Olvídate de las óperas que prometen trascendencia filosófica. La Traviata no va por ahí; su cimiento es un error universal: la fe ciega en que el amor lo justifica todo. Y sobre esa premisa tan falible, Verdi erige un monumento glorioso al sacrificio que sirve para nada, a la culpa que se disfraza de virtud familiar, y a un sufrimiento tan exquisitamente orquestado que quién sabe si las lágrimas llegan por la tragedia de los personajes, o por el puro éxtasis que tus tímpanos experimentan.
Oh, ahí tenemos a Violetta Valéry, una cortesana de lujo, pero también el epítome de un refinamiento que ya viene con fecha de caducidad. Protagonista trágica que te deslumbra cantando como un ángel, aun cuando sus pulmones parecen estar en quiebra técnica, atrapada en un salón de espejos donde la hipocresía tiene más brillo que cualquier candelabro. Y en medio de todo eso, irrumpe Alfredo Germont, un romántico con un doctorado honoris causa en suspiros, tan ciego por su pasión que bien podría estarlo también a las reglas de un mundo diseñado para moldearlo. Se enamora de Violetta con esa urgencia desenfrenada del que pide un café en Starbucks para llevar, sin pararse a mirar el precio ni cómo escribieron su nombre.
Escapan al campo, donde Violetta, con la celeridad de una soprano que ya sabe que viene su aria más dramática en el segundo acto, abandona las fiestas, su libertad y los vestidos de alta costura. Pero, la trama tiene otras intenciones. Y entonces aparece Giorgio Germont, el padre de Alfredo, con un aroma penetrante a “valores familiares” y una sutileza digna de un sermón dominical. Este Giorgio no es solo un patriarca de libro; es el mismísimo embajador de la doble moral, dispuesto a salvaguardar la reputación de su hija a costa de la vida de Violetta, sin pestañear. “¿Serías tan amable de desaparecer discretamente, por favor?”, le pide, con la misma frialdad con la que se encarga una limpieza profunda. Y Violetta, la mujer culta, ilustrada, cuya única bancarrota era su sistema inmunológico, respondió con una fina ironía: “Por supuesto, permítame un momento para afinar mi tos”.
Musicalmente, Verdi es un tirano sin piedad, un auténtico ingeniero de la emoción con partitura y licencia para demolerte. Desde ese Libiamo que suena más a comercial de champaña, hasta el aria del sacrificio, ese desgarrador Addio, del passato, todo en esta ópera se convierte en un acto magistral de manipulación estética. Y no, jamás lloras porque de repente entiendas a los personajes; lo haces porque Verdi te ha apuntado con una orquesta entera y ha apretado el gatillo sin remordimientos.
El final, por supuesto, era tan inevitable como una recaída en un mal hábito. Violetta, como todas las heroínas demasiado buenas y bellas y absolutamente innecesarias, tiene que morir. Y en una cama, rodeada de arrepentidos que llegan tarde y cantando, con más diafragma que oxígeno, porque hasta para expirar hay que dar el do de pecho. Alfredo llora, otro mar de lágrimas inútiles. Giorgio balbucea disculpas que nadie quiere escuchar y el mundo sigue girando, impasible y perfectamente intacto.
La Traviata, un retrato total del mundo. Allí los hipócritas sobreviven, los inocentes se inmolan y la música lo embellece todo hasta que no sabes si lloras por compasión o narcisismo auditivo.




