resonancias aún más trágica en el siglo XX. Bajo la presión del Estado totalitario, esta tradición muta para sobrevivir, convirtiendo la novela en último refugio. En la Moscú soviética de El maestro y Margarita  de Bulgákov, el contexto es tan absurdo que solo la irrupción de lo fantástico —la llegada del diablo y su séquito— puede revelarlo en su verdadera dimensión. La ficción no evade la realidad, la diagnostica, de ahí que el demonio Woland ofrezca este juicio sociológico:

“La gente es como toda la gente… Les gusta el dinero, pero siempre ha sido así… Son frívolos… bueno, bueno… y la misericordia llama a veces a sus corazones… gente corriente… en general, recuerdan a los de antes… sólo que el problema de la vivienda los ha corrompido”.

Años después, en Vida y destino  de Vasili Grossman, la novela se convierte en el campo de batalla final. Frente a las ideologías totalitarias que intentan dictar el destino de millones, Grossman rescata la capacidad del alma para la bondad individual como el único destino que importa. El personaje de Ikonnikov, un “loco santo” descendiente de los de Dostoievski, lo expresa así:

“Junto al terrible mal de nuestro tiempo, ha nacido una nueva forma de bondad. […] La he visto en el instinto de la gente sencilla. La bondad privada de un individuo hacia otro es una bondad sin testigos, pequeña, sin grandes teorías. La bondad estúpida”.

Lo que para gran parte del mundo significa “novela” —un modo del ocio, un artefacto cultural—, en Rusia representa destino. La novela rusa parece escrita para sobrevivir lo insoportable. Su lógica no deriva de la causalidad, más bien procede de lo simbólico. Su drama no es otro que el alma, aquella que se debate entre la redención y el abismo. Leer hoy a un Pelevin o a una Ulítskaya confirma que esa pulsión sigue viva; la Historia cambia de máscaras, pero la novela rusa continúa explorando la zona donde ninguna crónica satisface y solo la ficción —plena de exceso y profecía— puede dar testimonio. Y es que, para la sensibilidad rusa, vivir, recordar y escribir constituyen un mismo acto: la realidad exige ser dicha y la ficción habitada, de ahí que Escritura las combine hasta volverlas indistinguibles.

 


Imagen: Mañana de la ejecución de los Streltsy  (1881), de Vasili Surikov. Galería Tretiakov, Moscú.

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