Todos los pintores merecen un catálogo de imágenes para la historia. No importa si pertenecieron o no a un movimiento o una escuela. El acopio artístico es un derecho. Otro asunto sería si lograron superar su época. Aunque ya con deberse a la suya es respetable. Pero el diálogo con la posteridad es una cuestión que, al creador, literalmente, se le va de las manos. A veces ni siquiera incumbe a la vanidad. Es una instancia frecuente de una pretensión imaginada. Tampoco es bueno involucrar popularidad experimentada con sacrificio para el porvenir. Pero de todo hay en las idas y venidas del ego creativo.
Se dice que el tiempo es el mejor tasador de obras de arte. Mas, en rigor, son las miradas justas y conjuntas —sean de pintores o críticos de arte— las que colocan a un artífice en el lugar merecido. ¿Cuál sería ese lugar? Pues, el que convoque a más miradas cruzadas. Porque el consenso sobre la calidad de algo o alguien no supone una uniformidad de pensamiento. Es la lámina de lo plural lo que tolera los juicios valorativos del consenso. Ha sucedido con pintores redescubiertos que hoy son clásicos raros, como Poussin o El Greco. No es el tiempo el verdadero estimador de las obras de arte. Solo se presenta como partícipe o continente ocular.
Como ha sucedido con otros, Joseph Mallord William Turner (1775-1851) no tuvo que ser redescubierto. Alguien que, como él, fuera reconocido desde temprana edad por la academia (Royal Academy of Art), no se olvidaría ni después de su muerte ni con la llegada de otros pintores atractivos en técnicas revolucionarias. ¿Cómo alguien, prácticamente desde el género paisajístico, fue capaz de reinventarse? ¿Se trataba solo de una excentricidad para la legitimación? Debía tener una sensibilidad muy abierta o generosa para respetar, por ejemplo, a dos pintores tan diferentes como Claude Lorrain y John Constable. Aunque en ambos había (hay) una rebeldía en la obstinación, amén de que tomaron de casi los mismos referentes. Entre ellos (y gracias a ellos más tarde) se asumen influencias no siempre dichas, que es como si se «contagiaran las imágenes», al decir de mi estimado Alberto Ruiz de Samaniego.
Todos los pintores merecen un catálogo de imágenes para la historia, repito. Pero el cine elige no solo la obra sorprendente sino también una vida seductora. Con William Turner sucede que su arte le nubla —esto no puede ser más irónico viniendo de un gran pintor de nubes como él— su relato más personal. Por eso, es revelador cómo, luego de documentales sobre la peculiar técnica del pintor inglés, caso de The Sun Is God (Michael Darlow, 1974), Mike Leigh decidiera rodar el largometraje Mr. Turner (2014). Y lo hizo, tal vez, para equilibrar lo que no se había dicho acerca del día a día de un hombre apartado de su madre enferma, consentido por su padre, ducho en observar la naturaleza, aunque muy torpe para comunicar su increíble aprendizaje. Lo asumió porque ningún cineasta se había atrevido a biografiar a Turner.
Leigh escogió con sumo acierto a Timothy Spall para su protagonista. La elección de un actor maduro, difícil de rejuvenecer incluso con maquillaje —a menos que hubieran recurrido a efectos visuales para cambiar su figura, como se hizo con Brad Pitt en El curioso caso de Benjamin Button (David Fincher, 2008)— permite recrear lo que pudo ser la última etapa creativa del insistente paisajista. Declinó hacer lo habitual: «Un biopic se convierte en una especie de charada algo ridícula. Habríamos tenido que encontrar a un pequeño niño gordo que se pareciese a Timothy Spall y que pudiera pintar. Eso para empezar. En realidad, todo eso es muy tonto»[1]. Es el Turner de su última etapa y compendiador de su arte. El que le permite entender lo sublime tanto de un naufragio como de un incendio reflejado en el mar; lo sublime de la naturaleza y la Revolución Industrial. Es el Turner que, en el propio ambiente de socialización artística, aún escupe y rasguña con sus uñas la tela; el que defiende a un Lorrain que murió hace años, cuando el joven teórico Ruskin lo compara y menosprecia; el que ha desmaterializado ya el paisaje: los objetos apenas se reconocen, lo vaporoso, escueto y, sobre todo, la luz, invade el acontecimiento pictórico.
Aunque en la película se aprecian los cuadros de embarcaciones en calma o rechazadas por el mar, se extraña al autor de Ulises burlando a Polifemo, pieza del romanticismo en la pasional escapada por un paisaje marino, en que las aguas aún parecen reposadas, en contraste con el frenesí confuso de las nubes. La desesperación y rabia que se presumen en el cíclope totalizan el celaje. Turner utiliza el verde azulado para las sombras y como contraste con el dorado de sus característicos tonos amarillos. Pero, en honor a la verdad, el sol es tan o más protagonista que la embarcación del héroe griego. ¿Esta luz pertenece a un atardecer? En el canto IX de la Odisea se recuerda que fue en la mañana cuando se tramó cegar a Polifemo. Turner capta ese probable amanecer que prometía de momento la libertad.
Pero a Leigh el Turner que le interesa es el de Luz y color (Teoría de Goethe) — la mañana después del diluvio — Moisés escribiendo el libro del Génesis. Sin embargo, esta pintura no se muestra. Tal vez requeriría una explicación tediosa en pantalla. Se prefiere ir mejor del Aníbal cruzando los Alpes al de la modernidad tecnológica abalanzándose no contra, sino en la naturaleza, con un título que lo dice todo: Lluvia, vapor y velocidad. El gran ferrocarril del Oeste. No obstante, la importancia de este óleo sobre lienzo es menos atendida en el relato cinematográfico que el primer y segundo contacto del acuarelista con el retrato fotográfico. Eso sí, la reproducción que inspiró El «Temerario» remolcado a su último atraque para el desguace que se estima en la puesta en pantalla es sorprendente.
El reto de una biografía fílmica de un pintor tan peculiar como Turner es que lo extra-estético importe tanto como su arte. No obstante, la visión del mundo de un artista es con frecuencia muy diferente a como se advierte la realidad. Es decir, por muy colorida y luminosa que fuera Venecia para Tiziano, sus pinturas —como las de El Greco o las de Van Gogh— no copian un entorno exacto. En rigor, hasta el hiperrealismo es emulación y jactancia con respecto a la convención fotográfica y lo existente en el entorno, tan cambiante y casi siempre efímero. Una pintura, como cualquier arte, es técnica, convención y lenguaje. Recomposición del mundo. Lo que a veces hace el cine en relación con un pintor es darle vida, con mejor o menor remedo, a algunas de sus obras. Dick Pope, director de fotografía de Mr. Turner, apuesta por fijar esos tonos ambarinos usuales en la paleta del autor de El incendio de las Cámaras de los Lores y de los Comunes. Lo logra con maestría. El arte cinematográfico imita a la pintura.
En Mr. Turner se realza la estética definida de un magnífico pintor y, al mismo tiempo, al hombre con sus miserias y virtudes. Cuesta imaginar a otro actor que no sea Timothy Spall para interpretar a Turner: egoísta, huraño y, a veces, cariñoso. Complejo carácter psicológico y sociológico el de los genios. Han pasado más de diez años del estreno de esta fascinante película. No creo se le haya dado la importancia que bien merece. Que este 2025, a 250 años del nacimiento de William Turner, sirva para homenajear a un provocador inolvidable de la pintura.
[1] Entrevista a Mike Leigh por Isabel Stevens, en Caimán Cuadernos de Cine, diciembre 2014, No. 33 [84], p. 39.





«El reto de una biografía fílmica de un pintor tan peculiar como Turner es que lo extra-estético importe tanto como su arte».
Exacto.
Gracias a Daniel vuelvo a disfrutar los Turner en la National Gallery. Lo demás es baladí, periférico, en una reseña o en una película. Pero funcionan bien para recordar o interesarse.